Recuerdos del tiempo viejo: 82
VIII
[editar]La intervención de los embajadores tuvo mal éxito con González Ortega; el general Berriozábal y los extranjeros que se armaron, velaron toda la noche, y al amanecer del 25 comenzaron a entrar en la capital las avanzadas de los constitucionales, las blusas rojas de Aureliano Rivera. Ortega, general en jefe, Zaragoza, cuartel-maestre, y Santos Degollado, se apresuraron a entrar tras ellos para evitar desastres; pero por pronto que este último acudió a la imprenta y redacción del Diario de Avisos, periódico reaccionario que contra él si había ensañado, no pudo evitar el asesinato de su propietario, Vicente Segura Argüelles, joven aún y muy conocido en los círculos literarios mejicanos. El general constitucionalista impidió que se ultrajara su cadáver, y el sentimiento que por tan desventurado suceso manifestó, le atrajo la simpatía universal.
Los generales hicieron repicar las campanas hasta la puesta del sol, como se había hecho a la vuelta de Miramón, y dispersaron a cintarazos algunos grupos que increpaban a las monjas, cuyos esquilones permanecían mudos. Dieron un bando que condenaba a ser pasados por las armas, sin más procedimiento judicial, a los que robaran el más mínimo objeto de pertenencia ajena, y fueron fusilados tres en la plaza de Santo Domingo, siete en la de San Pablo, y dos amanecieron el 6 colgados en los faroles de la Plaza, con un cartel al pecho que decía: «Por ladrones». Se publicaron entre salvas de artillería las leyes llamadas de la reforma, expedidas por el Gobierno juarista de Veracruz, la tolerancia de cultos, exclaustración de regulares, refundición de las monjas, nacionalización de los bienes eclesiásticos y celebración del matrimonio civil.
El Arzobispo publicó una circular declarando a éste concubinato; y mientras el santo Prelado protestaba, fueron llegando los ministros de Juárez, Melchor, Ocampo e Ignacio Lallave, y el 31 oyeron solemnemente misa las tropas, con la formación y músicas prescritas por la Ordenanza. El 1.° de enero del 61 hizo su triunfal entrada el ejército federal por medio de las calles, colgadas y enfloradas, e interrumpidas con arcos de triunfo. Más de seis horas duró el paso por ellas, de la comitiva más numerosa que tras sí había llevado en Méjico la bandera tricolor, y trascurrió aquella noche entre iluminaciones, bailes y serenatas.
El nuevo Gobierno, haciendo oídos de mercader a protestas y reclamaciones, estableció la absoluta independencia de la Iglesia y del Estado, prohibió todo culto exterior, el derecho de asilo de los templos, la asistencia oficial de los empleados civiles a los actos religiosos, la salida del Viático con campanillas y luces, el juramento, etcétera, etc., etc., y destituyó, en fin, a todos los empleados del Gobierno anterior, de los cuales decía desdeñosamente El Siglo XIX, periódico dirigido por Zarco, después ministro de Juárez: «Apenas ha habido quien oiga los clamores del hambre de esas pobres gentes que nada valen, pero que han contribuído a nuestros males tan pasivamente como los tinteros y las plumas de las oficinas.»
El que esto escribe se paseaba por Méjico, y a veces con el embajador D. Joaquín Pacheco, que veía con asombro realizarse tan tranquilamente en un país católico tan radical revolución; y yendo y viniendo de la quinta de Goicoechea a la ciudad, y de ésta a aquélla, sin que nadie le frunciera el entrecejo ni por español ni por poeta religioso y católico; y yendo y viniendo nuestro embajador a visitar señoras desde San Cosme a la ciudad, y desde la ciudad a San Cosme, se nos vino encima desde Veracruz el mismísimo presidente Juárez, que llegó a Guadalupe el 10, y después de ser allí recibido por el Ilmo. Sr. Pardío, su particular amigo, hijo su entrada oficial el 11, organizó definitivamente su Ministerio, y aquí fué Troya. El 12 desterró de la república, en el término de ocho días, al embajador de España, a los ministros plenipotenciarios de Guatemala y del Ecuador, y al Nuncio apostólico, Mons. Luigi Clementi, quien andaba, según el vulgo, muy bien hallado en aquel país católico, apostólico y romano, derramando a manos llenas gracias, indulgencias y privilegios, a cambio de derechos establecidos y de ofrendas piadosas de devotos creyentes y de opulentas devotas. Vox populi… que puede errar a pesar de la mitad no escrita de este proverbio latino.
Quedóse absorto mi buen maestro y protector, el famoso jurisconsulto D. Joaquín Francisco Pacheco, al recibir la orden de Juárez a su nombre de bautismo, sin tratamiento alguno de embajador, de cuyo alto carácter había venido investido; pero ésta era la consecuencia de haber pasado por Veracruz, sede presidencial de Juárez, como D. J. F. Pacheco, embajador de Miramón, presidente en la capital.
Pacheco no tuvo tiempo de exponer su embajada a Miramón, porque éste tuvo que fugarse, y Juárez no se la quiso oír, porque suponía que era para Miramón. Hubo, pues, que tomarlo a broma, y haciendo las maletas, fuimos su amigos a despedirle, y partió nuestro embajador en el mismo carruaje con Mons. Clementi, y tras él partieron asimismo desterrados el señora Arzobispo y varios Prelados y canónigos que, más o menos voluntariamente, los acompañaron; y dícese que no fué muy cariñosa la recepción que les hizo el pueblo de Veracruz, instigado por un italiano que dirigió al Nuncio en su rica lengua patria un discurso imposible de ser reproducido por el más hábil taquígrafo, ni traducido por el mejor profesor de ambas lenguas.
Tal pareció la embajada de Pacheco vista desde allá, que era donde yo estaba y desde donde yo la veía; vista desde acá, yo no sé lo que pareció; pero no era posible cargar a nadie con la responsabilidad de tal éxito en aquel país, a cuya revolucionaria política se pensaba ya poner dique con una intervención europea.