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Recuerdos del tiempo viejo: 49

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Tercera parte de Recuerdos del Tiempo Viejo
de José Zorrilla


III

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El 18 de junio corríamos hacia los Llanos de Apam el erudito conde de la Cortina y yo, en un coche viejo tirado por cinco caballos jóvenes, casi potros. El conductor y seis criados montados que nos escoltaban, vestían sendas chaquetas y calzoneras de cuero, y sombreaban sus rostros bajo los anchos jaranos, que vienen a ser los sombreros de nuestros picadores de toros.

A las siete de la mañana cruzábamos a galope la famosa villa de Guadalupe, cuyo magnífico santuario no pude ver más que de refilón. Mucha piedra, mucho enverjado y un pozo del cual sacaban con un caldero encadenado y bebían con ansia muchos indios un agua amarilla, que dicen que cura las fiebres. Después una llanura arenisca, orillas de la laguna de Tezcoco, y después un camino real de liebres trazado en la arena y socavado en los tepetatales por las ruedas de los carros que diariamente conducen a la capital el pulque, que allí sustituye al vino. Los Gobiernos de Méjico no se habían ocupado de reparar las carreteras abiertas por los españoles; y esta incuria, imperdonable en otro país, era allí por entonces facilísima de comprender. El indio camina siempre a pie y carga los objetos de su tráfico en burritos casi enanos; no necesita para nada las carreteras: no hay mejicano que no tenga caballo, y como éstos no van herrados y marchan con inconcebible seguridad por los más ásperos terrenos, por eso la raza blanca, que lo es de jinetes, no las echó mucho de menos; la que nosotros seguíamos siguió, pues, llamándose carretera de los llanos; pero sólo existía de ella el rastro que el lucrativo tráfico del pulque no había podido perder.

A cada cuatro leguas encontramos una remuda; cinco potros de tiro, algunos a medio domar, que una vez enganchados partían como venados perseguidos por una traílla, y seis para nuestros criados, que levantaban en torno nuestro una nube de polvo, del cual íbamos cubiertos al fin de la primera posta. No me pareció muy satisfecho el conde de aquella manera de viajar, y al arrancar los caballos con nosotros, no dejaba de manifestar en su semblante cierta inquietud, que pronto se disipaba.

—¿Por qué viajamos con tal rapidez? —le pregunté por fin.

—Es costumbre de la casa —me respondió—. Mi primo, el propietario de la hacienda a donde vamos, tiene la manía de no emplear más de seis horas para las diez y ocho leguas que le separan de Méjico, y tiene en su caballerizas y en sus potreros un sinnúmero de caballos que no hacen más que este servicio. Si nosotros llegáramos media hora más tarde de la que él les ha fijado, los criados llevarían un rapapolvo. Sólo puede excusarles el reventar sus caballos en el camino.

Y seguimos corriendo hasta dar en el llano y con la pirámide de Cholula, monte hecho a mano, como dicen los indios. Tienen éstos esta pirámide en gran veneración, como obra de sus mayores; y las dos supersticiones, india y católica, con las cuales han amasado su religión de hoy, atribuyen a aquel montecillo, hoy con la cruz coronado, un enjambre de leyendas, todas basadas en un tesoro que bajo ella existe. En las Américas españolas, todas las tradiciones se reducen a esto: oro enterrado. Todo individuo vulgar de nuestra raza cree y espera que la fortuna por la lotería, o la ciega casualidad en el seno de la madre tierra, le ha de procurar un tesoro: oro llovido u oro enterrado; y lo esperamos corriendo toros y cantando peteneras, hasta que nos cantan el último gori gori los curas de la parroquia bajo cuya jurisdicción eclesiástica morimos; y tal vez vamos, andando el tiempo, a aumentar el número delos tesoros enterrados, si a los prepósteros se les antoja interpretar sabia y prehistóricamente la inscripción semibárbara puesta en nuestro sepulcro por un amigo ignorante o por un sacristán con pretensiones de bachiller.

Seguíamos corriendo: a las once menos cuarto entrábamos en Otumba, Ozompam, en la lengua del país. Es un poblado de mal caserío, con una iglesia y una plaza. Once años he andado por allí después, y todavía no he concebido cómo y dónde se dió la famosa batalla de Otumba.

Y seguimos corriendo, y entramos en Ajapusco, cuyo cura, descendiente del famosísimo cura Hidalgo, primer guerrillero de la emancipación mejicana del dominio español, se nos agregó para ir a la hacienda, por ser quien debía decir en ella la misa del día siguiente; y de cuyo cura, como tipo de algunos de los de aquella tierra, diré algo más adelante.

Y seguimos corriendo, y a las doce menos minutos llegamos a los linderos de la hacienda de los Reyes, a los cuales vimos salir a recibirnos sus dueños, sus hijos y sus convidados; las señoras en dos carruajes, los hombres jinetes en sus cenceños caballos y ataviados con todo el oro, la plata, la seda y el cuero guadamacilado de que se componen los trajes y arneses de los jinetes mejicanos. La presentación fué tan breve como cordial; la hospitalidad de las haciendas no tiene restricción: colocáronnos al conde y a mí en la carretela de las señoras, y dada por el dueño la señal de partir… ¡partimos!

Dejábame yo arrastrar por aquella tromba, sin darme cuenta ni tener conciencia de mí mismo, y sin dar a las señoras la más mínima muestra de mi proverbial galantería; doblamos un ángulo y pasamos un puente con una velocidad vertiginosa, y aún pensaba yo con asombro en aquel quiebro, en el cual la fuerza centrífuga debiera de habernos descarrilado o volcado, cuando entramos en el patio de la casa al son de las campanas, al estallido de los cohetes y de los petardos, de la gritería de los indios, los ladridos de los perros y los vivas de los criados y familiares.



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Parte 3: En el mar

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Allende el mar

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