Misterio (Bazán): 10

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Misterio
Segunda parte - El cofrecillo

de Emilia Pardo Bazán


El aviso[editar]

Renato, al sentir que mejoraba, que iba recobrando fuerzas, resolvió leer el manuscrito, el cual despertaba, no su curiosidad, sino su interés: un interés ardiente, devorador. El enigma de la vida de Dorff, la razón del incomprensible atentado del square, por poco le cuesta la vida a él mismo, la explicación de mil indicios y coincidencias, incluso la del sorprendente parecido del medallón, estaba en aquel rollo de papeles que, cerrado y lacrado, cobijaba un estuche cilíndrico de cuero natural.

Autorizado por el doctor, Renato se levantó, almorzó frugalmente té y tostadas, y fortalecido y resuelto, pero deseoso de extremar la prudencia, requirió las pistolas, dejándolas al alcance de su mano; se tendió en el canapé ante el velador, y con emoción muy honda rompió el hilo de roja seda y la nema de lacre que representaba una azucena brotando de un sarcófago, simbólico emblema que un instante le hizo reflexionar. Después de aplanar el rollo para mejor leer, vio que en la primer hoja había esta dedicatoria: «A ella».

-¿Se tratará de una historia amorosa? -pensó recordando la bella fisonomía, el atractivo indefinible de Dorff y sus palabras al confiarle el depósito. Con febril ansiedad volvió la hoja y comenzó a leer:

«Esta es la relación de mis infortunios, que tú sola en el mundo puedes aliviar. Piensa en Dios, y acuérdate de que un día hemos de comparecer en su terrible presencia».

La letra era clara, gruesa y firme; el texto estaba dividido en capítulos que correspondían a otros tantos episodios principales, y si no miente la copia que todavía se guarda en el archivo secreto del castillo de Picmort, he aquí el texto de la relación:

«Puesto que mis infatigables enemigos y la encarnizada fatalidad se asocian para que yo muera bajo un nombre prestado y privado de cuantos derechos el nacimiento me había conferido; ya que tú misma, en quien tuve fe porque me parecía monstruoso no tenerla, me niegas tres veces como negó a su Maestro el Apóstol, quiero presentarte entera la verdad reflejada en el espejo de estas memorias, para que tu remordimiento sea mayor si tu corazón no se ablanda y continúas anteponiendo la vanidad y la soberbia del mundo a la voz de la sangre y a los categóricos mandatos del deber.

Hora vendrá, Teresa, en que la posteridad se asombre de mi desamparo; de que los poderes legítimos de la tierra no se hayan opuesto a la inmensa iniquidad perpetrada conmigo. Pero el historiador que de ello se admire, piense cómo dejaron a nuestros padres -¡a los tuyos, acuérdate!- subir a un cadalso después de haber sufrido el más amargo viacrucis y la irrisión más completa de lo que representaban; cómo permanecieron indiferentes ante tal espectáculo los que -no ya por humanidad, no por cariño, por egoísmo bien entendido- debieron quemar el último cartucho hasta salvar a las víctimas. ¡Ah, Teresa! Es vana la ilusión que te has forjado creyendo que podrías restaurar ese Principio, que fue cimiento de la gloria de nuestra patria, eje de nuestra historia. Su propia debilidad es la condenación de ese Principio.

Yo podré pasar ante la gente por un soñador o un loco, y sin embargo, yo soy quien, a la fatídica luz de mis nunca oídas desgracias, leo en el porvenir. El Principio se ha suicidado, la institución tiene contados sus días; ya no podrá sino arrastrar vida vergonzosa y raquítica, aherrojada por sus adversarios, humillada, escarnecida, amarradas las manos por cuerdas, con una caña por cetro, ceñida irrisoria corona de espinas, las mejillas cubiertas de salivazos, hecho jirones el manto de púrpura, hasta que la crucifiquen y entierren, no para resucitar gloriosa, sino para reducirse a polvo en el flordelisado panteón.

Insensato quien no lo vea, quien intente construir sobre el desatado torrente. No te goces, Teresa, con la esperanza de que has salvado algo sacrificándome a mí. Jesucristo no es un Moloch para aceptar holocaustos tales. Como si quisiese avisarte, ha hecho estéril tu vientre y te reserva otras lecciones tremendas... ¡Ojalá su misericordia te las perdone! La desdicha me presta sagacidad. Soy profeta. De nuestra familia sólo mi descendencia quedará oscurecida, perdida en el montón anónimo, dedicada a oficios más humildes aún que el que me sirve para ganar el pan. Así se cumplirá por los siglos de los siglos la ley expiatoria.

¡Qué singular es mi destino, Teresa! Vivo, respiro, pero no existe mi personalidad; la han enterrado en un ataúd vacío, en el ángulo de una pared de cementerio. A veces dudo de mí propio y estoy por creer si habré soñado cuanto voy a recordarte y referirte. Pero no cabe sueño tan largo ni en que tanto se padezca. Por el dolor me he persuadido de la realidad de mi ser. Ordenando mis recuerdos me convenzo de que no soy un miserable iluso. Ha habido un médico, allá en Alemania, que al consultarle yo mis dudas, al decirle que por instantes me creo otro y pienso si será mero desvarío de una cabeza enferma y trastornada toda mi historia anterior a los últimos años, me aseguró que mi temor no era vano, que recuerda casos así y que debo emplear todos los medios para serenarme y ver claro en mi alma.

‘Han aparecido impostores de buena fe que no mentían, pero se engañaban’, me dijo el doctor envolviéndome en una mirada analítica y glacial. ¡Recurro a ti, Teresa, para adquirir el pleno convencimiento de que no se verifica en mí este espantoso fenómeno!

Y puesto que estoy abriéndote mi corazón -el corazón que debe de constarte que aún palpita, cuando no quisiste recibir el que te entregaban afirmándote haber sido arrancado del pecho de mi cadáver -, puesto que nada te oculto, escucha, Teresa: mi mayor felicidad, mi sumo deseo, sería que me convencieses, pero positivamente, de que soy un pobre diablo a quien aturdió la resonancia de la historia hasta el punto de tomarse a sí mismo por otro. ¡Qué dichoso hubiese sido, Teresa, naciendo de muy humildes padres, trabajando para los míos, sin que nadie me aborreciese, oscuro, ignorado, libre! ¡Ah! ¿Por qué no se me prueba que he perdido la razón? ¡Pruébamelo tú, Teresa; dame esa señal, si no de cariño, al menos de lástima!

Loco o cuerdo, evoco mi vida desde los primeros días de la niñez.

Véome en el incomparable palacio de verano, donde residíamos antes de que los acontecimientos, atropellándose, nos obligasen a restituirnos a la capital. Paréceme estar aún en aquellos aposentos decorados por elegantes artistas, en aquellos suntuosos jardines donde agotó su habilidad Le Nôtre; y más presentes aún que las umbrías solemnes, en que las huellas del poderío de mis abuelos infunden al ánimo frío respeto, tengo otra campiña sencilla y graciosa, con diminutos lagos, kioscos rústicos, bosquetes de lilas y una especie de granja, donde nuestra madre, vestida de finos percales (¡qué hermosa era entonces!), se complacía en beber leche recién ordeñada, coger flores por su propia mano y dar de comer a una colección de aves de corral, que hacían nuestras delicias. ¡Qué alegría cuando nos era permitido a ti y a mí tomar parte en estos solaces, tan conformes a las tiernas leyes que la Naturaleza dictó, tan libres de los enfados de la etiqueta! ¡La paz estaba allí, en aquel idílico retiro! Llevábamos sombrerillos de paja a la moda inglesa y holgados trajes blancos de fresca muselina; un día una pintora, a quien distinguía nuestra madre y que tenía un rostro encantador, nos retrató así, y como yo no quería estarme quieto, nuestra madre me dijo dulcemente: ‘Carlos Luis, voy a saber si me quieres’.

Ante este ruego quedé como de piedra, porque nuestra madre ejercía sobre mí sugestión poderosa, y sólo el oírla cantar me hacía prorrumpir en llanto de emoción.

Pronto hubo que renunciar a los goces de la vida campestre: la tormenta empezaba a rugir antes de desatarse por completo.

Nuestro pobre padre no se daba todavía cuenta del peligro; no podía convencerse de que le aborreciesen; esperaba siempre reconciliarse con su pueblo; pero nuestra madre, espíritu varonil en cuerpo delicado, vio clara la situación desde el primer instante y comprendió que se jugaba en la partida empeñada, no sólo el reino, sino la cabeza. Sin explicarme las causas, que por mi edad no podía ni presumir, sentí que todo había cambiado, que la existencia se nos había vuelto angustiosa y triste, que alrededor de mí y en el espíritu de cuantos me querían flotaba una bruma de lágrimas y pesares. Acostumbrado a ser objeto de las atenciones, a no mirar sino caras sonrientes, a que mis salidas de chiquillo provocasen tanta alegría y se celebrasen y repitiesen, percibí que ya no tenía nadie tiempo ni humor de hacerme mimos, y que preocupaciones muy graves, que excedían al alcance de mi comprensión, eran causa de que hasta en olvido se me echase. Alarmas repentinas; continuos cuchicheos; cambios de habitación rápidos y azorados; despertares a las altas horas; momentos en que, de pronto, nuestra buena tía, la hermana de nuestro padre, nos hacía arrodillarnos, juntar las manos e implorar al cielo... Todo esto, aun en el alma de un niño, despierta la conciencia de un terror vago e inmenso y la opresión de la amenazadora proximidad de un espectro que se nos aparecerá cuando menos se le aguarda. Una noche, turbas furiosas rodearon el castillo. No se borra de mi memoria el blanco peinador de encajes que nuestra madre se quitó para envolverme en él, cuando me arrebataron desnudo de la cama a fin de ocultarme. Allí estabas tú, trémula, llorosa, preparada a esconderte también.

Después de este episodio realizamos el espantoso viaje a la capital desde el castillo adonde ya no debíamos volver. Entre vociferaciones de la ebria multitud avanzaba nuestro coche lentamente; el calor y el polvo nos asfixiaban, la sed nos abrasaba; pero, ¿quién se atrevía a pedir una gota de agua siquiera? Ante el coche iban de batidores dos jayanes membrudos, aullando y blandiendo sus picas, en cuya punta ¡Teresa, qué horror!, se erguía una cabeza humana destilando sangre. Uno de ellos, de abundante barba desaliñada, de abierta boca que me pareció un abismo negro, se acercó a la ventanilla. Espantado oculté la cara en el seno de nuestra madre, y no fue posible ya arrancarme de allí en todo el camino.

Después de este viaje -no sé precisar cuánto tiempo transcurrió entre los dos- hicimos aquel otro funesto y malogrado que decidió nuestra suerte. Con motivo de este acontecimiento surge por primera vez en mi espíritu la figura de nuestro tío, el hermano de mi padre, a quien veíamos poco, pues desde que la suerte nos era tan contraria andaba alejado y buscaba popularidad halagando a nuestros detractores y enemigos. En aquella ocasión, sin embargo, se mostró solícito y quiso cooperar a los planes de fuga. Nuestra madre deseaba que todo se combinase en el mayor secreto, pero nuestro confiado padre nada ocultó a su hermano. ¿Cabía que recelase de él? No sólo no recelaba, sino que admitió para correo que fuese delante preparando relevos de posta a aquel Valory que pertenecía al conde de Provenza en cuerpo y alma.

Trazose un programa muy detallado; al parecer podíamos contar con resaltado feliz. ¿De qué sirvieron tantas minuciosas y candorosas precauciones? ¿De qué haberme disfrazado de niña, encargándome que cuando me preguntasen mi nombre dijese que me llamaba Amelia, nombre inolvidable que he impuesto a la primer hija de mi alma? Piensa bien en los incidentes de aquel viaje siniestro; calcula a quién aprovecha el delito, y fíjate en una frase de un drama inglés: ‘La serpiente que mordió a tu padre ciñe hoy su corona’.

Siempre creeré que nuestra madre sospechaba cuál fue la mano que nos detuvo. Valory, que nos precedía, era el instrumento de quien, con beso de traición, nos entregó maniatados. La asechanza se preparó de un modo infernalmente hábil la detención fue poco antes de la frontera, a fin de hacer más odiosa a nuestra familia que si la sorprendiesen a las puertas de la capital. Corría a caballo Valory delante de nuestro coche de camino, y guardó tan escaso disimulo, que en el último relevo se adelantó y desapareció, causando mortal alarma a nuestra madre, que temblaba nerviosamente. Comunicó a nuestro padre sus sospechas; él, enojado y apenado, las reprobó. Ni aun después de la farsa realizada por el célebre Drouet, que hoy, lejos de ser castigado, goza protección y favores del usurpador, logró nuestra madre comunicar su lúcido convencimiento.

¿Cómo has podido tú aceptar el amparo de ese hombre? La historia la hacemos nosotros. No creas, no, en revoluciones ni en movimientos de ideas; cree siempre en las pasiones humanas, en las ambiciones de los grandes, a las cuales obedece ciegamente el pueblo cándido y engañado. Cree también en la justicia divina, que tarde o temprano castigará; cree en la expiación. Los más inocentes hemos sido designados para borrar con nuestro martirio los pecados ajenos.

Ya sabes cómo terminó la escapatoria. A nada conduciría que repitiese aquí lo que mil veces ha narrado la pluma de los historiadores, lo que divulgó la fama. Mi relación es íntima; en ella insisto en lo que nadie conoce, y figuran particularidades que sólo podemos saber tú y yo. A la vuelta, la primera noche que pasé en París, recuerdo que me encontraba cansadísimo y molestado además por mi disfraz femenil, que no me habían quitado aún, y que me desnudó el fiel ayuda de cámara, colocándose alrededor de mi camita para custodiarme varios oficiales de la guardia nacional, los cuales habían estado conmigo bastante cariñosos, haciendo por tranquilizarme y encargándome bondadosamente que reposase sin miedo. Mientras yo conciliaba el sueño, ellos fumaban y charlaban, y oía sus voces susurradoras como oiría en un navío el tumbo del oleaje; el choque de sus sables contra los muebles era apagado, casi dulce. Un letargo suavísimo se apoderó de mí. No sé hasta cuándo lo disfruté; sé que de pronto me pareció que abría los ojos y que se producía un fenómeno singular. Veía ahora clara y distintamente a los oficiales de la guardia; me rodeaban riendo y pronunciando palabras que yo no entendía. Poco a poco noté que iba borrándose de ellos la figura humana; que sus cuerpos se poblaban de vello, sus manos se prolongaban en garras y uñas, su rostro se estiraba en forma de hocico, sus ojos eran dos ardientes brasas, su acento un aullido lúgubre. ¡Lobos! ¡Lobos! ¡Una manada entera, famélica, furiosa! Relucían sus blancos dientes agudos; sentía un resuello de fuego sobre mi cara, comprendía que iban a devorarme...

Debí de gemir, debí de agitarme desesperado, porque desperté arrancado de la cama por nuestra madre, que me prodigaba caricias... Bien presentes tengo sus besos, el movimiento apasionado con que me estrechaba para calmar mis terrores, y presente también en lo más hondo la expresión terrible de su rostro empalidecido y marchito ya por las penas, cuando a mi manera infantil le referí aquel sueño profético, aviso de nuestra suerte».


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando