Recuerdos del tiempo viejo: 6
VI
[editar]Como el relato de las muchachadas de ambos no entra por nada en la explicación de mis preguntas finales en el artículo del lunes último, voy adelante con mis desatinos personales. Escribí muchos en El Porvenir: a Cervantes y a Calderón, cuantos pudieron ocurrírseme, y a la luna de enero, donde dije que el cielo era ojo de la eternidad y la luna su pupila; escribí en fin, los suficientes para impacientar a cuantos tenían sentido común y estudios, y gusto en las bellas letras; pero Nicomedes y Donoso seguían sosteniéndome y animándome, y yo seguí asombrando al público con la multitud de mis poéticos engendros.
Una noche me encontré al volver a mi casa de pupilaje, una carta de D. José García Villalta, que decía: «Muy señor mío: he tomado la dirección de El Español, periódico cuyas columnas surtía Larra con sus artículos: pues la muerte se llevó al crítico dejándonos al poeta, entiendo que éste debe de suceder a aquél en la redacción de El Español. Sírvase usted, pues, pasar por esta su casa, calle de la Reina, esquina a la de las Torres, para acordar las bases de su contrato. Suyo, afectísimo, J.G. de Villalta.»
Era éste el autor de El golpe en vago, la novela mejor escrita de las de la colección primera del editor Delgado. Teníale yo en mucho desde que la había leído, y las relaciones entabladas con el hombre acrecentaron mi respeto y mi estimación hacia el escritor. Villalta era un hombre de mucho mundo y de un profundo conocimiento del corazón humano: de una constitución vigorosa, con una cabeza perfectamente colocada sobre sus hombros; de una fisonomía atractiva y simpática, con una boca fresca, cuya sonrisa dejaba ver la dentadura más igual y limpia del mundo. Su cabellera escasa era rubia y rizada, y no he podido nunca explicarme el por qué su busto, abultado de contornos, me recordaba el olímpico busto de Nerón, pero del Nerón poeta y gladiador en su viaje a Grecia: el Nerón que ponía fuego a dos viejos barrios de Roma para obligar al municipio republicano a construir otro nuevo, tan suntuoso como la mansión palatina que él junto a lo incendiado habitaba. Yo tengo a Nerón por un emperador muy calumniado; y desde que he vivido en Roma, estoy convencido de que hizo bien en quemar lo que quemó, para que se construyera lo que se construyó; y a este Nerón que yo me figuro, es el Nerón a quien me figuraba yo que se parecía Villalta.
El hecho es que Villalta era todo un hombre: sobrio y diligente, pero gracioso y amabilísimo; como andaluz de la buena raza, su trato era fascinador; y en cinco minutos influyó sin duda en mi aceptación. Era una sala grande cuadrada, en cuyas blancas paredes no tenía Villalta más adornos que dos espadas de combate, dos sables de academia de armas y un magnífico par de pistolas. Una grandísima mesa de despacho, cargada de papeles, estaba entre él y yo, y por una puerta entreabierta se veía en el inmediato aposento el baño del que acababa de salir.
Vió Villalta que no era yo hombre de abandonar a Donoso y a Pastor Díaz, sin una grave razón, y me dió una carta para ellos, en la que les decía las proposiciones que me había hecho y las razones que yo le daba. El Porvenir tenía apenas suscripción, y El Español la tenía numerosa. Si me querían bien, debían dejarle dar a mis versos la más lata publicidad, etc.
Ofrecíame un sueldo con que no había yo contado nunca, y que entonces creo que no sabía contar en moneda efectiva: pagarme aparte las poesías del número de los domingos, que era una revista de mayor tamaño; la colaboración en el folletín con Espronceda, convaleciente ya de una larga enfermedad, y mi presentación inmediata en su casa por él en persona. Espronceda era el ídolo de mis creencias literarias. Donoso y Pastor Díaz me autorizaron, abrazándome, para abandonarles, y me pasé al campo de Villalta sin traición ni villanía.
Continué en él publicando centenares de versos, entre los cuales había algunos chispazos de ingenio que hacían, por efecto de la moda, no parar mientes en mis infinitos y excéntricos disparates. Es verdad que contribuían a darlos boga las lecturas que de ellos hacía en los salones del Liceo, en el palacio de los duques de Villahermosa, quienes, ausentes de Madrid a la sazón, se los habían cedido a aquella sociedad literaria y artística. Era el Liceo… Pero ya ha dicho lo que era, en La Ilustración, el ameno Curioso parlante don Ramón de Mesonero Romanos; y ante él arría bandera quien en su juventud supo aprovecharse de su picante y donosa crítica, y hoy se complace en hallar una ocasión de darle una prueba pública de consideración y respeto. Allí, en el Liceo, reñí yo y gané grandes batallas, y cobré fama de gran lector; allí ayudé a subir a la tribuna y entrar en la palestra literaria a Rodríguez Rubí, con su precioso romance de la venta del jaco; allí coroné una noche a Carolina Conrado y presenté una mañana a Gertrudis Avellaneda; allí… pero lo que sucedió allí lo sabe todo el mundo, y lo que no sepa se lo dirá mejor que yo el Curioso Parlante.
Ya se lo ha dicho en La Ilustración del 22 de octubre: «de allí salieron los que allí figuraron después como ministros, embajadores, consejeros, senadores, diputados y publicistas, alternando en diversos bandos y épocas, según la marcha de los sucesos: y sólo Zorrilla y el que esto escribe se obstinaron en conservar su independencia y su nombre exclusivamente literario, sin aspirar a su engrandecimiento por otros caminos; con la circunstancia en pro de Zorrilla de que a mí sólo me faltaba la ambición, y a Zorrilla le faltaban la ambición y la fortuna». Ésto dice D. Ramón de Mesonero Romanos, y Dios le bendiga, como yo le agradezco, que lo haya dicho.
Lo que no dice y le voy a decir yo a usted, mi querido Velarde, es cómo éste a quien llama ilustre, corriendo quijotescamente tras de ideales fantásticos, no era en la vida social ni en la literaria más que un tonto y un ingrato.