Misterio (Bazán): 43
Ella
[editar]En la salita de una fonda que lleva al frente de su fachada, en letras negras, el rótulo Hotel de Orleans, encontramos reunidas a las cinco personas que el Poliphéme trajo a Francia desde Inglaterra. ¡Cuán variada una de ellas! Amelia no es ya aquella niña radiante de frescura y juventud que, bajo el disfraz de irlandesa, deslumbraba. Su rostro está desencajado, lánguidos sus ojos como lirios marchitos; viste de luto riguroso de pies a cabeza: el luto de su marido, Juan Vilain, que encontró la muerte precipitándose desde lo alto del torreón de Picmort al foso. Este suceso había producido en Amelia impresión profundísima, y más de una vez Renato de Brezé, que no podía soportar verla así, murmuró a su oído quejándose:
-¿Cuándo te veré de color, Amelia? ¡Envidio al muerto! Desde allá me roba algo de ti.
-Era un corazón, era todo un hombre Juan Vilain -solía responder la niña, incapaz de disimular sus sentimientos-. ¿Qué menos he de hacer que guardar su luto? Me considero su viuda... ¡No lo extrañes, Renato!
Y Renato resignábase, pero celos de ultratumba le mordían el alma.
Sobre la fisonomía de Dorff, en cambio, advertíase una transformación opuesta a la de Amelia. Diríase que le habían quitado de encima veinte años, con todo su lastre de penas y decepciones.
La alegría borraba las huellas de tanto sufrimiento, el regocijo abrillantaba los ojos y fijaba en los labios gozosa sonrisa.
-Amigos míos, mis fieles protectores -decía-, me arrepiento de haber dudado, no de la justicia divina, pero sí de la bondad humana. ¡Tarde o temprano, el corazón se inclina al bien, como el cuerpo se inclina a la tierra! ¡Hoy es el día más venturoso de mi pobre vida! Voy a recibir el consuelo supremo. Y bien lo necesitaba, porque al llegar a París todas mis heridas se abrieron. ¡Volver aquí después de tantos años y con antecedentes tales! He ido a ver la prisión de mis padres... Sí, me he atrevido. Yo soy el hombre de los recuerdos; respiro en ellos como en mi elemento natural. ¡Ya derribaron la torre! ¡Qué afán de borrar mi historia! En la parte que resta se ha establecido un convento... del cual me han negado la entrada. He rondado los palacios, y hasta he tenido el valor de pisar la sangrienta plaza en que mi madre...
Amelia se levantó y ciñó sus brazos al cuello de Dorff.
-En fin, ¿qué importa ya? -contestó él volviendo a mostrarse radiante de júbilo-. Mi destino ha cambiado. A pesar de todas las angustias de nuestro viaje, y sobre todo de tus sufrimientos, hija mía, ¡bendita la hora en que me vine de Londres! ¡Bendita mi inspiración de salvar a aquel malvado! Arriba me lo han tenido en cuenta. ¡Bendita mi idea de dirigirme a la única persona cuyo pecho debe latir a mi nombre!
Y Dorff, cruzando fervorosamente las manos, se recogió como si rezase.
-Es mi deber -añadió- que conozcáis primero que nadie mi dicha, y por eso os he convocado, amigos. Para vosotros no hay secretos. Habéis jugado por mi vida y honra, y todavía la arriesgáis, aunque creo, en vista de lo que sucede, que ya tampoco vosotros tenéis nada que temer. El sol luce en el cielo, la niebla se disipa; el mal sueño, la horrenda pesadilla se desvanece. ¡Soy dichoso! ¡Oh, qué palabra tan extraña en mí! ¡Soy dichoso!
Uno de los carbonarios, Luis Pedro, que escuchaba atentamente, fijó en el proscrito una mirada de esas que calan hondo y encierran un mundo de pensamientos.
-Esperamos, monseñor, saber en qué consiste esa dicha...
-¡Escuchad, escuchad!... Esta mañana, a cosa de las once, vino a preguntar por mí un caballero muy afable y distinguido, que tenía encargo de verme y de responder verbalmente a la carta que yo dirigí, ¿a quién diréis?
Concentrando su alma en unas palabras, Dorff añadió:
-¡A mi hermana! ¿Oís bien? ¡A mi hermana! ¡A ella!
Hubo un instante de silencio; nadie resollaba... hasta que la voz de Amelia se elevó... algo estridente:
-Según eso, ¿la señora Duquesa no sabe escribir?
-Hija mía -dijo tristemente Dorff-, ¿qué más puede hacer ella? Me envía a decir que consiente en verme...
-¿En vernos? -insistió Amelia.
-No, en verme a mí solo... ¡Hazte cargo, haceos cargo todos! ¡A ti no te conoce, de ti nada sabe; eres, en cierto modo, para ella una extraña... mientras que yo soy el compañero de su niñez, el que con ella sufrió y lloró en el duro cautiverio, soportando los ultrajes! Consiente en verme... ¿Te parece poco? ¡Yo no pido más! ¡Como que apenas me haya visto me reconocerá y me abrazará! ¡Ah, ese abrazo!
-¿Y dónde te cita? ¿En palacio?
-No... en palacio no...
-Vamos, se trata de algo clandestino...
-¡Dios mío! -gimió Dorff-. ¡Cómo me estáis envenenando este primer sorbo de agua pura! ¡No podéis leer en mi atormentado espíritu! Yo no aspiro a reivindicar mi puesto. La ambición, ¡qué necedad! Yo quiero tan sólo que se me abran unos brazos donde dormí de pequeñito. ¿Qué importa reinar? Esa ilusión no me ciega... Yo quiero, sobre todo, recobrar mi nombre; quiero que, al calor de los besos de mi hermana, desaparezcan los espectros que llevo aquí, bajo la frente... ¿Soy un mísero loco? ¿He soñado todo cuanto pienso que me ha sucedido? Ella, ella me lo dirá.
-Pero, padre -objetó Amelia-, ¿cómo es posible que te acometan tales dudas? ¿No tienes en tu poder las pruebas, los papeles? ¿No eres el primero en evocar memorias, a multiplicar testimonios, a enlazar hechos? ¿No te han reconocido ya, llorando, los fieles servidores, esa madama Rambaud que meció tu cuna? ¿No fuiste tú mismo quien recordó a esta señora que el traje de terciopelo azul que estrenaste en Versalles te venía estrecho en las mangas y por eso te lo quitaste en seguida? ¿Y al oírlo, no exclamó ella sollozando y arrodillándose: «¡Aquí está mi príncipe, aquí está mi rey!»?
-Pues con todo eso, Amelia -balbuceó Dorff-, yo, yo, yo mismo no tengo fe. Mi historia me parece demasiado novelesca para caber en los dominios de la realidad. ¡Puedo ser un pobre iluso, un insensato más entre esa cohorte de falsos delfines que por doquiera pululan en Francia! Hay los papeles, sí... pero pueden haberlos depositado en mis manos con un fin que no se me alcanza; al propio Montmorín, aquel héroe de la lealtad, pudieron engañarle. Los papeles auténticos... ¡y yo, un miserable!... Es la terrible idea fija que, no siempre, pero por momentos, cuando menos lo quisiera, vuelve a mí.
Amelia cruzó con Luis Pedro y con Renato de Brezé una mirada de indefinible inquietud.
-Lo único que me curará, con la medicina de la certidumbre -continuó Dorff-, es ella, es su presencia, de la cual tengo sed toda la vida: porque ella es lo que resta de mi verdadero pasado, de la primera parte de mi existencia, en abierta contradicción con la segunda. Que la oiga yo gritar una sola vez: ¡hermano mío! y de mi mente se borrarán los fantasmas y creeré en mí mismo firmemente.
-¿De suerte, monseñor -intervino Renato de Brezé asustado por la agitación nerviosa del mecánico-, que, no siendo para palacio la cita, vendrá aquí Su Alteza?
-No... ¡aquí no! ¡Hemos concertado reunirnos en el parque de Versalles, el sitio donde tantas veces habremos jugado juntos! Según parece, mi hermana acostumbra, desde que empezó la primavera, ir de vez en cuando a Versalles a pasar una semana rezando y haciendo bien. ¡Ah, mi hermana es un ángel; yo digo que, a pesar de las influencias que la rodean, es un ángel! ¡Han querido degradarla, endurecerla, falsear su recto juicio... pero no lo han logrado! Sí, en Versalles es donde nos abocaremos dentro de seis días... el jueves próximo. Yo entraré por la parte exterior de la tapia: la encontraré en el bosquecillo de Apolo, siempre reservado para el público, que, además, sólo puede visitar el parque los días de fiesta. De todo me han enterado bien. ¡Tengo fiebre y seguiré teniéndola! ¡Ya sé que el primer movimiento será confundir nuestros alientos y mezclar nuestras lágrimas! ¡Todavía no hemos llorado juntos por nuestra madre!
Amelia se cubrió el rostro con el pañuelo, Luis Pedro, a su vez, contraídos los delgados labios por una mueca amarga, tomó parte en la conversación.
-Y... ¿nada más, monseñor? -preguntó-. ¿Todo se reducirá a ese abrazo fraternal?
-¡No! Ella misma -dijo Dorff- quiere enterarse de los papeles que acreditan mi personalidad y que llevaré allí, en unión del manuscrito...
Si una bomba hubiese caído en la estancia no harían movimiento de terror más acentuado los circunstantes ni saldría de sus gargantas la voz más ronca por el susto.
-¡Los papeles! -repitieron los cuatro- ¡Los papeles!
-¡Los papeles, nunca! -protestó Amelia.
-¡Eso es una celada indigna! -afirmó Luis Pedro.
-¡Una ratonera! -exclamó Giacinto-. ¡Ah, bandidos, ya saben lo que se nacen!
-¡Señor, esos papeles, esos inestimables documentos, que tanto nos han costado, sólo deben exhibirse ante la justicia, en un tribunal público! -imploró de Brezé-. ¡Señor, sospecho que lo único que se persigue y busca son esos papeles! ¡Y cuando los tengan nada podremos contra ellos! ¡Cuando los tengan, el mecánico Dorff no poseerá prueba alguna indiscutible de su verdadero ser!
-No indiquéis siquiera que mi hermana es capaz de tal infamia, porque creeré que vosotros y sólo vosotros sois los malvados -exclamó Dorff rojo de cólera y trémulo de pena-. ¡En esta cuestión no recibo consejos ni lecciones de nadie! ¡De nadie! ¡Es asunto entre Dios y yo! ¡Entre el huérfano y la Providencia! ¿Lo oís? ¡Nada con los hombres! ¡Nada con los que se dejan guiar por la necia sabiduría del mundo! ¡Me impongo, mando; ahora soy rey! ¿Os enteráis? Los papeles me pertenecen, como me pertenece mi vida. Si mi hermana, al verme, prescinde de pruebas materiales... ¡ah, cuán feliz seré! Pero si duda, si niega, entonces ¡qué dicha también, qué amarga y satánica dicha!, poder arrojarla al rostro esos testimonios y decirla: «¡Adiós para siempre, nuestra madre te maldice!».
Y Dorff prorrumpió en una risa acerba, de esas que acaban en ataque nervioso, mientras los testigos de esta escena bajaban la cabeza subyugados y resignándose ya.
-¡Renato de Brezé, hijo, espero que tú me obedecerás gustoso!... El jueves por la mañana han de estar en poder mío esos papeles. ¡Si no me los devuelves, me empujarás a la desesperación!
Y Dorff, levantándose, abandonó la salita. Los cuatro interlocutores, al verse solos, desahogaron sus impresiones funestas.
-Renato -suplicó Amelia-, ¡sálvale a pesar suyo! No se los entregues; que permanezcan en el sitio segurísimo donde los habrás ocultado.
-¡Y tan seguro! -suspiró de Brezé, cuya consternación era evidente-. Mi amigo Gontrán de Lorne los guarda en el cofrecillo, creyendo que se trata de una correspondencia amorosa muy comprometedora e ilícita. ¿Hay polizonte que tal adivine? ¿Quién piensa en ese calavera, en ese aturdido amable, que es, sin embargo, hombre reservado y de honor? ¡Respondo de los documentos mientras se hallen en poder de Gontrán de Lorne! Pero si tu padre los reclama, Amelia de mi alma, ¡yo no puedo negárselos! ¡Árbitro es de su suerte y de la nuestra también! Aquí los tendrá el día en que los exige.
Los dos caballeros de la Libertad, entretanto, hablaban en voz baja. Después de una viva conferencia, adelantose Luis Pedro:
-Caballero de Brezé -dijo el carbonario-, sepa usted que yo he nacido en Versalles, que me he criado en el castillo, pues estuve algunos años empleado en las caballerizas. Vive aún en Versalles una hermana mía, hija también de la pareja de pobres buhoneros revendedores que allí acabaron por fijar su trashumante comercio. Digo todo esto, porque Giacinto y yo acabamos de formar un plan que tal vez pueda ser útil en las circunstancias que a atravesar vamos. ¡No es cosa de que nos quedemos así, cruzados de brazos, en el momento, a mi ver, de mayor peligro!
-¡Bondadosos amigos!... -exclamó Amelia, tendiéndoles ambas manos.
-No, señorita -contestó Giacinto, a quien las amabilidades en una mujer hermosa trastornaban siempre-, ¡no tenemos de bondadosos ni pizca! Si lo fuésemos, usted todo se lo merecería, porque es usted una criatura bajada del cielo, y eso de vestir el luto de un pobre aldeano la honra a usted tanto, que yo soy capaz de dejarme atenacear por usted. Pero el caso es que no se trata de eso, ¡quia! Miramos por el pellejo propio; en el momento en que se apoderen de los papeles y no tengan que temer cosa alguna, ¡verá usted nuestros pescuezos! Luis Pedro y yo, por medida de prudencia, vamos a tratar de contrarrestar los deplorables efectos de esa borrachera de perdón, de ese... acceso de generosidad que le ha entrado a monseñor, su padre de usted. Y además, ¡todo se ha de decir!, también nosotros, señorita, tenemos pendientes nuestras cuentas con gente que de seguro danza en este nuevo episodio. ¡Especialmente yo! No conviene jurar... pero juro que la mano de aquel a quien le he jurado que morirá a las mías es la que ha enmarañado los hilos entre los cuales se enreda su padre de usted... que ojalá tuviese de desconfiado lo que tiene de cándido, después de tanta y tanta prueba como posee de que el mundo está lleno de fieras y de malos bichos.
-En eso no estamos conformes -objetó Luis Pedro-. Las manos que han enredado estos hilos son más blancas y más aristocráticas que las del esbirro, por mucho que se las lave, pula y enjabone. ¡Complot hay aquí y complot inicuo, tal vez tramado a espaldas de la misma Duquesa, cuyo nombre puede servir de añagaza y cebo para sacar a la luz los papeles; pero el complot viene de arriba, de muy alto! A hacer lo que podamos... a prevenir, si cabe, y si no, ¡por lo menos a castigar!
Y el amarillento y fosco semblante del carbonario adquirió de repente una expresión que varias veces había notado en él Amelia, y que le prestaba cierta trágica hermosura.