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Recuerdos del tiempo viejo: 99

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Hojas traspapeladas de Recuerdos del tiempo viejo
de José Zorrilla

Recibió al cuarto día el beneficiado Conchillos la autorización de su Prelado para permanecer indefinidamente en Madrid, y llevóle dicha autorización un hombre alto, cejijunto y amojamado, pero el más cortés y divertido del mundo.

—Yo soy —dijo al beneficiado al presentarse en su habitación— un empleado de la Superintendencia; tengo el encargo de acompañar a usted a ver Madrid, y de tratar a usted como al mejor amigo del Superintendente, bajo cuyo patrocinio directo está usted desde hoy colocado. Así, pues, no tiene usted que pensar más que en distraerse y ver Madrid; desde el palacio real, cuando los Reyes no estén en él, hasta la cárcel de Corte, aunque estén en ella los presos; porque éstos no suelen salir de ella más que para los presidios, excepción hecha de los que salen para la horca.

Maldita la gracia que debió hacer al beneficiado la presentación y el proemio del agente de mi padre; pero acordándose de las palabras de éste al despedirse de su despacho, respondió al que en nombre suyo se le presentaba:

—Sea usted quien quiera, señor mío, yo estoy a su disposición de usted, según lo que el señor Superintendente me ordenó.

—Es que no se trata —respondió el agente al beneficiado— de que usted se resigne a orden alguna, sino de que aproveche usted con alegría la ocasión de gozar, sin la más mínima inquietud, de un tiempo y de una autorización que el Prelado le acuerda a usted para descansar de las penosas tareas de su cura de almas. Comience usted, pues, por enviar a su Universidad o a su pueblo a su sobrino, y vámonos entretanto a ver cuatro cosas de las muchas que hay que ver en esta coronada villa.

Bien comprendía el beneficiado que los consejos de aquel hombre eran hijos legítimos de las órdenes del Superintendente; y aunque esperaba poca diversión de su compañía, la aceptó con sus consejos y envió a su pueblo, a la mañana siguiente, a su sobrino, embanastado en una galera que para la capital de su inmediata provincia salía; conminándole y rogándole por todos los santos de cuyos nombres se acordó, que no dijese allá una sola palabra de la situación en que él en Madrid quedaba. Prometióselo el mozo, y engaleróse triste y preocupado por lo que ocurrir pudiera a su tío entre las garras de aquel esbirro, que no de otra cosa calificaba el despierto mozo al de quien dejaba a su buen tío acompañado.

Pero engañóse éste de medio a medio acerca de su acompañante, que venía todas las mañanas a llevarle a la iglesia y a ayudarle la misa, y tomaba después con él un riquísimo chocolate; del cual le regaló un par de libras, diciéndole que provenía de la última tarea hecha en la plazuela de Santa Ana para las señoras monjas Calatravas. Llevóle luego a ver la Armería y el Museo, y la Historia Natural, y lo reservado del Retiro, y el león viejo de la vieja rotonda, que entonces componía la casa de fieras, y los conejos de la Casa de Campo, y las lavanderas del Manzanares, y las muñeiras y las palizas de los aguadores y carboneros en Nuestra Señora del Puerto: y ya comían en la fuente de la Teja, o en la calle del Carmen, en la hostería de Battarelli, o cenaban en El Caballo Blanco, después de asistir sin alzacuello a las galerías oscuras del Príncipe y de la Cruz a las reprensentaciones de La Pata de Cabra y El Diablo Verde; pero en cuanto al Peralta de la hostería del Caballero de Gracia, no hubo medio de que el agente le hiciese volver a enviar una gota por su garganta al fondo de su poderoso estómago.

El agente le contaba la historia de todo y de todos los que veían, sazonando sus relatos con picantísimas observaciones sobre el de la vida de algunas de las muchas mozas que le saludaban al paso por todas partes, y a quienes él daba siempre un empleo honroso de doncellas de grandes casas, o de costureras, aprendizas y menestralas de grandes modistas o establecimientos conocidos de comercio. Lo único que al cura enojaba en las divertidas conversaciones de su acompañante, era la insistencia de éste en intercalar en todas algún recuerdo o alguna pregunta de aquella misteriosa confesión, de la cual se había tenido que confesar con el Superintendente: si había sentido durante el tiempo que anduvo vendado si su caballo marchaba sobre piedras, arena o césped: si se había apercibido de que atravesaban algún puente o vadeaban algún arroyo: si había pasado por bajo o cerca de alguna arboleda, de cuyas hozas hubiera apercibido el rumor o sentido la sombra o la frescura: si había oído ruido de alguna presa con batanes o con molinos: y otras mil semejantes preguntas de mil diferentes maneras hechas y con muchísima destreza, pero cuya taimada premeditación no había podido escapar a la medrosa suspicacia del intranquilo beneficiado; quien tenía siempre en la memoria y delante de sus pupilas, aquel gabinete del palacio de la calle del Príncipe, donte tras aquella mesa cargada de papeles había visto por primera vez a aquel severo magistrado, vestido de terciopelo y engolillado de encaje como una figura escapada de un cuadro del Ticiano.

Al cabo de dos semanas de esta vida vagabunda y regalona, anunció el agente una tarde al beneficiado que una ineludible obligación y un viaje que por ella tenía que emprender, le iban a privar de su compañía por unos cuantos días, tal vez por más de una semana. No supo muy bien darse cuenta el beneficiado de si se afligía o se alegraba de aquella separación: el hecho fué que pronto echó de menos a su cicerone: que comenzó a ver irse uno tras otro los duros que, de cuatro en cuatro, componían el puñado de ochentines que le Superintendente le había dado; y que comenzó a comprender y a temer que no tendría jamás valor para irle a decir que se le habían acabado.

Comenzaba a recordar y a echar de menos el buen servicio y las previsoras atenciones de su ama y de sus dos sobrinas, mujeres respetuosísimas y sinceramente adictas a su persona, cuyos cuidados y servicios no podía nunca reemplazar la maritornes alcarreña que servía a los pupilos de la patrona que le hospedaba. Comenzó, pues, a vagar solo por las calles de Madrid, sin atreverse a entrar solo en aquellos sitios de distracción en los cuales le había metido su compañero; comía en la calle del Carmen, en la hostería de aquel buen Buttarelli a quien saqué yo más tarde a la escena con mi Don Juan Tenorio, el cual Buttarelli servía cubiertos de a ocho y diez reales con una profusión que concluyó por arruinarle; y comía allí porque no se atrevía a volver solo al Caballo Blanco, en uno de cuyos aposentos tuvo origen su desventurada posición actual y su entrevista con el Superintendente; ante cuyo palacio pasaba todos los días como un sonámbulo el silencioso, escamado y solitario cura, sin atreverse a entrar en él para preguntar por su porvenir al engolillado morador de aquellos salones, convertidos en temerosas oficinas de averiguaciones, prendimientos, destierros y estrangulaciones.

Así pasaron otros cuantos ya para el beneficiado insoportables días. A las dos del veintiuno, estaba dando fin a una de las sabrosas chuletas de Buttarelli, cuando entróse de rondón en la sala de la hostería su desaparecido compañero, el agente de la superintendencia, quien con aquel su proverbial buen humor y su poca aprensiva franqueza, se sentó frente al beneficiado y pidió otro cubierto, diciendo:

—Acá estamos todos.

Tembló y alegróse de volverle a ver el buen presbítero; porque aunque bien sabía que no era más que un centinela de vista, ya que no un espía, el tal agente le hacía tolerable la ausencia del ama y las sobrinas, y era para él una especie de sombra protectora en Madrid y una garantía contra la severidad de su Prelado, a quien sólo el agente podría explicar su tan prolongada permanencia en la Corte. Recibióle, pues, con alegre sonrisa y cordial apretón de manos, y comieron en amor y compaña, y al fin de su imprevista francachela, dijo el agente al presbítero:

—Mañana al rayar el alba es preciso que esté usted listo para salir de Madrid. Acabo de ajustar y pagar sus cuentas de usted con su patrona.

—Pero, ¿a dónde vamos?

—No lo sé. Al alba iré a buscarle para que vayamos a la superintendencia, que es de donde hemos de salir. ¿Necesita usted dinero? ¿Tiene usted alguna cuenta pendiente? ¿Alguna compra que hacer para el pueblo?

—¿Pero vamos a ir a mi pueblo?

—Usted irá desde donde le deje el señor Superintendente, a quien iremos acompañando. Vámonos, que no hay tiempo que perder.

Y tal diciendo, saldó el agente la cuenta con Buttarelli, y se llevó poco menos que a remolque al aturullado cura, que no acertaba a volver en sí del susto que le había causado la noticia del viaje en compañía de aquel togado tan amable, pero a través de cuya sonrisa alcanzaba a ver el pobre presbítero la vara inflexible de su inexorable justicia.

Hizo su maleta, en la cual metió unos pañuelos de seda y unas muy abrigadoras medias de lana para los cuellos y pantorrillas de su ama y sobrinas, y al cabo de una noche insomne y atribulada, esperó, presto a partir, a que la luz de la aurora tiñese con sus albores matutinos los emplomados vidrios de la ventana de su aposento.

A las cinco y media vino su compañero a buscarle; y metiéndole en el coche en que venía, le condujo a la superintendencia, en cuyo patio vió una silla de posta, en la cual le acomodó el agente; quien envuelto en un gran carrick de cuádruple esclavina, le dijo que era orden de S. E. que así y allí le aguardasen.

Mientras lo hacían, reconoció el asombrado cura el carrick del borracho que ocupaba la mesa inmediata a la en que se embriagó con su sobrino y el labriego en El Caballo Blanco; y creo que no necesito decir al lector lo que pensó, adivinó y temió el pobre presbítero, cavilando y sacando consecuencia de sus cavilaciones. Bajó y montó el Superintendente al lado del beneficiado; y dándole la derecha, envuelto en un capotón de viaje forrado de pieles, saludóle con una sonrisa y unos buenos días; y metiendo en las bolsas un par de pistolas que debajo del capote traía, mandó montar al agente en el cabriolé que cobijaba al conductor, y arrancaron con la silla de posta los cuatro vigorosos caballos a ella enganchados, lanzándolos el conductor a galope desde que salieron por la puerta de Segovia.

Seis horas duró aquella carrera, sólo interrumpida para cambiar dos veces de tiro; en la segunda posta brindó el Superintendente al beneficiado con las provisiones y el Peralta que el agente llevaba en el cajón del cabriolé. El cura no había podido familiarizarse con la compañía del severo, aunque risueño, magistrado. Su conversación no había podido sostener la del Superintendente, ni su pobre latín del misal podido hacer frente al ciceroniano del jurisconsulto, que era doctor en ambos Derechos y latino como los somos hoy los que a las letras nos damos en nuestro latino país.

A las doce y media paró de repente en firme la silla de posta, que había visto el cura de trecho en trecho escoltada por algunos soldados, que no pudo ver nunca de dónde salían. Abrió el agente la portezuela izquierda, apeóse el Superintendente, ayudó al cura a sacar del carruaje su entumecida persona, y preguntóle sin más preámbulo:

—¿Fué aquí donde los enmascarados vendaron a vuesa reverencia?

Echó el absorto eclesiástico una mira en derredor, y respondió balbuceando:

—Aquí mismo; entre estos tres olmos, junto a los cuales arranca ese sendero.

—Acerquen esos caballos —mandó el Superintendente a unos mozos que de las bridas tenían cuatro; y volviéndose al atónito beneficiado, le dijo con su cortés sonrisa, detrás de la cual había siempre una orden ineludible: —Ahora es preciso que vuestra reverencia se vuelva a dejar vendar.

Lo cual hecho, y montados en las prevenidas cabalgaduras, echaron por el sendero, conduciendo por el ronzal el caballo en que cabalgaba el bueno del beneficado Conchillos.


Parte 1

"Este libro no necesitaba prólogo…"

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Parte 2: tras el Pirineo

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Parte 3: En el mar

I - II - III - IV - V

Allende el mar

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Apéndices

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Hojas traspapeladas

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