Recuerdos del tiempo viejo: 89
XV
[editar]Éste se hizo nuestro cicerone en el París nuevo, donde para mí eran ya nuevos y desconocidos los hombres, y cuyas nuevas cosas venía curioso de ver. Muriel, mi protector, había muerto; Fernando de la Vera andaba representando por la América Central a S. M. C.; Torres Caicedo bullía por su país, preparando la realización de sus sueños de oro, que eran una plenipotencia cerca de la Santa Sede; el doctor Delmás había expirado en brazos de su sobrina, víctima del cólera esporádico, contraído en la asistencia de dos marinos coléricos, después de haber probado en un luminoso artículo de una Revista médica que el cólera no se trasmite por contacto, es decir, que no se pega, como dice el vulgo. Su sobrina Celeste se secaba conservando con su virginidad los empajados pellejos de aquel gato y aquella liebre que vivieron alegres sin echar de menos el bazo que mi amigo Delmás les había extraído. Mademoiselle Celeste, que vivía solitaria y melancólica con la modesta herencia y los empajados recuerdos de su tío, me dió a entender, entre suspiros y reticencias, que la señora por quien desbazó Delmás a aquella liebre y aquel gato, no pudo resistir, como ellos, la operación.
De aquella visita a Celeste Delmás saqué yo dos consecuencias: una, que por lo visto a la raza humana la es más necesario el bajo que a los gatos y a las liebres, puesto que los estudios hechos en el bazo de éstos no sirven para la extracción del de una individua de aquélla; y otra, que la doncellez, indefinidamente conservada, agría y arruga generalmente a las mujeres como si se las pusiera en escabeche. Y esta observación pertenece a mi fusilado editor Williez, al cual asombró la decrepitud prematura y la extrema delgadez de mademoiselle Celeste, junto a quien sería una maciza Venus de Milo la delgadísima Sarah Bernhardt.
París me pareció lo que me había parecido veinte años antes: el paraíso de los tontos; y como yo pertenecí siempre a la numerosa familia de los papa-moscas, me eché por aquellas calles y me embobé ante las tiendas, los bazares y las exposiciones de toda especie por el día, y fuí con Federico a entontecerme por la noche en el teatro histórico y en los otros levantados en mi ausencia. En el histórico vi la magia de Cendrillon, que maldito lo que se me alcanzó que tuviera de histórica; pero yo he sido siempre muy aficionado a los funámbulos, atletas, equilibristas y bailarines, y sobre todo a las bailarinas.
Una buena mímica italiana, contando a patadas en el tablado y a manotazos en el aire la muerte de Julio César o la presentación de Galileo al dux de Venecia, me extasía; y luego, cuando avanzan desde el fondo de la escena sobre la luz de la batería cincuenta o sesenta pares de piernas, saliendo de aquellas faldas de gasa, que no son hoy más que un pretexto para salir en cueros, y aquel batiburrillo de brazos y cabezas de sílfides, y aquellos cuerpos alados de mariposas… vamos, es un espectáculo de verdadera diversión, porque no obliga a pensar en las unidades clásicas, ni en los anacronismos históricos; en una palabra, no obliga a convertir la diversión en estudio, como sucede con los dramas y las comedias; y en suma, puede uno hacerse cuenta que ha tomado una dosis del hachich del sultán de Constantinopla o del emperador de Marruecos, y que está uno abriendo una de aquellas frutas de cuyas pepitas brotan las huríes, que salen de ellas para abanicar graciosamente el sueño de la siesta de los bienaventurados del paraíso de Mahoma.
Finalmente, el baile tiene la ventaja de que las bailarinas no tienen palabra; es decir, no hablan, y la palabra es lo que mata el teatro y la humanidad; si no habláramos, si hubiéramos tenido la dicha de que el hombre se hubiera quedado en el último peldaño de la escalera del difunto Darwin, que en paz descanse, la humanidad, mímica y no parlante, hubiera bailado en vez de hablar; y jamás hubiéramos dado en pronunciar esos magníficos discursos académicos y congresiles, que jamás han aclarado, sino embrollado, las cuestiones, ni hubiéramos oído en el teatro platicar en redondillas y en octavas a los reyes con las fregonas, y a los papas con las lavanderas.
Por eso me encantan a mí los bailes y las bailarinas, porque no hablan; y no haciendo discursos filosóficos ni versos prosaicos de los que hoy se usan, me producen un deleite plástico, un deliquio platónico, resultado de la combinación artística de la música y el movimiento. Como mujeres… nunca las tomo, porque creo que no las hay más desventuradas: detrás de unas no hay más que una triste historia, una serie de días de trabajo y de noches de lágrimas y soledad; y detrás de otras, un antro lóbrego, al cual no me he querido nunca asomar; alguna vez he aliviado el trabajo y enjugado las lágrimas de alguna; de ninguna he rasgado por la noche la malla de seda que miente la carnación y acusa los contornos de la móvil exposición de su cuerpo.