Recuerdos del tiempo viejo: 81

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​Apéndices de Recuerdos del Tiempo Viejo​ de José Zorrilla


VII[editar]

Había caído Comonfort, y habían sido presidentes Zuloaga y no sé quién más, y había llegado a presidente Miramón, y habían salido en su lugar al campo los liberales, y no les había podido aquél desalojar de Veracruz; y comenzaba ya a preverse una intervención europea, y Méjico se sentía, en suma, como si el apagado volcán del Popocatepetl hirviese bajo su capital, cuando la graciosa presidenta y las señoras más ricas dispusieron para el 18 de julio una función lírica, desempeñada en el Teatro Nacional por notabilidades mejicanas, artistas jamás dedicados al arte teatral, a beneficio de los pobres.

Por una de esas contradicciones de nuestro modo de ser en esta nuestra progresiva centuria, aquellas belleza republicanas y aquellos republicanos artistas se desdeñaron de ser ensayados por ningún actor cómico; y la Comisión de señoras, en un billete noble y heráldicamente timbrado, me impusieron la obligación de dirigir y ensaya El Trovador, de Verdi, y de pedir, en una composición ad hoc, el óbolo de oro que el público debía depositar en las bandejas de plata. ¡Noche deliciosa! Un recuerdo de luz, flores, armonía, lujo mundano y caridad espléndida, en medio de los tristes y oscuros de mis pesares; una de las mil una noches, de cuyo fantástico relato quedan en mi memoria, y en las efemérides de aquel año, las imágenes y los nombres de la preciosa niña González Bossero; que, azucena apenas abierta al soplo de las auras de su décimosexto abril, hizo una Azucena que trascendía aromas de juventud a través del oscuro afeite y los harapos de la gitana, robadora del Trovador; y la de la señorita Peralta, que recorrió después los teatros de España, Italia y Viena, derramando placer en los corazones y recogiendo flores con que tejerse en su patria una corona inmarcesible.

Yo pedí y saqué aquella noche para los pobres más doblones que letras tenían los doscientos endecasílabos de mi plegaria; es tal vez la única que en mi vida me han parecido buenos mis versos, y que dormí satisfecho de haberlos escrito.

Y me volví a mi torrecilla, con mis pájaros, con mis flores y con mi nunca confeccionada lectura de La Mandrágora; pero mientras yo apacentaba mis ojos en el tapiz perfumado de aquel jardín tendido bajo mi balcón, y en aquel jirón de cielo limpio y sin un vapor por el día, y tachonado de radiantes topacios por la noche, la tempestad se cuajaba sobre la inmediata capital, y cien huracanes políticos, en forma de numerosas bandas de sublevados, se la acercaban rodeándola y apretándose por doquiera y por doquiera surgiendo y multiplicándose. En un sermón que predicó el ilustrísimo Sr. Madrid, en el Carmen, predijo que aquéllos eran los últimos cultos que allí recibía la Madre del Redentor bajo aquella advocación. El Obispo Madrid era un santo hombre, a quien el pueblo veneraba como a tal, y aquel inesperado vaticinio produjo entre los creyentes imprevisto asombro y recelosa inquietud. El ministro Llave, de Veracruz, tuvo que expedir un decreto poniendo fuera de la ley a las partidas pequeñas y piquetes sueltos que, con pretexto y nombre de constitucionales, saqueaban los pueblos y asaltaban las haciendas; en la de San Gregorio fué asesinado Zuazuá; y su compañero el general Vidaurre, que se salvó milagrosamente, tomó de la muerte de su amigo rápidas y sangrientas represalias. Arias, el comandante español de la fragata Berenguela, reclamó al Gobierno de Veracruz sobre la captura de la barca Concepción, por cuyas reclamaciones comenzó a fermentar en el partido constitucional la antigua inquinia contra los gachupines (españoles). Fúgase el presidente Zuloaga, y apodérase Miramón del poder; pero es derrotado en Silao por González Ortega, y vuelve a Méjico disfrazado en la diligencia. La Junta de representantes confirma su reelección a la presidencia, y nombra un nuevo Ministerio; los periódicos religioneros suben el tono, y con pretexto de nombramiento de nuevo tesorero de la catedral, se celebró una gran función religiosa, última por entonces que celebrar permitieron los acontecimientos desastrosos que la exageración de ambos partidos precipitaba. El Gobierno de Oajaca y los de otros Estados, destituyeron de la cura de almas a los eclesiásticos que no juraron la Constitución, y el general González Ortega dirigió una circular a los ministros extranjeros residentes en Méjico, anunciando que tenía orden del Gobierno constitucional de tomar la capital, y que no respondía de los daños que a sus nacionales ocasionara la guerra. El general Márquez, que estaba preso, pidió salir a batir a los constitucionales: pusiéronle en libertad, y prometiéronle gente, por ser uno de los militares de carrera y de estudios del país. El Obispo Munguía predicó en la Colegiata un sermón que no satisfizo a nadie, porque en él pretendió probar la protección divina prometida a la Iglesia independiente de todo poder humano, mientras se acogían a centenares a la capital los eclesiásticos desposeídos, y las familias ahuyentadas de Tulancingo, Cuernavaca y otros puntos, por las guerrillas y cuerpos de ejército constitucional.

En medio de este tumultuoso desorden, surgió la noticia del arribo del embajador de España, D. Joaquín Francisco Pacheco, al puerto de Veracruz. Una palabra produce a veces un cambio, un trastorno o una revolución: los pueblos se pagan mucho de las palabras; la de embajador hizo un maravilloso efecto en aqél. Hasta entonces no ha|ian enviado a Méjico más que ministros plenipotenciarios, encargados de negocios o cónsules generales, las naciones de Europa; pero aquél era un embajador, y España había ganado pocos años antes, con la gloriosa guerra de África, el derecho a ser tenida por una gran nación; y los recuerdos viejos, la fastuosa dominación de sus virreyes y la fama del jurisconsulto y del literato, hicieron de D. Joaquín Francisco Pacheco un personaje de Las mil y una noches. Los periódicos religioneros llenaron sus columnas de biografías y necomios del embajador, y los libreros no perdieron esta ocasión de embadurnar las esquinas con carteles anunciadores de las obras del famoso jurisconsulto, y hasta los criados de mi huésped y los de sus amigos, sabiendo que yo tenía la dicha de conocerle, me decían en su mimoso, expresivo y familiar lenguaje: «¡Ay, niño; a ver si este señor nos arregla por fin!» El 22 de agosto, a las cinco de la tarde, llegó Pacheco a las puertas de la capital: cuatro mil carruajes le formaron valla: el Gobierno salió a recibirle a más de una legua fuera de la cuidad, y los ministros entraron con él en su carretela, cuyo paso seguía la multitud vitoreándole. Nadie llegó con más autoridad a tierra extranjera: los españoles del comercio le habían preparado un suntuoso banquete en la casa-palacio donde le alojó el Gobierno, y a él habían sido convidados los ministros, los banqueros, el cuerpo diplomático y cuantos espa~oles notables en la capital se encontraban. Yo había conseguido eliminarme y nulificarme de tal manera, que ni tenía puesto en la mesa, ni nadie se acordó de mí. Pero habiendo yo salido al camino, como todo Méjico, a ver la entrada del embajador, y habiendo llamado naturalmente la atención de éste el carruaje ligero en que mis canelos, guarnecidos a la europea, nos arrastraban al doctor Sanchíz y a mí, reconocióme y saludóme con la cordial alegría de un padre que vuelve a dar en país lejano y tras largo tiempo con un hijo pródigo a quien creía ya para siempre perdido. No me era posible esquivarme de la inmediata visita, e hícele pasar mi tarjeta al salón en que esperaban con él los invitados la orden de pasar al comedor. Pacheco fué uno de mis tres primeros amparadores; él, Donoso Cortés y Nicomedes Pastor Díaz, pelearon por mí y perdieron la votación contra D. José Joaquín de Mora, con quien optaba yo al sillón que en la Academia española dejaba vacía la prematura muerte del insigne catalán D. Jaime Balmes: él fué quien hijo que, sin hacer yo nueva solicitud, fuese aceptado al jueves siguiente por aclamación como académico, sucesor en esta docta corporación en lugar del famoso crítico D. Alberto Lista: él creó un consulado para un individuo de mi familia: él me había aconsejado y corregido cuando yo le consultaba mis excéntricas elucubraciones; él, en fin, había tenido conmigo las atenciones cariñosas del más benévolo superior. Cuando me presenté en su salón con el Dr. Sanchíz, me abrazó y me besó, y me presentó a todos con expresiones que no olvidaré jamás, pero que nunca repetiré; y al anunciar los ujieres que la sopa estaba servida, los anfitriones se apresuraron a sacrificar a dos de sus convidados para colocarnos en su puesto a mi compañero el doctor y a mí; pero no pude aceptar semejante honor, alegando mi traje de campo y la necesidad de no volver a deshora a la próxima hacienda, en la cual moraba.

–Déjenle ustedes ir sin comer –dijo Pacheco–; ése es de casa, y volverá mañana a la hora de almorzar.

Pocas escenas de las en que he tomado parte en mi larga vida, me han causado más asombro que la de mi visita a Pacheco al día siguiente. Preguntóme y respondíle mil veces y sobre mil cosas: púsele al corriente de la precaria posición del Gobierno, rodeado de enemigos, falto de recursos y del apoyo de la opinión: díjele cómo el pueblo había tomado su representación, colocando su personalidad sobre la del Presidente mismo de su República y al nivel del recuerdo de los virreyes españoles: díjele que sentía que no hubiera tratado diplomáticamente con Juárez y su Gobierno, al pasar por Veracruz, puesto que era huésped de una casa en la que habitaban a un tiempo dos dueños: que debía aceptar la guardia de honor que, igualándole con el Presidente, le habían puesto en su casa, y el carruaje de gala que el Gobierno había puesto a su disposición: que allí nadie andaba a pie, y que la autoridad tenía que estar aún rodeada de todo el prestigio exterior que la hace respetable para el público, que no desune la autoridad de la persona del que la ejerce. Díjele, en fin, cuanto creí que en conciencia debía decirle, y echóse a reír y no quiso creerme: y vi con miedo que no conocía la tierra que pisaba: y, en fin, aquel mismo día, despidiendo la guardia y la carroza, echóse a pie y solo por las calles a examinar los escaparates de las tiendas y a mirar a las mujeres: y diciendo que la vida particular no tiene nada que ver con la etiqueta oficial, se fué a visitar a las señoras y a preparar con ellas veladas y conciertos, y al cuarto día de su entrada en triunfo en la capital, se vendía en las pulquerías y establecimientos de bebidas una compuesta de pulque, mezcal, huevo y azúcar, que los léperos pedían diciendo al vendedor: «Compadre, deme cuatro cuartos de embajada de España.»

Ningún pueblo de tan intencionado ingenio como el mejicano para dar en tierra, con una palabra, con la institución más seria o con la mejor aquilatada reputación.

Esto pasaba por el 26 al 30 de agosto, y entre este mes y el de diciembre, todas las pastorales de los Prelados, todos los ampulosos artículos de sus periódicos y todas las promesas por ellos aseguradas sobre auxilios celestes y terrenales, no pudieron impedir que todos los generales de Miramón fueran derrotados uno tras otro; y el 12 de diciembre, en San Miguel de Calpulalpam, dejó él mismo en poder de su por segunda vez vencedor González Ortega, todos sus trenes, su artillería y cuatro mil prisioneros, entrando a la madrugada, fugitivo y solo, en Méjico, habiéndose dispersado, como las esperanzas de su partido, los diez mil hombres que con él salieron y que no tornaron con él.

La consternación fué general: el desconcierto en la presidencia irremediable: el ejército constitucional avanzó sobre la hermosa y desventurada Thenostitlan de Moctezuma: Miramón y los jefes reaccionarios se fugaron, y Pacheco, y el ministro de Francia, y los generales Berriozábal y Ayestarán, salieron al paso a tratar con el vencedor, que llegaba al frente de veinte mil hombres y noventa piezas de artillería, la mitad de ellas cogidas a los vencidos.

Y aquí empezó la dominación constitucional de Juárez, con quien nada trató Pacheco al pasar por Veracruz.



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"Este libro no necesitaba prólogo…"

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Parte 3: En el mar

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Allende el mar

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