Recuerdos del tiempo viejo: 45
IV
[editar]No hay peligro ni posición desastrosa con que el hombre no concluya por familiarizarse, como sean duraderos. El Withe, sin amarras ni anclaje que por costados ni proa le sujetasen, y cuyo casco de hierro, enlamado de verde légamo, ofrecía al agua su vientre resbaladizo y glutinoso, comenzó a balancearse de babor a estribor y de estribor a babor, con esa regularidad matemática de un inmenso y doble metrónomo, cuyas varillas eran los dos palos de su envergadura. Comenzamos a no poder mantenernos en equilibrio sobre cubierta, y a oír rodar por los camarotes y huecos del buque cuantos trastos y utensilios móviles en su cavidad contenía; y aglomerados pasajeros y tripulación en el entrepuente, comenzamos a descomponernos, asiéndonos unos a otros, dando con nuestro peso mayor y más desigual movimiento a la nave, quedando sólo en la línea céntrica de proa a popa el capitán Lees y algunos marineros; los demás rodábamos a pesar nuestro desde los centros a las barandas, en medio de las imprecaciones de los unos y las carcajadas de los otros, porque nada hay serio en la vida humana que no tenga algún ridículo y risible por donde contemplarse. Aquel insoportable movimiento nos obligó a sujetarnos a cuanto inmóvil pudimos ceñirnos; y a voces los lejanos, y directamente los que en asideros céntricos nos manteníamos, entablamos con Mr. Lees una confusa discusión, de la cual salió la siguiente resolución.
Que aguardando al buque correo inglés, que no podía menos de pasar a la vista en un término breve, se arrancaría una de las doce columnas de hierro que unían la cubierta del centro con la superior, y se tratar forzar y taladrar el hierro por una punta, sustituyendo con ella, como mejor se pudiese, el émbolo roto, que no esa posible soldar. Si el correo inglés no nos remolcaba, el émbolo improvisado nos haría marchar, por poco que fuese, hacia Veracruz. No hay esperanza, por loca que sea, que no se acoja en tales situaciones como una segura prenda de salvación. Armóse, pues, una fragua mientras la columna se desencajaba, y comenzóse la faena, tocando a cada cual por turno, pasajero o tripulante, excepto las señoras, el sostener el hierro, atizar el carbón y dar al fuelle incesante impulso. Maravilloso agente de la alegría es la esperanza, y la operación empezó al amanecer con la más expansiva algazara, sin que a nadie le ocurriera que antes de poder forzar el hierro de la columna, íbamos a gastar el carbón y, que cuando tuviéramos émbolo, si a tenerlo llegábamos, no tendríamos vapor. La operación y la esperanza duraron cuarenta y seis horas, al cabo de las cuales, forjado y taladrado un cabo de hierro, unido con un pasador al encaje inferior, y sujeto el otro cabo con gruesos alambres al anillo giratorio de la maza superior del émbolo, se dió fuego a la caldera, y después de otras cuatro horas de espectativa, el Withe rompió lentamente las ondas, cesando en su insoportable movimiento de metrónomo al tornar a su impulso de avance sobre le tranquilo golfo. Eran las once de la mañana del sexto día de mar.
Estábamos todos cansados del trabajo y de la vigilia; y fiándonos a la vigilancia del infatigable capitán, nos recogimos casi todos a nuestras literas, en busca del sueño reparador que necesitábamos tras tanto afán y tan insólita fatiga.
A las seis llamó la campana a comer: el capitán anunció que comeríamos en un solo plato los dos condimentos que se nos servirían, porque la mayor parte de la vajilla se había roto, y nos tenía que poner a ración por escasez de víveres; pero nos la daba doble de wisky, ron y azúcar, para que pudiéramos hacer ponche con que hacer bien la digestión y conciliar el sueño.
El peligro de los arrecifes quedaba ya muchas millas detrás; hacíamos más de dos por hora, y habíamos llegado a hacer seis en dos en que el capitán había tendido las velas al soplo de unas brisas, que habían atravesado el golfo durante la noche como gaviotas desperdigadas. El Withe seguía su marcha lenta, pero constante, a la luz de la menguante y biscorne luna, que corría por el espacio azul sobre la frente desmelenada de la invisible Diana. El capitán, la tripulación y los pasajeros dormíamos en las hamacas y las literas, conducidos y guardados por el contramaestre, el timonel y el vigía sobre cubierta, y el maquinista y el fogonero al pie de los ardientes hornillos y de la rugiente caldera. Rayaba el alba del octavo día; el calor sofocante de aquel clima hacía rato que nos tenía desvelados, y hablábame García-Conde de sus hijas, de su mujer y de su casa, como un hombre honrado y feliz que era en el seno de su numerosa familia y en el retiro de su doméstico hogar. Había algo del patriarca antiguo en la venerable cabeza, en la confidencial conversación y en la historia íntima de aquel general mejicano que había alcanzado aquellos tiempos en que en su país se prestaban cien mil duros sin recibo y se casaban los hijos para sostener la palabra del padre. Escuchábale yo tan embebecido como melancólico; yo, que no había vivido nunca con mis padres; yo, cuyas hijas se habían convertido en ángeles antes de llegar a ser muchachas; yo, en fin, que iba solo y descorazonado a vivir entre desconocidos y con esperanza de morir desconocido en un ignorado rincón.
El recuerdo de aquella conversación con aquel padre feliz de tantas hijas honradas, a quienes después conocí, es uno de los puntos luminosos que brillan en el abismo confuso de mi ya casi entenebrada memoria. ¡Ojalá haya caído la bendición de Dios sobre aquel venerable anciano, y sobre aquellas santas mujeres y sobre sus nietos, a quienes dejé en mantillas! García-Conde hablaba y yo escuchaba, como aquel monje de la religiosa leyenda que escuchó cien años a un pájaro del paraíso, cuando una quietud repentino atajó la marcha del buque, cesando en él el ruido y la trepidación, como cesarían en su pecho los del corazón de un hombre a quien un aneurisma repentinamente matara. Se había vuelto a romper el émbolo, y el Withe volvía a su insufrible movimiento de metrónomo. Tornamos a cercar al capitán, y tornamos a invocar el auxilio de su ciencia; pero la determinación era ya más difícil de tomar; la máquina no tenía compostura para la cual bastaran los medios de que podíamos disponer.
Mr. Lees se paseaba con la cabeza baja y los brazos cruzados, buscando en su cerebro un pensamiento y en su boca una palabra que inútilmente deseaba manifestar y decir a los que, angustiados de él, los esperábamos, mirándole ir y venir desde el palo mayor al trinquete y de éste a aquél, mientras sus marineros de distintas razas y colores callaban o fumaban de pechos sobre las barandas, escupiendo inactivos al mar, sobre cuya superficie no podían ya hacer deslizarse aquel cascarón que flotaba inerte como un viejo salmón a quien los pescadores hubieran cortado todas las aletas y nadaderas de lomo, vientre, quijadas y cola.
Pasaba el tiempo, y a nadie le ocurría nada oportuno, útil o consolador; los ojos de los marinos se encapotaban bajo los fruncidos entrecejos, los de las mujeres se arrasaban de lágrimas, y los de los viajeros buscaban los del capitán, que continuaba sus vueltas de león enjaulado sin permitir que las de nadie se fijaran en sus pupilas, clavadas tenazmente en las tablas que pisaba.
¡El correo de Veracruz!, gritó repentinamente el vigía. Corrimos todos a proa y vimos, efectivamente, brotar casi en el horizonte un punto oscuro coronado de un penacho móvil, todo ello tan pequeño como una pluma de un pájaro mosca. El capitán tendió su anteojo hacia aquel punto, y diciendo «él es, pero no nos ve», nos pasó su magnífico Dollong, con el cual tuvimos todos el tiempo y el placer de percibir lo que creímos paloma que nos traía el ramo de oliva.
El Withe disparó su cañón giratorio con tanta destreza, que el taco agujereó el foque del bauprés, tendido para recoger el viento. El correo de Veracruz viró proa hacia nosotros, y el tórax se nos ensanchó con la aspiración, que a pleno pulmón tomamos.
Avanzaba el correo inglés sobre el Withe a toda máquina; en cuarenta y cinco minutos se nos puso al pairo, y el capitán Lees mandó botar su canoa y envió en ella a su segundo a bordo del Leopardo. A los diez minutos volvió el segundo de Lees a su canoa, en la cual cargaron algunos bultos; y el Leopardo, volviendo a sacudir su hélice, se alejó del Withe, cuya tripulación, agolpada angustiosamente a sus barandas, esperaba que el segundo explicara desde su canoa la inexplicable partida del Leopardo. El segundo subió a cubierta en silencio, y llegado a presencia de Mr. Lees, le dijo en voz alta: «El capitán Backer, del Leopardo, no puede remolcar el Withe a la Habana ni a Veracruz, porque un correo inglés no puede volver atrás ni entorpecer su marcha voluntariamente; el remolcar el Withe le haría perder dos días lo menos; nos cede cinco cajas de galleta, las planchas de hierro que no le hacen falta y los periódicos mejicanos.»
A semejante declaración solté yo la carcajada sin poderme contener, y mis compañeros de viaje por poco no me dan la tollina que hubieran dado con mucho gusto al capitán Backer, del Leopardo, el más inglés de todos los ingleses. La más profunda desesperación se apoderó de los viajeros y tripulantes del Withe cuando el capitán Lees nos anunció que no tenía esperanza más que en que Dios nos enviara un viento cualquiera que adonde quisiera Dios nos llevara. Despechados unos, mesáronse los cabellos, blasfemaron los marineros, lloraron muchos y todos se dieron punto menos que por perdidos. Yo me dirigí a la escotilla, cuya escalera conducía a los camarotes.
–¿Dónde va usted? –me dijeron a un tiempo el marsellés y García-Conde.
–A dormir —respondí yo.
Soltó el francés una de las F más mayúsculas de su vocabulario, y exclamó entre indignado y atónito.
–¡A dormir en esta situación!
—Vuestro refrán lo dice: «el bien viene mientras se duerme»; voy a buscarle.
Y me fuí a dormir, y me dormí. Es mi costumbre desde muchacho; cuando me veo acosado de tantas pesadumbres o abrumado por tanto trabajo que ni sé por dónde empezar ni por dónde salir, me acuesto; y cuando me despierto, tomo la primera determinación que me ocurre, y emprendo el trabajo que primero se me presenta; así he salido de todos mis atolladeros, y así he emprendido y concluído todas mis obras.
Al despertar, todo había cambiado en el Withe: todo en él se me apareció bajo el aspecto más siniestro; no vi más que semblantes huraños y miradas recelosas; nadie estaba dispuesto a fiarse de nadie, y me pareció que la tripulación, dividida en dos bandos, se vigilaban el uno al otro como dos osos al pie de un roble en cuyo tronco zumbara una colmena. El capitán Lees y sus leales andaban con las pistolas al cinto, y sus hombres de confianza guardaban los tres botes insumergibles de los seis y la canoa capitana que llevaba el Withe.
Durante mi sueño se había averiguado que parte de la marinería había resuelto apoderarse de los botes de salvación y abandonar el buque; los ingleses y los yankees, por una parte, y los franceses, españoles y mejicanos por otra, se habían coaligado y armado para el caso de naufragio o abandono del Withe, y el capitán Lees y sus fieles ingleses estaban decididos a recibir a hachazos a todo el que atentara a la seguridad de su barco.
Tal era mi situación en el golfo de Veracruz, el no recuerdo cuántos de enero de 1855.