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Recuerdos del tiempo viejo: 1

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«Al egregio poeta» -Don José Velarde- en prenda de amistad y agradecimiento

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José Zorrilla — Barcelona, 1. de enero de 1881

I. El poeta Zorrilla

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Era la tarde del 15 de febrero de 1837. En el cementerio de la puerta de Fuencarral, un numeroso concurso se apiñaba en derredor de un joven desconocido, delgado, pálido, de larga cabellera y expresivos ojos, que, acongojado y convulso, leía, ante un féretro adornado con una corona de laurel, una sentida poesía.

El concurso lo formaba todo el Madrid artístico; el féretro encerraba el cadáver de Larra; el poeta era Zorrilla.

Aquella tarde fría y nebulosa fué solemne; vió la conjunción de dos crepúsculos. Un sol se alzaba en el oriente de la literatura al hundirse otro sol en el ocaso.

A los desgarradores acentos de «La noche buena del poeta», de Fígaro, último canto del cisne moribundo, cuyos ecos aún estremecían el aire, se unieron los acordes del arpa de Zorrilla, primeros cantos de la alondra al alba.

España, al perder al más grande de sus críticos, encontró al más popular de sus poetas.

Desde aquel día, la Fama fatigada va dando a todos los vientos el nombre del vate inmortal. Desde aquel día, sus estrofas sublimes palpitan en todos los labios, y, como la voz divina, despiertan la inspiración en el alma de la juventud y la lanzan a la vida del arte.

Poeta formado de las entrañas de su pueblo, sus ideas, sus sentimientos, aunque universales por lo que tienen de humanos, son ante todo españoles; tanto que, al vibrar su lira, nos parece escuchar el acento de la patria.

Vario y múltiple en sus concepciones y en la manera de expresarlas, ora arrebatado, elocuente y profundo, ora tierno, sencillo y vulgar, siempre ameno, siempre inesperado, siempre poeta, pulsa todas las cuerdas y se reviste, como Proteo, de todas las formas para llegar a todos los corazones.

Tiene su poesía algo de la ola que se hace espuma, de la luz que se quiebra en colores, de la flor que se disuelve en aroma, algo, en fin, de lo bello, inmaterializándose para confundirse en lo infinito; y es, que así como la larva ha de trocarse en mariposa para volar, la poesía ha de espiritualizarse para subir al cielo, que es su patria verdadera.

Hay una poesía que jamás envejece, que no puede morir, que halla eco en todas las almas y hace latir al unísono todos los corazones; lenguaje universal que entienden el niño y el viejo, el ignorante y el sabio, y es la poesía de la naturaleza.

Y la naturaleza es la musa de Zorrilla, le da sus colores, le presta sus armonías y encarna en sus versos que nos repiten los gemidos del lago, las endechas del ruiseñor, los estremecimientos del trueno, y nos pintan la nube que se tornasola, la espuma que bulle y el árbol que florece.

Zorrilla ha sido anatematizado por los retóricos, que jamás han previsto a los poetas ni los han comprendido, preciándose de las medianías que siguen sus reglas y odiando al genio que las deshace. Siguió cantando el poeta y cayeron en el olvido las odas ampulosas, frías y limadas, y surgió la poesía del sentimiento y se ensancharon los horizontes del arte.

¡Siempre la misma lucha entre el sabio y el poeta, y siempre el poeta vencedor!

Las murallas que guardan lo desconocido son de cristal para el genio que penetra en el fondo de lo insondable. La obra del sabio es perfectible, la del genio perfecta; aquél aprecia los pormenores, éste abarca el conjunto; el uno halla, el otro crea; el sabio, para meditar, se inclina hacia la tierra; el poeta , cuando canta, mira al cielo; y es que el uno no va más allá de lo humano, y el otro se remonta a lo divino.

Zorrilla venció. Hoy todos le respetan. Ni la envidia le muerde, pues ni arrastrándose puede escalar la montaña de laureles que le sirve de pedestal.

¿Y cómo no respetarle, si las doradas ilusiones, los dulces recuerdos y los sueños juveniles de nuestras dos últimas generaciones, están iluminados por el fuego de la inspiración del gran poeta? Sí; sus versos fueron lo primero que balbucearon después de las plegarias maternales; y aquellas impresiones, como el troquel en el metal, han dejado un sello imborrable en las almas.

Poeta de la tradición, a su mágico acento, los héroes castellanos se alzan de sus sepulcros de piedra apercibidos al combate; desfila la comunidad por el claustro sombrío de la gótica abadía, salmodiando sus preces al rayo misterioso de la luna; aparece el castillo feudal entre los riscos y breñas de la montaña; se coronan de arqueros las almenas, suspira la hermosa castellana al escuchar la enamorada trova; baja rechinando el puente levadizo para dar hospitalidad al peregrino, y el terrible señor de la horca y cuchillo apresta su mesnada o se lanza venablo en mano, azuzando la jauría por el bosque enmarañado, persiguiendo al colmilludo jabalí. Ahora surgen la tapada, el rodrigón ceñudo, la dueña mediadora y el doncel galanteador; ahora se acuchillan en la tortuosa callejuela dos rondadores de una misma dama, a la luz mortecina de un retablo, o bien de la zambra, y el sarraceno corre la polvora, y, como el sol entre nubes, asoma al calado ajimez la hermosísima sultana esclareciendo el día con la luz de sus ojos.

¡Qué poder el del genio! En vano curiosos eruditos e historiadores concienzudos se afanan en dar a conocer el verdadero carácter de Don Pedro de Castilla, en probar la muerte del rey Don Sebastián en el inhospitalario suelo de África, y en negar la vida borrascosa de Mañara, o sea de D. Juan Tenorio.

¿Quiénes les han de creer? Para el pueblo, para todo el mundo, no hay más Don Pedro de Castilla que el del Zapatero y el Rey, ni otro Don Sebastián que el de Traidor, inconfeso y mártir, y D. Juan Tenorio fué sevillano y mató al Comendador, y amó a D.a Inés, y cenó con los muertos y se fué a la gloria; porque no ha habido, ni hay, ni habrá jamás verdades más creídas, más amadas y más libres del olvido que las creaciones del genio.

Las obras de Zorrilla vivirán siempre. El fuego de la inspiración, que algunos creen fuego fatuo, es como la lava que se endurece y adquiere la consistencia del bronce para resistir al tiempo. A más, que la mano del «Cristo de la Vega», al desclavarse para jurar, decretó la inmortalidad de nuesto poeta.

¿Cómo premia la patria los merecimientos de su esclarecido hijo?

Hoy que la edad le agobia y el trabajo le fatiga, le ha retirado la modesta asignación con que vivía y lo ha abandonado a la miseria, sin duda para que ciña a un tiempo a sus sienes la corona de laurel de la poesía y la de espinas del martirio.

José Velarde



Parte 1

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Parte 2: tras el Pirineo

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Parte 3: En el mar

I - II - III - IV - V

Allende el mar

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