Misterio (Bazán): 28

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Misterio
Tercera parte - Los Caballeros de la Libertad

de Emilia Pardo Bazán


A la luz del farol[editar]

Tiene este clamor la virtud de poner en movimiento instantáneamente a cuantos van en un barco. Como por magia aparecieron en la cubierta del Poliphéme pasajeros y tripulantes; la niebla empezaba a disiparse; aturdía el ruido del oleaje, rompiéndose contra los costados. En la confusión de los primeros momentos nadie acertaba a explicarse lo sucedido.

Sin embargo, el segundo de a bordo hizo una indicación al capitán Soliviac.

-El prisionero se ha fugado, y fue ese pasajero -añadió señalando a Dorff- quien le desató. Nos descuidamos, porque nadie podía sospechar...

Profirió el capitán una imprecación airada, y, estupefacto, interrogó al mecánico.

-¿Cómo se ha atrevido usted? ¡Rayo! ¡Por vida de la Custodia! ¿Está usted seguro, Pernies, de que en efecto el señor?... ¡Bien!, ya ajustaremos esta cuenta. Sujetármele y no perderle de vista. Ahora preparad las carabinas, y si veis al tunante, si se acerca al buque... un tiro a la cabeza.

Inclináronse los marineros sobre la borda, tratando de distinguir a lo lejos la blancura del cuerpo zarandeado por la resaca, a cada paso más furiosa. El viento, que ya saltaba por rachas huracanadas, barría el nublado, y una claridad vaga alumbraba la superficie del mar; orlas de espuma corrían desatadas por la cresta de las olas.

Uno de los marineros bretones, especie de gato montés, de verdes ojos, que veía de noche, creyó divisar al náufrago bastante cerca, y casi a un tiempo cuatro disparos partieron en aquella dirección.

Dos mocetones, Yvón y Hoel, arriaban la chalupa y se disponían a tripularla, lanzándose en persecución del fugitivo. Todo fue obra de diez minutos.

Dorff, custodiado, casi prisionero, esperaba tranquilo, cruzado de brazos. Renato y Amelia se habían colocado lo más cerca posible de él, con el propósito de defenderle, pero no pudieron menos de revelar terror y pena ante la fuga del esbirro.

-Nos has perdido, padre -dijo Amelia consternada, en voz temblorosa.

-Señor, es inútil cuanto luchamos -agregó con desaliento el Marqués-. ¡Si ese hombre consigue salvarse, que el mar nos trague a nosotros!, porque nos espera algo cien veces peor que la muerte. No tendremos descanso en ningún país del mundo. ¡Este es el último golpe de la desdicha! ¡De qué me ha servido recobrar el cofrecillo, a costa de hacer yo, un de Brezé, un Giac, el oficio de los que hieren por la espalda!

Y Renato, desesperado, dejó caer la cabeza sobre el pecho. Dorff seguía callando.

Entontces resonó a bordo alborotado clamoreo; el vigilante el timonel gritaban:

-¡Embarcación a babor!

Siempre reviste importancia para un barco el paso de otro con el cual va a cruzarse en la ruta del Océano; en aquellos tiempos, fresca aún la memoria de los lances y empeños entre corsarios ingleses, franceses y españoles, podía encerrar amenazas. Mas para el capitán del Poliphéme, en tal momento, significaba algo más grave: la probable salvación del fugitivo, cuyo cuerpo se había visto blanquear otra vez a través del agua de una ola.

-¿A que recogen a ese maldito? -rugió Soliviac furioso, sin divisar todavía la embarcación.

No tardaron en verla todos. Volaba sobre las olas, como un ave negra, ya rasándolas, ya hundiéndose. Era una goleta poco mayor que el Poliphéme, lo que los holandeses llaman un schooner. La columbraban perfectamente, porque ya la noche era entre clara, y luego notaron cómo las voces del náufrago eran oídas y la goleta recogía velas para moderar su marcha y poder echar un cabo al cual se agarrase el esbirro. Los marineros del Poliphéme iban a disparar otra vez con carabinas, pero Soliviac les contuvo: era seguro que no harían blanco, y en cambio alarmarían a los de la goleta. Impotentes, desesperados, los caballeros de la libertad presenciaron el salvamento de Volpetti; vieron la blancura del desnudo cuerpo sobre la negrura de los costados del buque.

-¡Se ha salvado! -exclamaron.

-¡Se ha salvado! -repitieron con la misma dolorosa entonación Amelia y de Brezé.

-¡Le recogen! -profirieron entre juramentos los tripulantes del Poliphéme. Sin saber quién era el esbirro, compartían ciegamente los sentimientos del capitán.

Todos aquellos puños crispados que amenazaban inútilmente al fugitivo se volvieron, con impulso unánime, que parecía concertado, contra Dorff. El más airado era el capitán Soliviac; agarrando violentamente al mecánico del cuello del largo capotón de viaje que le cubría y sacudiéndole con ira:

-¿Quién es usted? -gritó el marino-. ¿Quién es usted para soltar a los malhechores prisioneros en mi buque bajo mi jurisdicción? ¿Es usted cómplice de ese bandido? Pues sufrirá, ¡rayo de condenación!, la misma suerte que a él le reservábamos.

-Y la merece -apoyaron el italiano y Luis Pedro-. Este sujeto sospechoso, a quien no conocemos, nos ha desbaratado todos nuestros planes. Mal hicimos en fiar de nadie; nuestros asuntos debiéramos despacharlos nosotros mismos, sin consentir intervención.

Amelia, aterrada, se colocó delante de su padre, escudándole resueltamente. La misma actitud tomó de Brezé; pero a una orden de Soliviac los marineros se arrojaron sobre el Marqués y le sujetaron, no sin trabajo, pues era robusto y se defendía con alma.

Dorff, hasta entonces, había permanecido silencioso, como resuelto a no dar explicación alguna de su conducta y a arrostrar las consecuencias. Al ver cómo maltrataban a Renato, se adelantó entregándose.

-Capitán, estoy pronto a responder de mis hechos... Deje usted al Marqués, no tiene la menor culpa. Ruego a usted que me escuche, pero en la cámara, delante de estos señores tan sólo.

Y señalaba a Giacinto y a Luis Pedro.

Soliviac hizo una seña a los marineros, que soltaron a Renato, y, quedándose atrás, señaló a Dorff la escalera que a la cámara conducía.

Dorff bajó; le siguieron Amelia, Renato y los tres carbonarios. Apenas se encontraron en la cámara, estos se agruparon y se colocaron como formando un tribunal: Soliviac en el centro, a los lados Luis Pedro y Giacinto. A tal hora y en sitio tal, la escena era dramática.

-Es usted -dijo Soliviac dirigiéndose a Dorff- un acusado. En mi barco yo administro justicia y a nadie tengo que rendir cuentas sino a Dios. Se ha hecho usted cómplice de un criminal reo de muerte y debe usted sufrir igual pena, ya que él, gracias a usted, se encuentra libre y que su libertad nos costará a nosotros la vida. Sin embargo, antes de imponer a usted castigo, escucharemos su defensa. ¿Que tiene usted que decir en disculpa de su conducta?

-Yo diré... -intervino Renato.

-Usted no. Estoy interrogando al señor -declaró con firmeza Soliviac.

-No pretendo disculparme -declaró Dorff con énfasis-. Lo que hice lo hice a conciencia, porque tenía el derecho de hacerlo.

-¿El derecho? -exclamaron con extrañeza los carbonarios, dudando si se las habían con un loco.

-Sí, el derecho -insistió Dorff-; el derecho de perdonar corresponde al más ofendido, y a nadie de ustedes hizo ese hombre el daño que a mí. Si refiriese lo que por él he padecido, verían ustedes a dónde puede llegar la maldad humana y cuáles son los límites del dolor y del sufrimiento. La palabra no es suficiente para expresar mis martirios. Me torturó, me sepultó en calabozos donde consumí la juventud, me robó nombre y ser, y todavía, no ha muchos días, él guió la mano de los asesinos que quisieron acabar con mi triste existencia. Yo, y no otro, era quien podía perdonarle. Porque además, sépalo el capitán Soliviac, si el perdón desapareciese de la superficie de la tierra... en mi alma debía encontrarse. Mi oficio es perdonar; mi deber, impedir, aun a costa de toda la mía, que se vierta una gota de sangre. Hagan ustedes de mí lo que gusten... He dicho todo cuanto tenía que decir en mi abono.

Los carbonarios se miraron; a pesar suyo, les dominaba la palabra de Dorff, infundiéndoles respeto extraño.

-¡Qué demonios! -exclamó por fin Soliviac. -Todo eso estará muy bien y será muy lindo, pero hay ocasiones en que no se puede perdonar, porque el perdón para uno es castigo para otros. El haberse salvado ese hombre es nuestra muerte.

-Y la mía... y tal vez la de mis hijos -contestó con sencillez Dorff, por cuyas mejillas rodaban dos lágrimas.

-¡Ya lo ve usted! -gritó Giacinto-. Ea, basta ya de escuchar los desvaríos de un insensato. Lo siento mucho por esta señorita... pero es preciso concluir.

Soliviac aprobó y añadió dirigiéndose a Dorff:

-Después de todo, le creemos cuanto nos está contando... por exceso de buena fe. ¿Quién nos responde de que no es usted otro esbirro hábilmente disfrazado? Los hechos son que a usted debe su libertad ese infame.

Dorff retrocedió un paso, y con lentitud majestuosa se arrancó el sombrero, que conservaba encasquetado y bajo sobre las sienes, y se despojó del capote, cuyo cuello casi le cubría el rostro.

Descolgando después el farol de la cámara, aproximó a su semblante la luz. Los tres carbonarios lanzaron una exclamación y se juzgaron víctimas de una alucinación retrospectiva: tal era la singular semejanza. Y con veneración involuntaria, se descubrieron a su vez.


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando