Recuerdos del tiempo viejo: 95
I
[editar]Corrían los años de 1827 al 29; reinaba el señor rey Don Fernando VII, a quien llamaron el Deseado sus buenos vasallos, que por él se batieron contra Napoleón, y de otro modo los que se arrepintieron de haberse por él batido; era ministro de Gracia y Justicia y secretario de Estado don Tadeo Calomarde; corregidor de Madrid, don Tadeo Ignacio Gil, último corregidor de coleta, zapato de hebilla y sombrero de tres picos de la monarquía española; era inquisidor general el doctor Verdeja, latino emperrado que llamaba coplas a cuanto en verso castellano han escrito desde Juan de Mena hasta Meléndez Valdés y Arriaza, de quienes fué amigo; comisario general de Cruzada el espléndido doctor Varela, opulento y mundano eclesiástico, protector a su modo, y al modo de aquellos tiempos, de los literatos y artistas que a su protección acudieron; director del Seminario de Nobles, el P. Gil; director empresario y autócrata del teatro el inteligente y diestrísimo italiano Grimaldi, y, por fin, Superintendente general de policía el padre del que escribe estas líneas.
Para dar razón de cada uno de estos personajes desde Calomarde a mi padre, podría escribir un tomo de tan curiosas como ignoradas anécdotas, características de aquella época calificada de década ominosa, y de la cual queda aún no poco que aclarar. Cúmpleme aquí solamente decir cómo llegó el último a la superintendencia de policía, magistrado tan íntegro como severo, juez tan incorruptible como hombre consecuente con su partido, por cuyas altas y nobles cualidades cargó alguna vez con ajenos pecados y altas responsabilidades; que es lo menos que puede hacer un hijo, perdido por no haber nunca seguido partido alguno, por un padre que se perdió por ser caballerescamente lea al de quien él creía su legítimo rey y señor; el hijo, por no tener fe más que en Dios, ha vivido siempre al amparo de la Providencia y de su trabajo; y el padre, por poner su fe en hombres sin ella, murió olvidado en el rincón de su hogar, después de haber tenido en sus manos los secretos y los destinos de la mitad de la nación. El hijo puede, pues, haciendo caso omiso de las opiniones de su padre, resucitar la memoria del integérrimo magistrado y del Superintendente de policía que limpió de ladrones, rufianes y vagos la capital y obligó al Municipio y al Corregidor a cuidar de su alumbrado y policía urbana por primera vez, después del desorden y abandono en que la dejaron las guerras extranjera y civil que desmoralizaron a España desde 1808.
Mi padre debió a la protección del Asistente de Sevilla, Arjona, y del duque de San Carlos y del infantado, el ser nombrado gobernador de Burgos, donde recibió en latín, a su paso, al duque de Angulema; digo en latín, porque la oficialidad francesa de aquel general se entendió en aquella lengua con la autoridad de aquella provincia: desde la cual fué mi padre trasladado a la Audiencia de Sevilla, para que pudiera ingresar en la Sala de alcaldes de Casa y Corte, y después en el Consejo de Castilla, antes de entregarle la superintendencia general de policía del reino, lo cual sucedió a fines de 1827.
Madrid, mal empedrado, peor enacerado, y alumbrado tan sólo por algunos malos faroles de aceite que se apagaban pronto, y por los que los vecinos estaban obligados a poner en los portales, que cerraban más pronto por evitar gasto y escándalo en sur sucios rincones y tortuosas escaleras, se cubría desde el anochecer de ladrones y gentes de mal vivir, que impedían las reuniones y tertulias de las gentes honradas y las buenas entradas en los teatros, por temor a los riesgos que corrían a la vuelta a sus hogares. Mi padre puso por condición a su aceptación de la superintendencia, el vivir en Madrid estudiánlole unos cuantos meses, como uno de sus alcaldes de Casa y Corte; y cuando tuvo arreglada su policía (en otra ocasión diré cómo), se instaló con sus oficinas en el piso principal de la casa que hoy habitan los duques de Santoña, en la calle del Príncipe, esquina a la de las Huertas, como tal Superintendente general de policía.
Atajó y puso cotos a aquel fanatismo realista basado en la tremenda Real Orden de 9 de octubre de 1814, expedida por el general Aymerich, cuyos once artículos declaraban reos de lesa majestad y condenados a la horca a la mitad de los españoles; modificó el reglamento de policía que databa del 1815, desde el primer ministro de ella el mariscal de campo don Pedro Agustín Echávarri; y a pesar de estar todavía sostenidos los delatores y apaleadores de Chaperón y de Capapé por Ugarte y Chamorro, que aún privaban con el Rey, el Superintendente refrenó vigorosamente sus agresivas demostraciones ahorcando como por equivocación a varios jefes de aquellas partidas de la porra, muchos de cuyos individuos habían buscado la impunidad de delitos ordinarios y de condenas judiciales bajo la capa de su acendrado amor al soberano absoluto. En vano se importunó al Rey y al Superintendente en favor de estos acérrimos realistas; éste reclamó de aquél las facultades omnímodas y la absoluta libertad de acción que había pedido, y se declaró dispuesto a presentar la dimisión de su cargo si S.M. no le creía digno de toda su confianza.
Basta con lo dicho para comprender que si bien Madrid vivía bajo la opresión política de un partido, cuyos elementos, maleados por la fanática exageración del sentimiento religioso y del absolutismo realista, producían lastimosos errores y mal justificadas persecuciones, la autoridad velaba por el orden y la seguridad pública; y el vecindario, aunque no libre del todo de una sospecha o de una delación, podía dormir tranquilo y descuidarse en cerrar las puertas de la calle de vuelta de las representaciones de La Pata de Cabra, en las cuales hacía Guzmán las delicias del pueblo y de la Corte.
Ambos vivían, pues, en ese abandono meridional que apenas se ocupa del mañana, y echando poco menos que a broma todos los enojos y pesadumbres de la vida.
Ejemplos. —Estaban absolutamente prohibido a todos los españoles de las provincias venir a Madrid sin una razón justificada, y el Superintendente visó 72.000 pasaportes por esta poderosa e irrecusable razón, escrita en ellos a favor de sus portadores: «Pasa a Madrid a ver La Pata de Cabra.»
Estaba asimismo rigurosamente prohibido el usar bigote a los paisanos, y un día dió de manos a boca con el Superintendente, Ventura de la Vega, que se lo había dejado crecer.
—Es usted oficial del ejército? —preguntó aquél a éste.
—No, señor —respondió Ventura.
—¿Será usted, pues, oficial de voluntarios realistas?
—Tampoco, señor.
—Pues, ¿por qué usa usted bigote? —dijo con severidad el Superintendente.
—Porque son los únicos bienes raíces que poseo —repuso hipócritamente el taimado Venturita.
Volvióse el Superintendente a uno de los alguaciles que le seguían, y le dijo:
—Lleve usted al señor a una barbería, y que le afeiten el bigote.
Y dirigiéndose a la futura celebridad, añadió:
—Si le vuelvo a usted a encontrar embarbado, le envío a usted a la cárcel con todas sus posesiones.
Afeitado Ventura en la primera barbería cercana, salióse éste a la calle, cuando el barbero y el alguacil le preguntaron:
—¿Se va usted sin pagar?
—Por supuesto —respondió Ventura—. Que le pague a usted S. E., que le mandó afeitarme.
Y el Superintendente pagó la barba.
Prohibidas estaban también las máscaras, y prohibidas deben estar para que tengan aliciente. El Rey las temía por miedo a los conspiradores; la autoridad las temía por miedo a los tumultos; el clero las anatematizaba por miedo a clandestinas venganzas; pero el pueblo deliraba por ellas, porque estaban prohibidas; y el pueblo y la clase media tenían bailes de máscaras, más encantadores cuanto más misteriosamente verificados. Dos o tres opulentas familias de la clase media abrían sus salones a primeras horas de la noche a nobles y blasonadas eminencias envueltas en sencillos dominós, sobre los cuales cerraban cuidadosamente sus puertas y sus ventanas, para bailar hasta las doce, al son de discreta o sordina música. El Rey, que detestaba las máscaras y era a veces muy celoso de su autoridad, dijo una noche en su tertulia al Superintendente de policía:
—A pesar de su absoluta prohibición, hay máscaras en Madrid. ¿Lo ignora la policía?
—La policía lo sabe mejor que V.M., puesto que sabe el por qué las hay —respondió con respeto, pero con firmeza, el Superintendente.
—El Rey espera que la policía le manifestará ese por qué.
—Y S. M. quedará satisfecha —repuso el Superintendente a la orden embozada que encerraban las palabras del Rey.
La infanta Carlota y la princesa de Beyra, que asistían a la tertulia, tuvieron durante este diálogo, la primera, los ojos tenazmente fijos en los serenos del Superintendente, y la segunda, constantemente bajos los suyos.
Tres noches después, a las once y tres cuartos, entraba por la puerta de las caballerizas reales una berlina de dos caballos, sin blasones ni libreas, de la cual se apearon dos damas envueltas hasta las cejas en espesos mantos. Atravesaron sin luz el patio, abriéndolas un postigo un embozado que las acompañaba y entraron en palacio por una de las escaleras de servicio; pero al desembocar por su puerta en el piso principal, hallaron con asombro tras ella al Superintendente con toga y vara, a quien un ujier alumbraba con un candelabro de plata; y entre aquella extraña autoridad y aquellas misteriosas damas, se trabó este breve diálogo:
UNA DAMA. —¿Aquí tú a estas horas?
EL SUPERINTENDENTE. —Esperando a Vuestras Altezas para acompañarlas.
—¿A dónde?
—Al cuarto de S. M. el Rey. Vuestras Altezas saben que tengo llave y entrada en su cuarto a todas horas, y los monteros de Espinosa orden de dejarme pasar.
La dama que había tomado la palabra irguió fieramente la cabeza, y dijo plantándose ante el inflexible togado:
—¿Y si yo no quisiera seguirte y me volviera atrás?
—Hallaría Vuestra Alteza tras de todas las puertas, cruzadas las alabardas del zaguanete.
Vaciló un instante la dama enmascarada, y tembló todo su cuerpo como atacado de una convulsión bajo los pliegues de la seda que la envolvía; pero dominada por su fuerza de voluntad o no queriendo estrellarse contra la del Superintendente, le dijo:
—Vamos.
Y echó tras él con resuelto paso, seguida por su trémula compañera. El Rey esperaba aún en su despacho: el montero de Espinosa se le anunció, y presentóse ante Su Majestad el Superintendente seguido de las dos enmascaradas damas, pues llevaban aún sus dominós bajo los mantos.
—¿Qué me traes ahí? —preguntó el Rey al magistrado.
—El por qué hay máscaras en Madrid —respondió éste mostrando a las damas, que no eran otras que SS. AA. las infantas doña Luisa Carlota y la princesa de Beyra.
Cuando, muchos años después, me contaba la primera, en la casas número 40 de la calle de la Luna, donde habitaba accidentalmente, esta escena que yo sabía por las notas de mi padre, me decía aquella señora, tan notable por su belleza como por su resolución:
—Hoy, sólo por los buenos ratos que me han hecho pasar las comedias del hijo, perdono al padre los malos ratos que me dió.
Y efectivamente, aquella princesa era la más asidua espectadora de mi Sancho García y del Zapatero y el Rey, en cuyas representaciones la veía en su palco de proscenio antes de levantarse el telón.