Recuerdos del tiempo viejo: 8
VIII
[editar]Abreviemos este relato, sobre el cual deseo pasar como sobre ascuas. Mis memorias son demasiado personales para inspirar interés, y demasiado íntimas para ser reveladas en vida: temo, además, que parezcan comezón de hablar de mí mismo, cuando siento un profundísimo anhelo y tengo perentoria necesidad de desaparecer de la escena literaria
a vivir en el olvido
y a morir en paz con Dios.
Corramos, pues, cuatro años en cuatro líneas. Habíame hecho conocer como poeta lírico y como lector en el Liceo: el editor Delgado me compraba mis versos coleccionados en tomos, después de haber sido publicados en El Español y en otros periódicos; pero terminada la guerra carlista con el convenio de Vergara, emigró mi padre a Francia y era forzoso procurarle recursos. Acudí a mi editor D. Manuel Delgado, quien, a vueltas de larguísimas e inútiles conversaciones, no me dejaba salir de su casa sin darme lo que le pedía; es decir, jamás me lo dió en su casa, sino que me lo envió siempre a la mía a la mañana siguiente del día en que se lo pedí: parecía que necesitaba algunas horas para despedirse del dinero, o que no quería dejarme ver que lo tenía en su casa, o que no era dueño de emplearle sin consulta o permiso previo de incógnitos asociados. Como quiera que fuere, comenzó a pasarme una mensualidad, de la cual enviaba parte a mi padre; pero era preciso trabajar mucho; y tan falto de ciencia como de tiempo, continué produciendo tantas líneas diarias cuantos reales necesitaba, sin tiempo de pensar ni de corregir las banalidades que en ellas decía. Comprendiendo al fin que no era posible repicar y andar en la procesión, suprimí las amistades del café y las visitas de cumplimiento; y encerrándome en mi casa, cerré su puerta a los ociosos y a los gorristas; quedándome reducido a la cariñosa amistad de Pastor Díaz, a la protección incondicional de Donoso Cortés, y a la sociedad de G. Gutiérrez, a quien quise y quiero como a un hermano mayor, y a la de Fernando de la Vera, el corazón más leal y más constante de cuantos me han acordado su afecto y pasado cariñosamente por las desigualdades de mi carácter.
Años hemos pasado juntos y años sin vernos ni escribirnos; al volvernos a encontrar, Gutiérrez desplega la misma sonrisa semi seria con que nos despedimos hace treinta años, y Fernando de la Vera, de prodigiosa memoria, toma la conversación donde la dejamos hace veinte. Yo admiro y saboreo aún los versos de G. Gutiérrez, aunque ya él no me los lee, y Fernando de la Vera se admira de haber escrito los suyos, sin haber tenido jamás necesidad de escribirlos. Los Villa-Hermosa habían desaparecido de Madrid; y cuando yo leía mis versos en las sesiones del Liceo, en los salones de su palacio, esperaba siempre ver aparecer por detrás de algún tapiz la severa figura del viejo duque, que me perdonaba las muchachadas que le enojaron, o la pálida hermosura de la duquesa, que tengo aún en las pupilas como la imagen de la duquesa de quien habla Cervantes, o la faz, en fin, semi burlona del actual duque, que venía a decirme: «Mira cómo te regocijas en mi casa, como si estuvieras en la tuya.» Los Madrazos se habían dividido en muchas familias, y Espronceda, entre sus ruidosos amigos, me llamaba el viejo de veinticuatro años.
Pero era preciso vivir, y para vivir era forzoso trabajar. La casualidad, que es la providencia de los españoles, y la debilidad de García Gutiérrez para conmigo, me abrieron campo más ancho, franqueándome la escena, cuando más necesitaba variar y acrecentar mis medios de acción y de subsistencia.
No recuerdo por qué ni cómo, porque aún no conocía el teatro por dentro, había quedado Madrid aquel verano sin compañía dramática alguna, ni por qué ni cómo andaban por las provincias Matilde, los Romeas y los empresarios habituales de sus coliseos: el hecho era que desde fines de mayo actuaba en el Príncipe una sociedad improvisada, bajo un programa tan modesto, que no anunciaba más pretensiones que la de no dejar al público de Madrid sin ningún espectáculo. Componíanla García Luna, Juan Lombía, Pedro López, Alverá, Bárbara y Teodora Lamadrid, la Llorente, la Puerta como graciosa, Azcona, Monreal y media docena de bailarinas. Luna y la Bárbara eran ya actores de reputación; Azcona y la Llorente eran resto de las buenas compañías de Grimaldi: Bretón no había aún escrito para Lombía El pelo de la dehesa, y no había tenido aún tiempo Teodora de abordar los grandes papeles. Una mañana de junio, miércoles antes de un Corpus Christi, pasaba yo por la calle Mayor, de vuelta de casa de Delgado, a quien no había podido ver; acordéme de que hacía más de un mes que no veía a G. Gutiérrez, que habitaba en un piso principal de los soportales, y me ocurrió verle y ver si él me procuraba el dinero que de Delgado no había obtenido. Colocaban los operarios del municipio el toldo para la procesión del día siguiente; y como yo anduviese por entonces muy dado a la gimnasia, para fortalecer el brazo izquierdo que me había roto de muchacho, y como dos cuerdas del toldo colgasen hasta la calle, aseguradas en el balcón de G. Gutiérrez, trepé a su aposento por tan inusitado camino, encontrándole todavía acostado, a pesar de ser cerca de mediodía. Nuestra conversación no fué muy larga.
—¿Qué tienes? ¿Por qué estás aún en la cama?
—Porque me aburro: y tú, ¿qué traes?
—Mohina por no haber encontrado a Delgado en casa.
—¿Necesitas dinero?
—¿Cuándo no?
—Pues dos días hace que estoy yo aquí discurriendo de dónde sacar dos mil reales.
—¡Pero, hombre, tú, con ofrecer una obra al teatro!
—No tengo más que medio acto de un drama.
—Pues yo te ayudaré; y haciendo en tres días tres actos cortos, yo me encargo de sacarle a Delgado el precio del derecho de impresión, y tú puedes tomar los de representación de la compañía del Príncipe, que verá el cielo abierto de tener en junio un drama del autor del Trovador.
Hice a Gutiérrez oferta tal, sin pesar más que mi buen deseo, y aceptóla él sin pensar en mi inexperiencia del arte dramático, ni la distancia que entre él y yo mediaba. Convinimos en que él me escribiría el plan de su obra y vendría a las cuatro a comer con mi familia, para repartirnos el trabajo. Hízolo así Gutiérrez; leyóme las dos primeras escenas que tenía escritas: tocóme a mí escribir el acto segundo, y nos despedimos al anochecer para juntarnos el jueves a las cuatro, a examinar el trabajo por ambos hecho en la noche. El jueves me trajo dos escenas más, y leíle yo todo el acto segundo. Asombróle mi trabajo y exclamó:
—¡Demonio! ¿Cómo has hecho eso?
—Pues poniéndome a trabajar ayer en cuanto te fuiste, y no habiéndolo dejado ni para dormir, ni para almorzar.
Fuése picado, y concluyó su primer acto en aquella noche: el viernes concluímos cada cual la mitad del tercero que le tocó: el sábado lo copié yo, el domingo lo presentó él al teatro y cobró tres mil reales, y el lunes cobré yo otros tres mil de Delgado… y no siguió aburriéndose García Gutiérrez, y envié yo a mi padre dos mensualidades, y ganosos los actores de complacer al público, y éste de recompensarles su buena voluntad, se representó y se aplaudió el drama Juan Dándolo; en cuyo apellido esdrújulo veneciano cargamos nosotros el acento en su segunda sílaba, por razones que no hay necesidad de aducir; y cátenme ya autor dramático por gracia de García Gutiérrez, que me aceptó en él por su colaborador.
Mi innata e inconsciente audacia me arrastró a escribir inmediatamente mi Cada cual con su razón, en cuya comedia atropellé la historia, clavándole a Felipe IV un hijo como una banderilla; pero la limpia y armoniosa dicción de Bárbara Lamadrid, la intencionada representación de García Luna, el empeño de Lombía, el esmero de Alverá en ensayar como profesor de esgrima el duelo a cuatro con espada y daga del primer acto, el discreteo galán de algunas escenas, y mi insolente fortuna sobre todo, hicieron parecer su éxito la benevolencia del público con el atrevido mozalbete, autor de aquel afiligranado desatino.
«A mí que las vendo», me dije: y a los dos meses presenté mis Aventuras de una noche, comedia en la cual levanté un chichón histórico a don Pedro de Peralta y otro al príncipe de Viana: Al infantil enredo de esta mi segunda comedia, dieron un alto relieve la Bárbara y la Llorente; y a fin de año, di mi primera parte de El Zapatero y el Rey, en cuyo drama hizo Luna maravillas, y yo una conjuración de muchachos de colegio, que no hay narices con que admirar; pero en cuyo argumento hay realmente el germen de un drama.
Desde aquella noche quedé, como un mal médico con título y facultades para matar, por el dramaturgo más flamante de la romántica escuela, capaz de asesinar y de volver locos en la escena a cuantos reyes cayeran al alcance de mi pluma. Dios me lo perdone: pero así comencé yo el primer año de mi carrera dramática, con asombro de la crítica, atropello del buen gusto y comienzo de la descabellada escuela de los espectros y asesinatos históricos, bautizados con el nombre de dramas románticos.
Si entonces hubiera vuelto mi padre de la emigración, y él con su jubilación de consejero de Castilla (que más tarde le concedió S. M. la Reina Doña Isabel) y yo con el producto de mis leyendas, hubiéramos cuidado de nuestro solar y de nuestras viñas, habríamos ambos vivido en paz; habría él muerto tranquilo y sin deudas, y hubiérame yo ahorrado tantos tumbos por el mar y tantos tropezones por la tierra, acosado por la envidia y por las calumnias de los que codician una gloria que no es más que ruido y unas coronas de papel, bajo cuyas hojas sin savia vienen siempre millones de espinas, que bajan atravesando el cerebro a clavarse en el corazón de los que en España llegan la celebridad literaria.
Pero mi padre, tenaz en sus opiniones, se obstinó en no acogerse a amnistía alguna; mi infeliz madre siguió oculta por las montañas, no queriendo ver ni aprovechar la tolerancia del progreso; y Lombía, al hacerse empresario del teatro de la Cruz, me ofreció un sueldo mensual por no escribir para el del Príncipe, a donde volvieron Matilde y Julián y ajustó a Carlos Latorre con la condición de que estrenara mi segunda parte de El Zapatero y el Rey, de la cual había yo hablado, como consecuencia del ensayo hecho en la primera.
Lombía, actor de ambición, empresario activo y espíritu tan malicioso como previsor, habiendo crecido en reputación con la ayuda de las obras de Bretón y de Hartzenbusch, sus amigos casi de infancia, no desaprovechó la doble ocasión, que a la mano se le vino, de interesar pecuniariamente en su empresa a Fagoaga, director entonces del Banco, y de ajustar en su compañía a Carlos Latorre, a quien Julián Romea, su discípulo, había desdeñado, dejándole sin ajuste en la suya del Príncipe. Latorre era el único actor trágico heredero de las tradiciones de Máiquez y educado en la buena escuela francesa de Talma. Su padre había sido alto empleado en Hacienda, intendente de una provincia, en tiempos anteriores; y Carlos, buen jinete, diestro en las armas y de gallarda y aventajada estatura, había sido paje del Rey José, y adquirido en Francia una educación y unos modales que le hacían modelo sobre la escena. Grimaldi, el director más inteligente que han tenido nuestros teatros, había amoldado sus formas clásicas y su mímica greco-francesa a las exigencias del teatro moderno, haciéndole representar el capitán Buridán de Margarita de Borgoña de una manera tan intachable como asombrosa y desacostumbrada en nuestro viejo teatro. Carlos Latorre no era ya joven, pero no era aún de desdeñar, sobre todo si se le procuraba un repertorio nuevo, en cuyos nuevos papeles, obligándole a concluir de perder sus resabios de amaneramiento francés, se le abriese un nuevo campo en que desplegar sus inmensas facultades.
Lombía se apresuró a ajustarle en su compañía del teatro de la Cruz, en la renovación de cuyo escenario y decoración de cuya sala gastó cerca de cuarenta mil duros; y agregándose al erudito y estudioso galán Pedro Mate, a la Antera y a la Joaquina Baus, heredera ésta de los papeles del teatro antiguo de la Rita Luna, y hermosísima dama de Lo cierto por lo dudoso, y a las dos Lamadrid, Bárbara, ya acreditada, y Teodora, esperanza justa del porvenir, juntó una numerosa aunque algo heterogénea compañía, de la cual no supo sacar partido por dejarse llevar de su vanidad personal y de las miserables rencillas de bastidores, dividiéndola en dos y sacrificando una mitad en provecho de la otra.
Pero es larga materia, y merece número aparte.