Recuerdos del tiempo viejo: 20

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Recuerdos del tiempo viejo de José Zorrilla


XX[editar]

DE CÓMO SE ESCRIBIÓ Y SE REPRESENTÓ Traidor, inconfeso y mártir

Siete años de asiduo trabajo habían atraído sobre mí la atención del público; llevaba ya escritas veinte obras dramáticas, más o menos aplaudidas, pero ninguna rechazada, y tres o cuatro que eran ya de repertorio en todos los teatros de España; ocho tomos de versos, que habían merecido el honor de la reimpresión, y los tres de los Cantos del Trovador, publicados por Ignacio Boix, habían hecho mi nombre popular, y mi exhibición continua como lector en los salones del palacio de Villahermosa, donde se instaló primero y resucitó después el Liceo, habían puesto en evidencia mi exigua personalidad.

Pero a pesar de que del teatro y del Liceo habían salido todos mis compañeros a diputados, gobernadores, ministros plenipotenciarios, y los más modestos a bibliotecarios, cuando menos, yo me había quedado poeta a secas, esquivo a la sociedad, extraño a la política y sin influencia con los gobiernos.

El último año de la brillante y efímera existencia del Liceo, su Junta directiva, agradecida, según dijo, a lo que con mi constante trabajo había contribuído al lucimiento de sus sesiones y a los disgustos que me habían ocasionado sus juegos florales, en los que yo había sido juez, presidente, y yo no recuerdo qué más, acordó que se diese una función en obsequio mío, y se representó por los socios mi Cada cual con su razón, y se me colocó en preferente sitio en un gran sillón, en el cual se notaba más mi pequeñez, y se me ofrecieron una magnífica corona y un rico álbum, cuya primera hoja había escrito y firmado S. M. la Reina doña Isabel II; y cargado de papeles y de flores, y ensordecido por los aplausos, me volví a mi piso tercero de la plazuela de Matute, agradecido y contento, pero no desvanecido por el humo aromado y embriagador de la gloria mundana, y volví al día siguiente a ser el poeta del día anterior, y a vivir al día con el producto de mis leyendas. ¿Por qué?

¿Había algo en mi vida por lo cual se me mostraran esquivos los gobiernos y la sociedad de aquel tiempo viejo? No: yo era quien, esquivo a la sociedad y a los gobernantes, me encastillé en mi hogar doméstico a vivir con los legendarios personajes de mi fantástica poesía: yo era el poeta del tiempo viejo; y fiado solamente en el pueblo, y esperando mi recompensa de un solo hombre, desdeñé todo lo que de aquel hombre no viniera; y la fortuna loca llamó mil veces a las puertas de mi casa; y yo la cerré mis puertas y mis ventanas, dejándola pasar como si no la oyese y derramar sobre otros las venturas que para mí destinadas traía. Ya hablaremos tal vez de esto en el último capítulo de mis RECUERDOS.

El exceso del trabajo, la profunda y perpetua inquietud que me roía el corazón, y las malas aguas que el municipio hacía beber por aquellos tiempos a los habitantes de Madrid, me procuraba todos los veranos una debilidad de estómago y una inflamación de las vísceras abdominales, que el bueno del Dr. Codorníu, médico del regente Espartero, quería curarme a fuerza de sanguijuelas, cáusticos y demás excesos de la ciencia, que está hace siglos empeñada en atacar al enfermo para librarle de la enfermedad. Entre la mía y mi médico el Dr. Codorníu, que me quería como a sus propios hijos, me tenían en cama hacía ya cuarenta días, al fin de los cuales vino una noche a verme Julián Romea. En ocasión de los juegos florales del Liceo, y en otra que a nadie importa, le había yo probado mi amistad, y no podía Julián dudar de ella. Pero era una extraña amistad la mía con Julián: no iba jamás a su teatro del Príncipe más que para aplaudirle a él y a su mujer; pero jamás subía a su cuarto ni al de Matilde, ni había nunca escrito un verso para ellos: Carlos Latorre andaba por las provincias, y yo escribía libros, pero no comedias. Y el teatro de Julián había encadenado a la fortuna en su vestíbulo, y la fama hacía resonar perpetuamente su bocina desde el balcón del saloncillo en el cual tenía Romea su corte y su cuarto de vestir, y todos los poetas iban a quemar incienso en aquella sucursal del Parnaso y en aquel peristilo del templo de la gloria.

Yo he sido siempre tenaz en mis opiniones, porque siempre son éstas hijas legítimas de mis convicciones, y las mías y las de Julián estaban en completa contradicción en el teatro. Que yo era su amigo, no podía dudarlo un hombre por quien no había vacilado en arriesgar mi reputación y mi pellejo; que admiraba al actor, no podía tampoco dudarlo el que por mí se veía constantemente aplaudido; pero ni el amigo ni el actor venían al poeta más que en la ocasión extrema; y Julián vino a verme in extremis, porque después de cuarenta días de cama, un poeta tan débil y tan chiquito como yo, debía de hallarse casi in articulo mortis. Hallóme, efectivamente, Julián, reducido a lo que de mí habían dejado las sanguijuelas de Codorníu envuelto en los trapos de su cataplasmas; pero con el ojo siempre avizor y el espíritu vivo dentro de la frágil carne; es decir, de la piel y los huesos, porque mi escasa carne se la habían ya comido las sanguijuelas y la calentura. Abrazóme Romea y enteróse cariñosamente de mi situación; distrajo la melancólica influencia de la enfermedad y del aislamiento con el relato de la crónica no muy edificativa de bastidores; ponderóme la boga de su amigo el Dr. Larios, quien, según él, hacía maravillas, y dejándome alegre y esperanzado, se despidió hasta el día siguiente. A las once de la mañana de éste volvió con el Dr. Larios, quien me desenterró de entre la infinidad de trapos en que Codorníu me tenía sepultado; metiéronme entre él y Julián en un baño, y a los dos días, limpio y renovado, me llevaron en un coche al Pardo; donde con el cambio de aguas y de temperatura, las emanaciones salubres del arbolado y la proximidad del otoño, retoñó en mí la salud y la fuerza; y un d me dijo Romea, trayendo a la realidad mi pasado y mi porvenir: «¿Por qué no me escribes un drama? Matilde y yo lo haríamos con el alma.» —«Pensaré en ello, le respondí; y si en estos días de convalecencia doy con un argumento a propósito para ti, te lo consultaré y haré lo que sepa. Pero…

—Pero ¿qué?— me preguntó receloso Julián.

—Nada—repuse —;ya hablaremos.— No me atreví a darle más explicaciones sobre aquel «pero» que se me había escapado.

Convalecí y cazé, y me repuse, y volví a Madrid. Mi editor Delgado había ya muerto: Boix, sin ideas ni rumbo fijo en el comercio de libros, no me había hecho trato alguno en que poder fiar, y Julián había dado a mi mujer, prohibiéndola que me lo dijera, seis mil reales que habían subvenido a los gastos de mi enfermedad: Era forzoso trabajar: el editor Gullón se me había ofrecido en lugar del difunto Delgado, y no podía rehusar a Romea una obra que él y un nuevo editor me pedían a un tiempo. Pensé en un argumento, en el cual, sin salirme de mi terrorífico romanticismo, pudiera colocar un personaje característico adecuado a la escuela exclusiva y al género personal de representación de Romea; y habiéndome procurado Salustiano Olózaga la causa original de El pastelero de Madrigal, amasé, amoldé y emprendí mi Traidor, inconfeso y mártir. Tenía yo desde que era estudiante un inmenso cariño a este personaje tradicional, y siempre había pensado hacer de él una leyenda; pero el Ni Rey ni Roque, de Escosura, había puesto una insuperable valla ante mi pensamiento. Al ocurrírseme hacer del Rey D. Sebastián y del pastelero de Madrigal uno solo, concebí que aquel personaje legendario podía transformarse en otro altamente dramático y profundamente misterioso.

Estudié su historia y su tradición, dormí y soñé con la acción y sus personajes, y cuando la vi clara en mi imaginación, comencé a tenderla sobre el papel: y aquella es mi única obra dramática pensada, coordinada y hecha según las reglas del arte; sus dos primeros actos están confeccionados maestramente, y tengo para mí que por ellos tengo derecho a que mi nombre figure entre los de los dramáticos de mi siglo.

Mientras yo viva no faltará quien me alabe; pero tampoco quien acuse mejor los defectos y la incompletez de sus obras. Váyase lo uno por lo otro; y sea dicho en paz de los que no reconocen en las suyas los defectos de que carecen las mías.

En cuanto tuve escritos mis dos primeros actos, los copié y los cosí, seguro de no tener que variar nada en ellos para concluir el drama: llamé a Julián y se los leí; escuchómelos atentamente; asombróle su forma, enamoróse del carácter del protagonista, que para él destinaba; expliquéle cómo pensaba desarrollar el tercer acto, y prometíselo concluído para la semana siguiente. Entreguéle los dos primeros para que mandara sacar los papeles, y díjome al partir, llevándoselos en el bolsillo:

—Creo, Pepe, que es lo mejor que has hecho.

—Yo también lo creo— le respondí —pero…

—Pero ¿qué?

—Nada, nada— le dije —sin atreverme todavía a revelarle mi pensamiento. Miróme un momento sin comprenderme, llevóse los dos actos, desconfiando por el «pero» de que yo concluyera la obra, y yo la emprendí con el tercer acto, del cual no levanté mano hasta darle fin. Volví a llamarle, y tornó Julián a mi despacho; leíle la conclusión, pagóse mucho de su papel, y paguéme yo no poco de que fuera tan de su gusto mi trabajo: entreguésele grandemente satisfecho de lo escrito, y dispúsose él a llevárselo con gran contentamiento y muy lisonjeras esperanzas; pero… detúvele yo, concluyendo nuestra entrevista con este diálogo:

YO — ¿Vas convencido de que he hecho en conciencia todo lo que he podido?

JULIÁN — Completamente; y puedes tú quedarlo de que en la representación haremos cuanto podamos: y si de mi empeño solo dependiera el éxito…

YO — Porque tú y yo, como actor y poeta, no somos el uno para el otro. No te amostaces. ¿Crees, o no, que yo soy tu amigo?

JULIÁN — Aunque no tuviera más pruebas de tu amistad que esta obra que ya está en mi poder, no podría racionalmente dudarlo.

YO — Pues bien, por ser tan tu amigo, te debo la verdad. Creo que no has de salir airoso del papel de Don Sebastián.

Romea era orgulloso, y tenía en su talento disculpa suficiente para serlo: al oír estas palabras, aun de su mejor amigo, frunció el entrecejo y encapotó con él su mirada. —Escucha,— seguí yo diciéndole, sin darme por entendido de su gesto ni de su cambiado color —escucha: tú crees que la verdad de la naturaleza cabe seca, real y desnuda en el campo del arte, más claro, en la escena: yo creo que en la escena no cabe más que la verdad artística. Desde el momento en que hay que convenir en que la luz de la batería es la del sol; en que la decoración es el palacio o la prisión del rey D. Sebastián; en que el jubón, el traje y hasta la camisa del actor, son los del personaje que representa, no puede haber en medio de todas estas verdades convencionales del arte y dentro del vestido de la creación poética, un hombre real, una verdad positiva de la naturaleza, sino otra verdad convencional y artística; un personaje dramático, detrás y dentro del cual desaparezca la fisonomía, el nombre, el recuerdo, la personalidad, en fin, del actor.

—¿Y qué?— me dijo desabrida y desdeñosamente Julián.

—Que tú eres el actor inimitable de la verdad de la naturaleza: que tú has creado la comedia de levita, que se ha dado en llamar de costumbres: que puedes presentarte, y te presentas a veces en escena, conforme te apeas del caballo de vuelta del Prado, sin más que quitarte el polvo y sin polvos ni colorete en el rostro: pero en estas escenas copiadas de nuestra vida de hoy, dialogadas por personajes que son a veces copias de personas conocidas, que entre nosotros andan, que con nosotros viven y hablan, tú, que con ellos vives y que eres de ellos conocido, no estorbas y no pareces intruso. Tú eres Julián Romea, y puedes serlo en la comedia actual: pero el drama es un cuadro, es un paisaje, cuyas veladuras, que son el tiempo y la distancia, se entonan de una manera ideal y poética, en cuyo campo jura y se tira a los ojos la verdad de la naturaleza, la realidad de una personalidad: yo necesito un personaje para el papel de mi rey D. Sebastián.

—Y le tendrás, Pepe, le tendrás: —exclamó Julián. —¡Qué diablos de autores! A vosotros os toca escribir y a nosotros representar.

—Eso, eso quiero; que representes, no que te presentes.

—¡Pepe, Pepe! Suum cuique. Porque tú alucinas a tus oyentes cuando lees tus versos, y porque yo mismo te he dado a leer los míos en el Liceo, para que me los luzcas, no creas que sabes mejor que yo lo que es la escena, sobre la cual estoy desde que me despuntó la barba.

—Y estás en ella con derechos de rey: porque eres uno de los de nuestra escena: pero…

—Déjate de peros y fíate de mí— y partió Julián, con el fin de mi drama en la mano: y se ensayó con cuidado, y los actores se encariñaron con sus papeles, y a los pocos días, a las ocho de la noche de un viernes, para el beneficio de incomparable Matilde, se alzó el telón sobre la primera escena de mi Traidor, inconfeso y mártir.

Ni la crítica hostil de eruditos apasionado, ni la mordacidad atrevida de medianías envidiosas, me han negado que esta obra me ha derecho a tenerme por autor dramático, y el tiempo y la opinión pública han sancionado esta pretenciosa vanidad mía. La exposición de este drama está confeccionada con todas las reglas del arte, y la presentación del protagonista preparada con intencionada habilidad. El papel de Aurora estaba confiado a Matilde; yo, seguro de que Julián iba a dejar pálida la figura del rey Don Sebastián, de que no iba a pasar de Espinosa el pastelero, de que iba a seguir su fatal sistema de presentar en el drama la verdad de la naturaleza en lugar de la del arte, y de que iba, en fin, a representar un rey Don Sebastián de levita; y como, encariñado y casi fanatizado yo con mi personaje fantástico, había, prescindiendo a sabiendas de la verdad de la historia por la poesía de la tradición, hecho del pastelero de Madrigal y del rey portugués una sola personalidad poética, necesitaba que la exuberancia del arte diese relieve a las medias tintas de la verdad de la naturaleza, que la luz de la poesía esclareciera y relevara la sombra que la maciza figura de la verdad iba a proyectar en el paisaje fantástico de la ficción: y pensé en Matilde, la actriz más poética, sentimental y apasionada que hemos conocido en nuestro moderno teatro español.

Yo tenía, y espero que se haya comprendido por lo que llevo dicho, mi razón de no escribir para Julián; pero debía satisfacción a Matilde por no haber escrito para ella, que era la gloria, el sostén y la fortuna del teatro del Príncipe y de los autores que para él escribían. Matilde era la gracia, el sentimiento y la poesía personificadas sobre la escena; su voz de contralto, un poco parda, no vibraba con el sonido agudo, seco y metálico del tiple estridente, ni con el cortante y forzado sfogatto del soprano, sino con el suave, duradero y pastoso son de la cuerda estirada que vuelve a su natural tensión, exhalando la nota natural de la armonía en su vibración encerrada. El arco del violín de Paganini, al pasar por las cuerdas para dar el tono a la orquesta, despertaba la atención del auditorio con un atractivo magnético que parecía que hacía estremecer y ondular las llamas delas candilejas: y la voz de Matilde tenía esta afinidad con el violín de Paganini: al romper a hablar, se apoderaba de la atención del público, hería las fibras del corazón al mismo tiempo que el aparato auditivo, y el público era esclavo de su voz, y la seguía por y hasta donde ella quería llevarle, con una pureza de pronunciación que hacía percibir cada sílaba con valor propio, y la diferencia entre la c y la z, y la doble s final y primera dedos palabras unidas que en s concluyeran y empezaran. Matilde no se había dejado seducir ni contaminar con el exagerado y revolucionario lirismo de la lectura y recitación salmodiada, que Espronceda y yo dimos a nuestros versos, no; Matilde recitaba sencilla, clara y naturalmente, saliendo de su boca los períodos y estrofas como esculpidas en láminas invisibles de sonoro cristal, y los versos y las palabras como perlas arrojadas en un plato de oro.

Matilde hizo y dijo la escena XI del acto primero con la flexibilidad, el primor de pormenores y el raudal de gracia y de sentimiento de que apenas habrán podido dar idea a mis lectores mis antecedentes frases; y al retirarse acompañada de un aplauso general, dejó completa la exposición, prevenido al público en favor de la obra y enflorada con una guirnalda de poesía la puerta del fondo, por la cual iba a presentarse el misterioso protagonista.

Por ella salió a escena Julián, perfectamente vestido, pintado y con su papel concienzudamente estudiado: pero salió Julián; presentó y no representó su personaje. Si yo hubiera podido evocar y resucitar al verdadero juez santillana, hubiérase vuelto a apoderar de aquel verdadero Espinosa, confundiéndole con el que él hizo ahorcar; pero para el público tenía algo de la sombra; le faltaba voz, movimiento, fisonomía, relieve, poesía. Julián hizo sus escenas del primer acto con el capitán y con el alcalde, con una exactitud, con un aplomo, con una verdad intachables para los palcos de proscenio y las dos primeras filas de butacas: la sala no pudo apreciar su perfecto trabajo escénico; y al caer el telón, no se oyeron más que algunas palmadas sin consecuencia. Quedó en el público el recuerdo de Matilde y la curiosidad que había excitado la exposición.

En el segundo acto, un nuevo actor vino en refuerzo de Matilde: Barroso. Era éste un mozo sevillano, de los que vinieron a inocular en la corte la savia andaluza de los Pachechos, los Saavedras y los Pérez Hernández con Bermúdez de Castro, Tassara, Sartorius y otros buenos ingenios, cuyos hechos y escritos contribuyeron honrosamente al progreso literario y político de aquella época. Antonio Barroso era poeta; pero habiéndose presentado en el teatro privado del Liceo con Ventura, Marraci, el marqués de Palomares y demás socios de la sección de declamación, concluyó por consagrar al teatro su talento nada vulgar, a consecuencia de los aplausos allí obtenidos y de la buena acogida que de Romea obtuvo. A Barroso había yo, pues, confiado el ingrato y difícil papel del alcalde Santillana: tan ganoso yo al dársele de probarle mi amistad y la estima en que le tenía, como él de abordar, estudiar y probarse en un carácter que podía colocarle en muy buen punto de partida para su carrera dramática, y muy alto en la consideración del público si acertaba a desempeñarle con éxito. Era Barroso un mancebo de buena estatura, cenceño y nervioso, de cabeza pequeña y rubia, pero de aguileño perfil y límpidos ojos y correctamente colocada sobre los hombros.

Suelto de modales, como hombre bien educado, de buena memoria y comprensión perspicaz, como sevillano, y confiado en el porvenir por esa esperanza inconsciente que hace atrevido a todo talento meridional, Barroso estudió, preparó y vistió su papel con tal esmero, que se identificó con el personaje que representaba. Con su toga y su golilla, sus vuelillos de encaje y su junco con cabos de plata, encuadró tan poéticamente su figura severa y su carácter odioso en contraposición del sencillo y virginal del de la Matilde, que desde su primera escena resaltó como sombra negra e infernal de aquella blanca y celeste aparición, entre cuyas dos figuras iba a pasar desde la hostería al patíbulo aquel otro vago, misterioso y casi indeciso fantasma del perpetuamente acusado y jamás reconocido soberano pastelero de Madrigal.

Barroso, en la escena VI, secundó y sirvió de apoyo a Julián con la atención perpetua de su maestra ejecución; desarrolló tan a tiempo y alternativamente su doble carácter de juez y de reo con el marqués de Tavira y con Espinosa, que preparada magistralmente la escena XI endecasílaba, pudo desplegar en ella Matilde toda la ternura de su corazón, toda la poesía de su amor recóndito y toda la grandeza de su incondicional abnegación; en un juego escénico tan infantil como apasionado, con una acento de castísima ingenuidad, con una declamación tan impregnada de sentimiento y unas inflexiones de voz tan melódicas, tan suaves y tan variadas, que encantó, enterneció, fascinó y exaltó al público, arrancándome a mí las lágrimas: a mí, poeta entusiasta y satisfecho, que escuchaba por primera vez mis versos de su boca, como si estuviera oyendo arrullar a una paloma enamorada de un ruiseñor. El arte de Matilde reverberó con tal intensidad, rebosó tan profusamente sobre la verdad de Romea, que envuelta y arrebatada en la poesía de Aurora, concluyó la escena en universal aplauso.

En el acto tercero, Barroso tomó creces tan imprevistas ante la seguridad de su éxito y la esperanza de su porvenir, que comenzó desde la primera a dominar la escena con su atención nunca distraída, su figura siempre en cuadro, su exactitud en las entradas, su creciente juego escénico según sus pasiones: la superstición, el miedo y la ira se iban desarrollando y apoderándose de su espíritu. La escena séptima entre Aurora y Santillana no tiene descripción; el recuerdo de una ribera donde yo cogía

yerbezuelas y conchas, del rugiente
mar que en sus ondas sin cesar mecía,
de un monasterio triste y solitario
fundado al pie de un monte, y vagamente
la memoria de un templo, con su coro
enverjado, sus techos con pinturas,
su altar lleno de flores, su sagrario
iluminado con mecheros de oro;
el recuerdo también, porque la daban
miedo aquellas inmóviles figuras
de mármol que tendidas reposaban
encima de sus anchas sepulturas,

es preciso habérselo visto y oído hacer y decir a Matilde; la creciente angustia del juez ante el tremendo esclarecedor relato de la ingenua y enamorada doncella…, es preciso habérsela visto representar a Barroso en la noche del estreno; pero la escena novena volvió, no a enfriar, pero sí a descolorar la representación.

Lo misterioso de la historia, lo terrorífico de la situación, la calma heroica del rey mártir, la indecisa concentración de las pasiones del juez, la inconsciencia de la realidad de la hija y de la amante, dieron por un momento a la verdad el dominio sobre la poesía y partió en silencio al patíbulo el incógnito e innominado protagonista. Quedó el teatro y el público en el silencio de la espectación, y yo, en la duda del éxito, y más convencido que nunca de que la verdad de la naturaleza no es la verdad del arte. Ésta volvió a surgir en la escena al recobrar Aurora sus sentidos. Matilde, con la mirada extraviada, los movimientos inciertos, la voz perdida aún en la cavidad de la garganta, sin que el aliento pudiera aún extraerla de los pulmones, preguntó:

¿Qué sucede?, ¡ay de mí!, los pensamientos
no acierto a combinar en mi cabeza.
¿Y Gabriel?

y empezó a buscar a Gabriel y a sentir por la ventana el rumor dela plaza, y vió y escuchó, pero no concibió lo que oía ni lo que miraba, pero se lo hizo comprender al espectador y le estremeció. ¡Allá va! ¿A dónde se le llevan sin ella? ¿Qué palos son aquéllos? ¿Qué le ponen al cuello? ¡Es una soga! Una nube sangrienta la ofusca la mente. ¡Un sacerdote!; y comprendiendo de repente, grita vuelta a Santillana:

 
pero vos, ¡miserable!, que sois hombre,
gritad conmigo…

y el juez, vencido, invoca el nombre del rey; pero el grito, el aullido, el estertor, todo junto, que constituyó la exclamación e Matilde, ¡ay!, ¡es ya tarde!, no son para escritos.

Lo más a tiempo, lo mejor, que ha hecho y ha dicho Florencio en su vida, es el decir a Santillana:

 
Tomad: sepamos la verdad postrera,

y obligarle a tomar y abrir el relicario que encerraba el secreto del rey Don Sebastián.

Lo mejor que hizo Matilde en Traidor, inconfeso y mártir, fué el final. Al reconocer el retrato de su madre y al rechazar a su padre…, estuvo sublime de dolor y de ira:

¡Tu hija! ¡Esto tan sólo me faltaba!
Tú, para que su muerte te perdone,
me llamas hija tuya…, mas te engañas;
nada hay en mí que tu maldad abone;
para ti sólo hay odio en mis entrañas.

Aquí acababa el drama: el mal gusto del tiempo me arrastró a prolongar con veintiséis versos más tan repugnante escena: sólo Matilde pudo hacerla pasar:

El telón cayó en un momento de silencio, que se cambió en un espontáneo y general aplauso. El autor y los actores fuimos llamados al proscenio: Julián sonreía, Matilde no podía respirar, Barroso estaba convulso como si fuese a sufrir un ataque de nervios…, de mí no sé lo que era… Pero ¿gustó el drama?

Sus siguientes representaciones dieron el mismo resultado cada noche: Romea le retiró a los pocos días del cartel y no se volvió a hacer más en el teatro del Príncipe.

Andando el tiempo, Catalina, separándose de Julián, formó compañía y ajustó a Matilde; y habiéndose llevado con ella la mayor parte del repertorio de Julián, Catalina hizo su presentación con mi Traidor, inconfeso y mártir. ¡Qué éxito el del pastelero! Mi drama se hizo en todas las provincias, y en toda, las Américas, y aun es hoy de repertorio en todos los teatros, menos en los de Madrid; y he visto actores muy medianos y sin pretensiones, y hasta de teatros caseros, que siempre se han hecho aplaudir en el papel del rey Don Sebastián.

Yo estoy muy pagado de ser autor de esta obra mía, y Matilde la ha dado a conocer en todos los países en que se habla la lengua castellana, gracias a Catalina.

¡Bendita Matilde! Desde la noche de su estreno data el cariño fraternal y la gratitud que la tengo y la tendré siempre.

Post scriptum. —¡Pobre Barroso! Víctima de la medicación a grandes dosis, murió de repente una tarde en el teatro, saturado de yodo y otras drogas de este jaez. En un ensayo exhaló repentinamente un profundísimo gemido: dió luego un gran grito y dijo: «¡Me muero!» y una repentina parálisis comenzó a apoderarse de su cuerpo, comenzando por los pies. No hubo tiempo más que para conducirle a la habitación y cama del portero, donde recibió la Extremaunción, y expiró contando cómo se moría: ya se me ha muerto el brazo derecho, exclamaba: ya se me muere el corazón…; lo último que pareció vivo en él fueron los ojos, cuyos párpados no quisieron cerrarse. Desde la representación del Traidor, inconfeso y mártir, dejé de escribir para el teatro.

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Parte 3: En el mar

I - II - III - IV - V

Allende el mar

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Hojas traspapeladas

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