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Recuerdos del tiempo viejo: 98

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IV

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Por aquel tiempo de prohibiciones, persecusiones y represiones, en que todo yacía inerte bajo la presión del miedo universal, la revolución medrosa de la policía, la policía del pueblo, el pueblo del Gobierno, el Gobierno de sí mismo, y todos del Rey, había una extraña cosa que renacía y se regeneraba de la más extraña manera: el teatro.

Todo en España ha sido así siempre, inconsciente, inesperado, fenomenal, casi absurdo. El teatro renacía y se regeneraba en manos de un extranjero, Grimaldi, y con una casi inocente estupidez: La Pata de Cabra.

Había Grimaldi venido a España con los franceses de Angulema y quedádose en España; halló en el teatro los restos de las compañías y de la tradición de Máiquez y Carretero: y con Guzmán, la Llorente, Rafael Pérez (la primer peluca, como se llamaba entonces a los barbas, hoy sin nombre), la Generoso, Pedro Montaño, Fabiani, Cubas, Caprara, Campos, Azcona y otros (de quienes hablaremos este invierno, al tratar de la Corte y el teatro de Fernando VII), formó una compañía que comenzó bajo su impulso y dirección un renacimiento tan extraño como desapercibido, y cuya influencia en lo venidero nadie pudo prever. El germen de nuestro teatro moderno lo incubó y lo dió vida el italiano Grimaldi, con El hechicero por fuerza, Blanca y Mocasin y La Pata de Cabra; esta última obra, única suya, único pasto digerible para el público de aquella época, y cuyo éxito no ha tenido jamás igual en los teatros de Madrid. Grimaldi había comprendido perfectamente nuestro país en aquel tiempo, y le dió la tontería más adecuada a la ignorancia en que yacía, como base de un tratamiento higiénico a que se proponía someterle para nutrirle y regenerarle. La Pata de Cabra, intachable para la censura eclesiástica, comprensible para el vulgo, popular por la misma crítica de nuestro país, que el extranjero hacía de nosotros en don Simplicio Bobadilla Majaderano Cabeza de Buey, hizo las delicias de aquel público, a quien Guzmán hacía reírse de sí mismo, bajo la cáustica intención del privilegiado ingenio del sagacísimo italiano, afrancesado primero y españolizado después. Grimaldi, con La Pata de Cabra, distrajo de la política al público de Madrid por algunos meses; y ya he dicho otra vez que mi padre firmó 72.000 pasaportes para venir a Madrid a ver La Pata de Cabra; entonces nadie, ni clérigo ni seglar, ni militar ni extranjero, podía venir a la Corte sin explicar al Superintendente general de policía el objeto de su venida y el tiempo en que se proponía conseguirlo; y todo el mundo tenía miedo del Superintendente, porque éste lo tenía de todo el mundo en nombre del rey Don Fernando VII; y he aquí el modo de ser de lasociedad madrileña de aquellos años del 27, 28 y 29, en que fué Superintendente mi padre. Se vivía del miedo: la revolución se desperdigaba medrosa en la emigración, y mi padre vivía avizor sobre la emigración, para que el Rey durmiera medroso en palacio en medio de los espías de mi padre y de los de la invisible, lejana, pero inevitable revolución.

Divago: otra vez hablaremos de los elementos de disolución, de los gérmenes de discordia que en aquella Corte fermentaban y que produjeron nuestra revolución; volvamos ahora al cura segoviano que, con pretexto de examinar a su sobrino, había venido a Madrid a ver La Pata de Cabra.

El agente de policía le introdujo en el despacho del Superintendente y le dejó allí solo con él, como si le hubiera dejado en la jaula de un león. La alta estatura del magistrado, envuelto en su toga de terciopelo, con su golilla y vuelillos de encaje abotonados con esmeraldas, detrás de aquella inmensa mesa cargada de papeles, armas y objetos raros, cuerpos de delitos y pruebas de crímenes, hizo, sin duda, en el pobre cura un efecto tremendo; porque, pálido y silencioso, permaneció unos momentos con sus espantados ojos fijos en la cara tranquila, severa y toda afeitada del alcalde de Casa y Corte, que se había puesto en pie para recibir al sacerdote de la religión que profesaba.

—Siéntese usted, padre, y tranquilícese; está usted delante de una autoridad que respeta la sagrada de usted, y nos entenderemos en pocas palabras: yo tengo poco tiempo y no las gasto inútiles.

—Estoy a disposición de V.E. —dijo el cura, un poco repuesto con las corteses frases del magistrado.

—Deje usted el tratamiento a un lado. Usted comió ayer en la fonda del Caballo Blanco, e hizo mal en beber de aquel Peralta, que es un vino traidor, aunque es de una tierra en que no hay traidores.

—Sí, señor, hice muy mal —dijo compungidamente el cura.

—Y dijo usted —siguióel magistrado— que había usted oído en Madrid al salir del teatro una voz que, si es la de quien usted se figura, hace ya tiempo que el verdugo debiera habérsela cortado en la garganta. Nunca es tarde para la justicia: hablemos un poco de eso. ¿Dónde oyó usted por primera vez la voz que se figuraba usted haber oído a la salida de La Pata de Cabra?

La imagen del sordo de la fonda se levantó en la memoria del beneficiado, como la del Profeta en el festín de Baltasar; sintió que su cuerpo temblaba; sintió el sudor frío que se oreaba en su frente, y no supo qué responder. El Superintendente esperó con la más tranquila paciencia a que responderle pudiera. Al fin dijo:

—Es un secreto, y debo guardarlo sub sigillo confessionis.

—No, no le pido yo a usted, señor cura —dijo el Superintendente— la revelación de una confesión: no. Sólo necesito saber dónde y cómo fué la confesión, las circunstancias que la ocasionaron: nada más; el nombre del pecador, ni el pecado, no se lo pregunto a usted. Oyó usted una voz, y juzgó usted criminal al individuo cuya garganta la produce: la historia de esa voz es la que yo quiero saber. ¿Dónde la oyó usted? ¿Esa voz es de su confesado de usted?

—¡Oh!, no —dijo inocentemente el cura—; la confesada fué una infeliz mujer.

—Tanto mejor: nada pregunto de la confesada ni de su confesión; del de la voz es de quien se trata.

El cura estaba ante el magistrado como una liebre entre las uñas de un gato montés, y se decidió a hablar por ver si podía escapársele:

—Señor, yo diré a V. E. lo que buenamente pueda de lo sucedido. Sin tocar…

—A nada secreto, a nada sagrado —le interrumpió el Superintendente—, a nada que pueda comprometer al hombre, ni al sacerdote. ¿Encontró usted al hombre de la voz?…

—En un camino real.

—¿Solo o acompañado de la mujer?

—No, señor; de otro hombre enmascarado como él, y jinetes ambos en dos poderosos caballos.

—¿Dos?

—Pero habló solamente el uno.

—¿Y dijo?…

—Que era preciso que fuera con ellos a confesar a una mujer que se hallaba in articulo mortis. Yo no podía negarme a ejercer mi ministerio, y respondí que no tenía inconveniente; que guiasen adonde estaba la moribunda. Entonces el hombre que había hablado añadió: «Es que hay una condición, y es que no queremos que vea usted el lugar en que está, y que es preciso que se deje usted vendar los ojos y conducir a ciegas.»

—¿Usted se resistió?

—Cuanto pude: pero el sitio estaba desierto; aquellos caballeros tenían cada uno un par de pistolas enfundadas, en sus sillas, y el que llevaba la palabra dijo, sacando una de las pistolas: «Padre cura, no se le pide a usted más que lo que está obligado a hacer, y lo hará usted por bien o por mal.»

—¿Y no pudo usted menos que dejarse vendar?

—Y me condujeron vendado entre los dos, llevando cada uno una de las bridas de mi mansa cabalgadura hasta una casa, cuya puerta oí abrir cuando me mandaron apear. Me tomaron de la mano, me hicieron subir una escalera…

—¿De cuántos peldaños? ¿Se acuerda usted, por ventura?

—Perfectamente: dos tramos de a catorce; pasamos una pieza, que creí antesala; después otra que tenía una mampara, que sentí cerrarse de golpe tras de nosotros; y cuando me quitaron el pañuelo con que me habían vendado los ojos, me hallé en un aposento, donde en una cama yacía la que debía confesar. No puedo decir más; señor, suplico a V. E. que nada más me pregunte.

—Nada de la confesión ni de la confesada; ¿pera a usted le sacaron de allí?

—Del mismo modo que me llevaron; y cuando volvieron a dejarme, me dijeron: «Cuando no sienta usted el galope de nuestros caballos, puede usted quitarse el pañuelo: no antes, porque arriesga usted la vida.»

—¿Y esperó usted?

—Hasta que no oí nada: más de lo que ellos necesitaban; y cuando me quité de los ojos el pañuelo, me encontré en el mismo lugar del camino real en que me había encontrado con ellos.

—¿Y reconocería usted ese lugar?

—Sin duda: he tenido mil veces que pasar después por él.

—¿Y duró mucho el trayecto de ese lugar a la casa?

—Más de dos horas y media. Los encontré al mediodía, y eran las cuatro dadas cuando me vi libre de ellos.

—Está bien, señor cura; dispénseme usted la molestia que le he ocasionado —dijo el Superintendente tras unos momentos de meditación—. Lo que más siento —añadió— es la que aún le voy a dar: no salga usted de Madrid hasta que reciba orden mía.

—La licencia de mi Prelado se me acaba dentro de cinco días.

—No importa; un dependiente mío irá a ver a usted y le llevará el permiso para permanecer indefinidamente en la Corte.

—Es que yo no he calculado más que los veinte días de mi permiso…

—Mi dependiente dará todas las órdenes necesarias, y yo le abro a usted crédito en la caja de la Superintendencia.

Abrió el magistrado un cajón de su mesa, dió al asombrado cura un puñado de monedas de a ochenta reales, y le dijo entregándoselas:

—Coma usted en su casa y no beba Peralta; responda usted a todo lo que mi dependiente le pregunte: es un hombre tan instruído como desconocido, con quien puede usted ir donde quiera; le llevará a usted a lo reservado del Retiro, a la Historia natural, a la Armería y aún al teatro, sin alzacuello; haremos la vista gorda y le abonaremos a usted con el prelado; pero cuidado con moverse de Madrid.

Y diciendo y haciendo el Superintendente, acompañaba al cura hacia la puerta del despacho con la mayor cortesía. Allí le confió al portero que lo había introducido; quien, conduciéndole a través de las oficinas, le abrió, saludándole, la mampara que daba al descanso de la escalera; al fin de la cual encontró a su sobrino que hasta allí, impaciente, se había arriesgado a llegar.

—¿Que hay, tío? —le preguntó ansioso el estudiante.

—Nada, sobrino; vámonos a casa —respondió el tío—; el señor Superintendente quería saber a qué habíamos venido.

—¿Y qué le ha dicho usted?

—Pues que hemos venido a ver La Pata de Cabra.

—Pero, tío, ¿qué habrá pensado de usted el Superintendente?

—Nada malo por ver La Pata de Cabra, porque me ha mandado quedarme en Madrid para volver a verla otra vez.

Y así diciendo, llevóse el cura a su sobrino a su casa y no se dejó por él arrancar una palabra más sobre el caso.



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Parte 3: En el mar

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Allende el mar

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