Recuerdos del tiempo viejo: 40
IV
[editar]El 27 de noviembre de 1854 me despedía de Muriel y de Torres Caicedo, quienes me habían procurado veintidós cartas de recomendación para Méjico; yo iba recomendado por importantes personajes influyentes de las Américas españolas, desde el presidente de la república, Santana, hasta el empresario del Teatro Viejo, y llevaba un pequeño crédito para hacer frente a los gastos de los primeros días de mi llegada, suponiendo Muriel que con mi nombre y las cartas, no necesitaría más en Méjico para hacer allí mi fortuna.
El 28 por la noche me despedía en la estación del ferrocarril una mujer en cuyos brazos dormía un ser inocente nacido en el pecado, por quien debía yo vivir, trabajar y volver de América rico. A las dos de la mañana me embarqué en Boulogne, en uno de los viejos cascarones que hacían entonces la travesía del canal de la Mancha, y a las ocho me alojé en Londres en un modesto hotel, no lejos de Charing-Crose.
Londres es para mí la ciudad más antipática del universo, y los ingleses de Londres los más antipáticos individuos de la raza humana. El inglés de Londres cree que para ser algo en el mundo, y para salvarse después de la muerte, lo primero que se necesita es haber nacido inglés y en Londres, y que el resto de la tierra no es más que el patio y las caballerizas de Inglaterra. Mi padre me decía pocos meses antes de morir en Torquemada:
—Desengáñate, hijo; mientras el mar no se trague la isla de la Gran Bretaña, no habrá paz en ninguna parte.
Y sea por la mala idea que de ellos me hizo concebir mi padre antes de que yo los viera en su país, o sea porque yo lo he visto siempre a través de Gibraltar, pasé por Londres sin detenerme más que a tomar mi pasaje de primera cámara en el Paraná, y continué mi viaje a Southampton, de cuyo puerto debía zarpar. Pero el Paraná no anclaba en Southampton: el Gobierno inglés le había embargado para llevar tres mil hombres a Crimea; y aunque la Compañía de los vapores del Atlántico gestionaba con esperanzas la devolución de aquel buque y preparaba otro, los viajeros y la correspondencia del Paraná debíamos esperar indefinidamente a que se resolviese la cuestión entre el Gobierno y la Compañía. En las oficinas de la Agencia de ésta tropecé con el general mejicano García-Conde, a quien me había presentado en París el embajador Pacheco, y que debía ser compañero mío de navegación. Mal de muchos… y nos juntamos y comenzamos a vivir juntos, y a comentar nuestra situación expectante, animándonos el uno al otro a esperar, renegando de Inglaterra, el momento de salir de su territorio modelo. Al otro día por la mañana oímos hablar español en el cuarto inmediato al que nos alojábamos, y el general García-Conde creyó oír pronunciar mi nombre por los que en español hablaban. Propusímonos verlos, por si conocidos nos eran; pusímonos en acecho, dejando entreabierta la de nuestro aposento para ver a los que por la puerta del inmediato saliesen, y al fin di yo en brazos de Ramón Losada, el relojero de Regent-Street, que era el huésped del contiguo aposento. Rió, bromeó, se conmovió y aún lloró escuchándome; aprobó mi resolución de ir a Méjico, me presentó a un joven que le acompañaba, pasajero también del Paraná, y me dió dos cartas para la capital del imperio de Moctezuma: la una para un loco que escribía en periódicos y que podía servirme de mucho, y la otra para un su corresponsal, que podría darme por cuenta suya seiscientos duros en la ocasión en que yo los necesitara.
Losada era en Inglaterra un originalísimo personaje: conocido en todas partes, en todas era útil y por todas se metía como por su casa. A la de un conocido suyo nos hizo trasladar con nuestros equipajes, y en ella estuvimos cuatro días cómoda y alegremente. Allí me hizo trabar amistad con el joven en cuya compañía venía, que era un señor don Ángel Juanbelz, comerciante enriquecido en San Luis de Potosí, adonde regresaba, y a quien me puso por compañero en el camarote del buque, cambiando mi billete por otro mejor, según dijo y razones que me dió. Dejéle hacer, convencido de su buena voluntad y de su conocimiento de aquel país y de aquellas gentes, y cuatro días después del en que debía partir, esto es, el 6 en lugar del 2, apareció en el puerto el Paraná, buque negro, viejo, enorme y feo, como la ballena que se tragó a Jonás. El 8, al mediodía, nos condujo Losada en un bote a bordo, nos recomendó al capitán Lees, a quien conocía, nos instaló juntos al general García-Conde, a Juanbelz y a mí; y he aquí un rasgo característico de Losada, que se había hecho inglés y era comerciante.
A última hora, encerrándose con Juanbelz y conmigo en el camarote, me dijo de esta manera:
—El señor Juanbelz lleva de mi fábrica cuarenta relojes a Méjico. Cuando desembarquen ustedes en Veracruz, él, que conoce allí a todo el mundo, dirá a todos quién es usted y armará el jaleo consiguiente. Su reputación de usted hará probablemente inviolable su equipaje; hágame usted el favor de meter en el fondo de su maleta los cuarenta relojes de mi amigo, y unos cuantos paquetes de encajes de Bruselas que con ellos lleva, y nos ayudará usted a hacer una grande economía.
—Pero, hombre —le dije—, ¿y si me registran mi equipaje?
—Juanbelz, que estará presente, lo declarará suyo, pagará, y no haremos la economía.
Fraude lo llamé yo en mi conciencia; pero como ni los aduaneros ni los Gobiernos suelen tenerla, me callé; y quien calla otorga, dice el refrán.
Comenzó el Paraná a lanzar resoplidos de humo y fuego por sus válvulas y chimeneas, y a sacudir aletazos como Leviatán, y comenzaron a abandonarle los que en los botes a Southampon debían volverse. Losada abrió un saco que consigo traía, y comenzó a llenar de cajetillas y de tabacos habanos el sombrero de Juanbelz; pidióme luego el mío, e hizo con él la misma operación, diciendo:
—En el buque todo el mundo fuma, y mucho; no hay cosa mejor que hacer. Usted, que no es gran fumador, busque las cajetillas del fondo, que son las de mejor papel, y acuérdese de mí siempre.
Y así diciendo nos abrazó, se lanzó al bote tan ligero y seguro y alegre como un muchacho; y cuando el Paraná se mecía ya entre cielo y agua, le vimos con el anteojo del capitán saltar en el muelle y desaparecer entre la gente. Fué el último español y el último amigo de quien me despedí, convencido de no volverle a ver.
Al arreglar mi equipaje en mi camarote, y al desocupar, para colocarle en su funda, mi sombrero de las cajetillas con que Losada me le había atestado, hallé entre las del fondo una carta dirigida a mi nombre, que decía: «el capitán te los cambiará»; hablaba de cuatro billetes de veinticinco libras esterlinas, que acompañaban dentro del sobre sus cinco palabras escritas en un pedazo de mal papel. Tal era Losada, de quien ya he dicho algo en mis RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO.