Misterio (Bazán): 27
El perdón
[editar]Cuando tendían a Volpetti en el fondo de la chalupa, amordazado y reciamente atado, a bordo del Poliphéme, sobre cubierta, un hombre y una mujer intentaban el imposible de rasgar con la mirada la densa bruma que ocultaba el puerto; a los dos les latía el corazón muy fuerte; los dos levantaban el pensamiento a la esfera de lo divino. Se mantenían estrechamente abrazados, pendientes del desenlace de aquel episodio en que se jugaba su destino y en que además corría tamaño peligro su valeroso defensor. Desde la del embarque, las horas habían transcurrido con desesperante lentitud, aumentando la ansiedad del padre y la hija.
El mar, que era de fondo, batía los costados del Poliphéme y hacía cabecear al ligero brick, no obstante la sujeción del ancla.
El segundo de a bordo, envuelto en amplio abrigo de hule, manifestaba cierta inquietud; sabía que el capitán había resuelto emprender el viaje, y no encontraba que fuese favorable el tiempo, tan metido en niebla, con navegación entre dos costas y las profundas corrientes del Estrecho.
Cuando Amelia, calada hasta los huesos por la glacial bruma, empezaba a tiritar de frío, el vigilante de cuarto avisó que la chalupa se acercaba.
-¡Dios mío! -murmuró Dorff-. ¡Qué nos traerá! ¡Tened piedad de nosotros!
Momentos después, una voz juvenil, alegre, triunfadora, dominando el eco imponente del mar, gritó:
-¡Amelia! ¡Amelia!
Precipitose la niña... Ya trepaban por la escalera de cuerda los tripulantes de la chalupa, y podía verse que izaban una forma rígida, que a primera vista se tomaría por un cadáver. Depositaron la carga sobre el puente, y el capitán Soliviac ordenó que la arrimasen a un rollo de cordaje y la dejasen allí, cerciorándose antes de que estaba el sujeto bien atado. Giacinto, loco de alegría, no cesaba de repetir:
-¡Gran noche! ¡Gran jornada!
Retrato, por su parte, cogió una mano de Amelia y la besó con delirante gozo; después, precipitándose hacia Dorff; abrió su capotón y sacó y presentó el cofrecillo.
El capitán ordenó:
-¡Levar el ancla!
No se atrevió el segundo a manifestar recelos, y minutos después el Poliphéme se alejaba de las costas de Inglaterra.
En la reducida cámara que servía al Poliphéme de sala y de comedor reuniéronse los dos carbonarios, Amelia, Dorff, Renato y el capitán. Este ordenó a un marinero que trajese lo necesario para hacer ponche; todos estaban empapados, y necesitaban algo que les confortase. La fantástica luz del ron ardiendo, que vacilaba a los vaivenes del brick, iluminó los rostros, y al primer sorbo de la caliente bebida se estableció una especie de confianza repentina entre los que horas antes ni se habían visto. Con su resolución y su iniciativa de costumbre fue Amelia quien tomó la palabra para dar satisfacciones a Soliviac y a los dos carbonarios.
-Es hora de explicarnos, señores, y de decir la verdad. No somos irlandeses; somos unos pobres proscritos que buscan refugio en Francia y que necesitan no ser conocidos, porque la policía nos persigue y los poderes de la tierra nos aplastan. El hombre que han traído ustedes maniatado y su digno compañero nos habían sustraído, con infames ardides, un cofre que contenía los documentos que acreditan nuestra personalidad y nos autorizan a reclamar nombre y fortuna, la herencia de nuestra desdichada familia. Mi prometido -y Amelia dirigió al marqués de Brezé una sonrisa encantadora- se propuso recuperar esos papeles: veo que los ha recuperado, pero indudablemente ustedes han sido sus auxiliares. ¿Me equivoco?
-No, señorita -exclamó Giacinto-, la casualidad más rara ha unido nuestros intereses. El novio de usted pega fuerte, pero no sabe rematar. Si no es por mí, el pillastre del polizonte disfrazado de ayuda de cámara a estas horas habría divulgado en Dower lo que tanto nos conviene que permanezca secreto. Me vi obligado a ponerle en remojo. Ya están seguros: el uno en el fondo del mar; el otro aquí, esperando que le demos la licencia absoluta. ¡Rico ponche! Me vuelve el alma al cuerpo.
-El otro -dijo Luis Pedro- correrá la misma suerte, pero antes le interrogaremos; no es cosa de que se lleve sus secretos al otro mundo añadió con sonrisa sardónica-. Así que estemos en alta mar -por precaución- le arreglaremos en forma y le lanzaremos al agua. ¿No es cierto, señores? ¿Qué opina usted, capitán?
-No hay otro remedio, hermano -contestó Soliviac gravemente.
-Es una triste necesidad -confirmó de Brezé.
-¡No, es una ligera compensación! -exclamó Giacinto.
Amelia guardó silencio, pero su mirar centelleante de arcángel vengador refrendaba la sentencia.
Pero Dorff se levantó. Al vacilante reflejo del ponche parecía agigantarse su estatura. En honda voz habló suplicando:
-¡Nada de sangre, señores! ¡Nada de crímenes! ¡Perdón, perdón!
-¿Que le perdonemos? Ha servido ciegamente a la tiranía -contestó Luis Pedro.
-Ha perseguido a la inocencia -afirmó Soliviac.
-Ha hecho morir a mi hermano en un patíbulo -declaró Giacinto rechinando los dientes.
-Ha organizado el asesinato de mi padre -confirmó Amelia.
-Me ha engañado, me ha despojado, ha pegado fuego a mi habitación -alegó Brezé.
Y a la vez, cinco voces repitieron:
-¡Debe morir!
Un silencio imponente pesó sobre la cámara, interrumpido sólo por las ululaciones del viento y la queja del mar.
El capitán Soliviac sirvió otra ronda de vasos de estaño colmados de ponche y coronados de azules llamitas, y dijo señalando a Dorff y Amelia:
-Ustedes son nuestros huéspedes. No teman mientras estemos a su lado. Les defenderemos, pero exterminaremos sin misericordia a los malos y a los injustos.
Instintivamente, al sentirse reanimados por la confortante bebida, Amelia y el Marqués se aproximaron, entablando una plática muy dulce.
A su vez, los tres caballeros de la libertad agrupáronse, celebrando una especie de consejo, deliberación exigida por las circunstancias. Giacinto era partidario de un sistema: rodear a Volpetti los pulgares con un bramante lino, introducir en el nudo una cañita y dar vueltas, vueltas... hasta que el esbirro contase varias cosas que convenía saber. Después, una bala a los pies, otra al cuello, los brazos bien amarrados para evitar ejercicios de natación... y el baño de agua salada, a que se reuniese con su ayuda de cámara en el país de las sardinas.
Entretenidos con estos planes, no se hicieron cargo de que Dorff ya no se encontraba en la cámara. Sólo Amelia notó la retirada de su padre, y la atribuyó al deseo de descansar o de protestar, con la ausencia, de lo que allí se decidiese. Tambaleándose a causa del movimiento del barco, agarrándose al balaustre de cuerda de la escalera que conducía al puente, Dorff salió al aire libre, alzó los ojos al cielo, y después se aproximó al esbirro, que continuaba arrimado al rollo del cable, entre dos barricas. Le contempló un instante: el farol de cuarto, oscilando, tan pronto iluminaba como dejaba en sombra el rostro de Volpetti, lívido de pavor y de rabia. Al fin se inclinó hacia él. El esbirro ni aun intentaba moverse: comprendía que era llegada la hora del desquite, la hora de pagar cuentas y deudas. Dorff, en voz baja, casi al oído, le dijo con un género de extraña dulzura:
-Vengo a libertarte.
Volpetti no podía hablar, pero sus ojos revelaron sorpresa infinita.
-Oye -insistió Dorff, principiando a atacar con un cortaplumas las ligaduras que sujetaban las manos del esbirro-, te perdono para que Dios me perdone y te mando, de parte suya, que no vuelvas a pecar. Tu vida es una cadena de maldades; me has hecho sufrir tanto, que he cometido el delito de dudar de la justicia divina. Si salvas, haz penitencia. Así que te desate, escapa: aquí te matarían; arrójate al mar, y mejor para ti si la casualidad pone en tu camino un barco que te recoja. No te incorpores; ¡quieto!, aguarda.
Ya tenía Volpetti libres las manos. Dorff deshizo los nudos que sujetaban pies y piernas. El esbirro continuaba guardando silencio, experimentando la emoción del que al borde de un precipicio se siente sujeto por un brazo vigoroso. De los sentimientos que despierta el beneficio inmediato -gratitud, efusión-, ni rastro hubo en Volpetti. Endurecido por su oficio, habituado a respirar entre lágrimas, dolores y agonías, aquel hombre sólo advertía, respecto a Dorff, un desprecio irónico. «¡Valiente insensato! ¡Pues no me suelta!», pensaba. En tan crítico instante recordó su vida entera. ¡Cambiar él! ¡Imposible! Era espía por vocación. En la escuela espiaba y delataba a sus condiscípulos; novicio en los Camaldulenses, espiaba a sus compañeros de hábito; arrojado del convento por la revolución, espió a los revolucionarios; sus aptitudes, su temperamento a eso le inducían, y encontró el ambiente más propicio, porque desde fines del siglo XVIII hasta mediados del XIX, y sobre todo bajo el primer Imperio y la Restauración, han corrido los tiempos áureos de la policía secreta, y nadie escribirá la verdadera historia de ese período, porque unos cuantos polizontes geniales se la llevaron consigo al sepulcro. Cuando Volpetti ingresó en la hueste sostenida por los fondos de aquel Ministerio de policía que creó el Directorio, y cuyas vicisitudes marcan las etapas históricas sucesivas, desarrolló sus condiciones excepcionales de esbirro, infernalmente hábil para provocar a conspiradores, enredarles más y más en los hilos de su propia trama, sorprenderles, aniquilarles. Casi con desinterés, pues obedecía a las íntimas necesidades de su naturaleza, Volpetti fue, según la frase enérgica de un historiador, los ojos y los oídos y a veces el brazo del Gobierno. La lúcida ojeada de Vidocq había discernido inmediatamente las cualidades de Volpetti, su arte para introducirse donde le acomodaba bajo pretextos y disfraces, para intimar con las gentes del servicio o los amigos, y averiguar así lo más oculto de combinación novelescopsicológica, red de malla dina que envolvía al más precavido y cauto. Y es que Volpetti tenía el sello del espía natural, que trabaja por amor al arte, a todas lloras, entusiasta, con pasión maniática de coleccionista. En las esferas de la alta policía se le proporcionaron medios de acción, poniendo a sus órdenes una brigada de agentes y facilitándole dinero; a sus mañas se debía ya el descubrimiento de infinitos complots, la captura de bastantes agitadores peligrosos y el desenlace trágico de episodios como la conspiración del general Doyenne, que se suicidó en la cárcel por no arrostrar el fuego del piquete.
Compréndese que en el alma de Volpetti no cabía gratitud ni remordimiento. Al contrario, existía en el agente la convicción de que el bien es debilidad y el perdón cosa muy necia. ¡Perdonarle Dorff! ¡Con tantos años como llevaba de perseguirle! La persecución de Dorff era uno de los títulos de siniestra gloria del esbirro: era su especialidad... Nunca había sentido como en aquel momento el menosprecio invencible del hombre de acción sin escrúpulos hacia el hombre de conciencia que procede movido por impulsos éticos. Tan satánico desdén hervía en el alma de Volpetti ínterin Dorff le quitaba la mordaza y acababa de deshacer los nudos de las recias cuerdas.
Lo único en que Volpetti creía -con mezcla de superstición italiana y de ese indiferentismo estoico que surge en las almas de los que acostumbran violentar al destino y saben que el destino tarde o temprano rechaza la violencia- era en el destino mismo, en la fatalidad. Esa fatalidad acababa de percibirla desde Londres como flotando en la atmósfera; desde el fracaso, absolutamente debido al azar, del atentado contra Dorff en el square. Volpetti tenía fe en sí mismo, y suponía que cuanto malo hubiese de sucederle se originaría de descuidos o errores suyos propios: algo de que él fuese responsable. Cuando se vio sorprendido entre la niebla, paralizado su brazo, echado a tierra, vencido, dominado, amarrado sobre la cubierta del Poliphéme y esperando muerte cierta, acaso cruel, pues había reconocido, sobrado tarde, a su implacable enemigo Giacinto, se echó la culpa, por haberse entregado, en el Pez Rojo, al descuido, cuando debiera vigilar asiduamente. «¡Estúpido de mí! -pensaba-. ¡El Marqués, los carbonarios, Dorff, su hija, todos rodeándome, atisbándome... y yo sin sospecharlo siquiera... ¡Ah, Volpetti... lo que te sucede te está bien empleado, de sobra lo tienes merecido!». Esta idea era la que le hacía estremecerse de rabia mientras comprobaba la imposibilidad física de romper las ligaduras. Al libertarle Dorff cruzó por su mente un relámpago. «La fatalidad no está contra mí. Está contra él, y yo debiera saberlo. ¿No lo he comprobado mil veces? Este hombre es la demostración más clara de la fuerza del sino».
Dorff, entretanto, repetía con solemnidad la fórmula regia de los indultos.
-¡Te perdono para que me perdone Dios, que está sobre ti, sobre mí, sobre todos! De Dios que nos ve y sabe cuáles son tus delitos y el momento en que extenderá la mano para reducirte a la nada. ¡Te perdono... porque mi destino es perdonar y expiar y a ello estoy pronto! ¡Pero también te advierto que si no te enmiendas y arrepientes, ay de ti, ay de ti! No tientes más al poder sumo. ¡No creas que te librarás de él!
Sintió el agente que no le sujetaba ninguna ligadura y que su sangre empezaba a circular. Se desnudó poco a poco. Dorff le cubría con su cuerpo. Incorporándose, medio agachado, se acercó a la borda. Con rápido movimiento se lanzó a las irritadas olas. El vigilante de cuarto profirió el clásico grito:
-¡Hombre al agua!