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Misterio (Bazán): 09

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Misterio
Segunda parte - El cofrecillo

de Emilia Pardo Bazán


La miniatura

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En la larga plática de Amelia y Dorff con el inesperado amigo que se les deparaba se adoptó un acuerdo de importancia suma: un viaje a Francia, una tentativa de aproximación que podía influir poderosamente en su suerte. Para mayor cautela, convinieron en no verse más en Londres y reunirse en Dower, en fecha concertada de antemano.

Antes de separarse de Dorff, el joven marqués de Brezé se atrevió a manifestar un deseo. En la pared, sobre el sofá donde le habían extendido para curarle la herida, veíanse dentro de un solo marco varios medalloncitos de miniatura, rodeados de diminutas crisólitas, piedra muy usada en el siglo XVIII, que imita de un modo sorprendente el brillo del diamante. Uno de los medallones atrajo las miradas de Renato, y cuando ya se despedían, al reiterar Dorff sus protestas de gratitud, suplicó el Marqués:

-Si quiere usted ofrecerme una generosa recompensa por un leve servicio... regáleme ese retrato.

-¿Cuál?

-El de Amelia.

El medallón a que Renato señaló representaba a una dama de altiva hermosura, con el pelo en erizón; dos anchas baterías asomaban detrás de la oreja; gruesos bucles caían por los hombros; un tocado de rosas y plumas inclinado hacia la izquierda coronaba el peinado; la abertura de un jubón y un fichú blanco de muselina y encajes descubrían fresca garganta, prolongada y torneada como una columna de marfil, y el nacimiento de un seno ideal. Dorff descolgó la miniatura gravemente; puso en ella con devoción sus labios, y ofreciéndola a Brezé, en voz que velaban la emoción y la ternura:

-No es de Amelia este retrato -dijo-. Es de su abuela; de mi infeliz, de mi santa, de mi adorada madre...

Y como Renato hiciese el movimiento de rehusar por delicadeza, el mecánico añadió:

-No me desprendería de él por nadie, excepto por el marqués de Brezé, a quien ya miro como a hijo, llegue o no llegue a formar parte de mi familia, pues los sucesos de mi vida pertenecen a la fatalidad. Ahí va ese medallón de miniatura que ha descansado tantas veces sobre mi pecho. Casi me alegro de separarme de él. ¿Quién sabe si en el momento menos pensado vuelven a registrar por centésima vez mi casa, despojándome de lo último que me resta para documentar mi personalidad, de mis más caros recuerdos, de lo que constituye mi vida afectiva y moral? Más seguro tengo lo que deposito en otras manos honradas. Consérvalo también, como lo demás que te he entregado. Te recordará a Amelia; la semejanza es tal -a pesar de la diferencia de traje y peinado- que no extraño tu error.

Oculto llevaba Brezé sobre su corazón el medalloncito cuando llegó al Hotel Douglas, donde se alojaba. Su primer movimiento fue sacar la miniatura del amoroso escondrijo y cubrirla de besos, contemplándola detenida y apasionadamente a la luz de la lámpara, y a pesar de la semejanza, en verdad asombrosa, al notar que el retrato representaba una dama de hacia 1780, no pudo menos de exclamar:

-¿Cómo diablos la he tomado por Amelia? Si es a la infeliz Reina a quien se parece de un modo extraordinario.

La observación dejó a Renato pensativo, pero no tuvo tiempo de sacar consecuencias de ella; encontrábase mal, abatidísimo; su cabeza se desvanecía. La pérdida de sangre empezaba a hacer su oficio; Renato se desnudó y se dejó caer en el lecho. Su curiosidad misma se extinguía; no se sentía con fuerzas ni para hojear el manuscrito que le habían confiado. Un instinto de prudencia le movió a agasajarlo, junto con el cofrecillo, bajo el cochón de su cama. El retrato lo guardó cerca de su pecho tiernamente. El cuchillo lo dejó a su alcance.

Apenas se hubo acostado apoderose de él la calentura. Un agitado sueño, en que bullían representaciones incoherentes y fantásticas, embargó su cerebro. En medio de la postración que le dominaba, los raros sucesos de la noche anterior se reproducían desfigurados, exagerados, con el carácter peculiar de la semirrealidad de lo que soñamos, cuando las impresiones verdaderas son anormales y sobrecogen el espíritu. Veía a Amelia, vestida de blanco, rompiendo la verja del jardín para precipitarse en sus brazos, rogándole que huyesen, y sin tardanza, de Londres; a la duquesa de Roussillón, que ceñuda y airada se erguía ante la puerta de la casa de Dorff y le vedaba entrar, obligándole a que pasase por encima de su cuerpo; a Dorff, lívido, acribillado de puñaladas, caído sobre el césped del square, que se enrojecía rápidamente, extendiéndose la sangre hasta bañar la plaza entera y cundir lentamente por las calles, formando un arroyo silencioso que se derramaba en el Támesis con gorgoteo siniestro; y, por último, se veía a sí propio, luchando ansioso con la corriente del río que le arrastraba y agarrándose a un garfio fijo en el ojo del gran puente para salvar la vida. Pasados breves instantes sentía en el pecho la mordedura de un perro furioso, que laceraba su carne, causándole con sus agudos dientes dolor horrible. Instintivamente Brezé llevó la mano a la tetilla izquierda y arrancó algo que, elevado allí, era lo que le causaba el dolor. Por una mala postura, el cerco de crisólitas y el lazo de pedrería igual que formaba el copete del medallón se le habían incrustado en la carne viva.

Secas la garganta y la lengua, devorado de sed, dando vueltas, pasó Renato la noche y vio alborear el día a través de las cortinas de la ventana. Quiso levantarse, pero comprendió que no era capaz de ello. La cabeza se le iba, las piernas se negaban a sostenerle. La herida, desbaratado el vendaje, también le mortificaba; la sangre había vuelto a correr, manchando la ropa. Cuando entró el stewart a prepararle el baño -costumbre de los hoteles ingleses más modestos-, el joven Marqués le ordenó que llamase a un médico sin tardanza. Vino este al cabo de dos horas; curó la herida, que Brezé explicó, no apartándose mucho de la verdad, por un ataque nocturno de salteadores; ordenó dieta, limonadas, silencio, reposo y prometió volver mañana y tarde. Cuatro días pasaron así, en que Brezé se consumía, atado al lecho por la creciente calentura, que en algunos momentos revestía forma de delirio. Sin embargo, aun en los momentos en que perdía la razón persistía en él, oscuramente, un instinto de precaución y alarma. Deslizando la mano bajo el colchón, sentía allí el bulto del cofrecillo y del estuche de cuero; alargándola hasta el cajón de la mesita donde el stewart colocaba el jarro de limonada fresca, tocaba el vidrio del medallón, y un suspiro de alivio se exhalaba de sus pulmones. A veces, en divagaciones delirantes, soñaba que los mismos bandidos que le habían herido en la plaza le acometían para robarle el precioso depósito, y en la imaginaria lucha presentaba el pecho, creyendo así defender cofre y estuche.

El quinto día amaneció Brezé más aliviado. La cabeza se despejaba, la ardorosa sed disminuía, un sueño tranquilo cerraba sus párpados. Sucedía esto justamente al punto en que delante del hotel se paraba un coche de camino, en cuyo asiento delantero se acomodaban una rica maleta y un saco de cuero finísimo, con cerraduras y remates brillantes, blasonados por heráldica corona condal. Delante iba un ayuda de cámara grueso y rechoncho; detrás arrellanábase negligentemente un caballero de trazas muy en armonía con tan suntuoso equipaje; su capote de camino, de quíntuple esclavina, era del mejor corte, y su sombrero de felpa gris, de ala abarquillada y copa que rodeaba una cinta de cabos flotantes, merecía el epíteto de fashionable, que por entonces principiaba a aplicarse a todo lo distinguido y sellado por la alta moda.

-Atended al gentleman, recoged sus bultos -ordenó con apresuramiento el dueño del hotel, cuya clientela de pobretones lairds escoceses y de zafios negociantes de Glasgow y Edimburgo no solía adornarse con gente de tan alto fuste como el francés enfermo y el otro señor que ahora se presentaba atildado y pulcro, cual si no acabase de pasar el mar y de recorrer muchas leguas de jornada. Pidió el irreprochable viajero un departamento; no le bastaba una habitación. De descargar el equipaje se encargó el ayuda de cámara, truhán con rostro amoratado, patillas rojas y amplísima corbata de vueltas que le hacía tener la cabeza muy erguida. Apenas se encontraron solos amo y mozo en el dormitorio del primero, después de cerciorarse de que nadie escuchaba a la puerta del saloncillo que con la alcoba constituía el famoso departamento, se acercaron y dijo el servidor:

-Tenemos al pájaro en la jaula. ¿Qué se hace?

-Enterarte ahora mismo, enjaretándote con cualquier pretexto en la cocina, de cuanto le sucede al Marquesito. Desplega habilidad, ya que tan torpe anduviste en el negocio del square.

El patilludo ayuda de cámara tomó de encima del lavabo una gran jarra de loza, y con ella en la mano salió a cumplir la orden. Pedir agua caliente le serviría de natural introducción en la cocina.

Entretanto Volpetti -pues nadie sino él era el recién llegado- se quitaba el sombrero de felpa gris, se arreglaba con un cepillo el tupé a lo Chateaubriand, se miraba al espejo y abriendo el saco extraía de él una variada colección de chismes de tocador y aseo: limas, pinzas, tijeras, navajas de barba, frascos, mil cachivaches procedentes sin duda del alijo que el catalán Alberto Serra había de introducir por alto en Gibraltar.

Sobre veinte minutos estuvo ausente el ayuda de cámara, que se había presentado a sí mismo en la cocina bajo el nombre significativo de Brosseur. Traía en la diestra la jarra humeando, y para mayor verosimilitud su amo le gritó desde la puerta con acento de enojo:

-Bribón, granuja, escuerzo, ¿qué modo es este de tardar? He de romperte una pata.

Así que Brosseur se vio dentro, echada la llave al saloncillo, soltó la jarra y se frotó las manos.

-Grandes noticias. ¡Ya me lo figuraba yo! No fuimos torpes, pero muy desgraciados. El Marqués está herido y desde hace cuatro días guarda cama. No ha venido a verle sino el médico. ¡Si ya me parecía a mí que le había dado!

-¿Eso es seguro?

-Segurísimo.

-¿No ha recibido tampoco cartas?

-Nada. Me consta. He sabido preguntar haciéndome el bobo y he tropezado con un stewart que es una joya por lo necio y lo parlanchín.

-¿Y la herida ofrece gravedad?

-Creo que no. Le ha producido un poco de fiebre; pero, ¡pcht!, el diablo, que todo lo añasca, desvió el cuchillo medio centímetro del pulmón. Un rasguño; como que le vimos abandonar por su pie la casa de Dorff y tomar un cab en Wellington street.

-Bien; ahora me vas a detallar perfectamente lo que sucedió al salir el Marqués de la casa.

-Después de estarse allí dentro mucho tiempo, salió; le alumbraron hasta la puerta; había mujeres. Llegó a la mitad del square y recogió el cuchillo, que se nos olvidó allí; al hacerlo se le cayó un objeto que llevaba oculto bajo el brazo, que alzó luego del suelo; tenía la forma de una caja y produjo un sonido como de choque metálico al rebotar contra el tronco de árbol.

-Y cuando... cuando se defendió... ¿sabes si llevaba esa misma caja?

-Juraría que no la llevaba. Sus movimientos no hubieran sido entonces tan libres. No; esa caja debieron de entregársela en casa de Dorff.

Al oír esto tuvo Volpetti que reprimirse para ocultar la intensidad de su júbilo. Aquello era como si una estrella asomase en negro cielo o como viva claridad de luna que rasga los nubarrones e ilumina el paisaje enseñando el camino al indeciso viajero. Acariciando con la mano bien cuidada su romántico tupé, a lo ráfaga de aire. Volpetti señaló hacia el lavabo y las maletas y ordenó con aparente serenidad:

-Prepara todo para que me arregle y me cambie de ropa. Saca una camisa bordada, unos calcetines de seda, el frac violeta, los calzones grises. Y... con mucha cautela... mientras das vueltas por los pasillos, toma el número de la habitación del Marqués y trázame un planito de este piso principal del hotel. Estudia bien sus entradas y salidas. ¿No te han alojado aún? Trata de obtener para ti la habitación más próxima a la del enfermo, y mejor si no le falta chimenea. Hace demasiado frío aún en este diablo de Londres para prescindir de cosa tan indispensable. Ya te completaré instrucciones. Discreción y diligencia.

El satélite dejó ver una chispa de malignidad en sus pupilas y se apresuró a obedecer.


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando