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Recuerdos del tiempo viejo: 28

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XXVIII

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¿Qué pasó en mi espíritu en las horas de desesperada vigilia de aquella tristísima noche? Mi alma había sido desde niño un jardín en donde habían profusa y espontáneamente brotado las rosas de la poesía y las siemprevivas de la esperanza; mi alma había siempre alcanzado a ver un jirón azul del cielo a través de las nieblas de la duda, cuya tinieblas jamás me habían segado, y cuya vorágine jamás había podido absorberme; mi carácter había conservado siempre la infantil alegría del niño, en medio de los trabajos y las vicisitudes de la existencia del hombre; habíanse conservado puros, luminosos, los recuerdos de las historias y de las imágenes simbólicas que en mi imaginación había esculpido mi primera educación religiosa. Las leyendas bíblicas, las tradiciones legendarias, la espléndida imaginería y las maravillas esculturales de la Edad Media, las vírgenes, los ángeles, todas las piadosas creaciones que habían formado el escenario y las figuras de mi desordenada, pero creyente e inspirada poesía, abandonaron de repente mi alma, dejándome en el corazón y en la cabeza un inmenso vacío, por cuyo espacio, sin luz y sin límites, sentía yo perderse los últimos y vagos sonidos de mis cantares, y los impalpables y fugitivos fantasmas de mis leyendas.

Miré descorazonado dentro de mí mismo, sondeé desesperado el arcano de mi conciencia, interrogué mi pasado… y me encontré solo en el mundo. Yo no había procurado nunca ganar amigos; había vivido siempre, sin sentido práctico, fuera de la sociedad de mi tiempo en el país fantástico de la poesía, y no había querido aceptar las ofertas positivas de Pastor Díaz, Pacheco y Donoso cuando habían sido ministros. Luis González Barbo, cuando vivía en el número 3 de la plazuela de Matute, en cuyo número 5 habitaba yo, pasó un día verme, siendo ministro omnipotente, y me dijo:

—Todos los hombres de letras (con perdón por el galicismo) están empleados en los Ministerios y en las bibliotecas; tú sólo no tienes una base de posición para cuando los versos pasen de moda y no te den con qué vivir. ¿Quieres ir de secretario a la Legación de París? Martínez de la Rosa, que será tu jefe, tendrá que venir al Senado y te quedarás dentro de pocos meses de encargado de negocios, interino, en su lugar. ¿Qué dices? —me preguntó Brabo, viendo que yo, cabizbajo, no le respondía.

—Que no —le contesté resueltamente—; y seguí inmediatamente diciéndole: Supongamos que Calderón y Lope son niños de escuela para m y que mis versos valen más que los de Shakespeare y los de Homero; ¿puedes tú probarme lógicamente que, por haberlos hecho, debo y soy capaz de ir a desempeñar la secretaría de una Embajada? Mira, Luis; yo temo que nuestra revolución va a ser infructífera para España, por creernos vanidosamente todos los españoles buenos y aptos para todo y meternos todos a lo que no sabemos. Yo no sé nada, ni sirvo para nada, más que para hacer versos; no sé una palabra de Derecho Internacional, ni tengo maldita la idea de las formas cancillerescas; a la primera dificultad que en mi Embajada ocurra, tiro sin querer por la ventana el honor y los intereses de mi patria, y silban en París al encargado de negocios, y se desacredita para siempre el poeta que ha tenido la suerte de ser siempre aplaudido. Busca otra cosa para mí. Encárgame un Romancero, la refundición del de el Cid, la reivindicación del rey Don Pedro, el poema de Granada, cuyo manuscrito puedo rescatar de La Publicidad, en liquidación; nómbrame cronista legendario de una provincia, de España entera, si quieres, y dame una pensión vitalicia para llevar a cabo mi legendario, cuyo trabajo puede durar mientras me dure la inteligencia, y serviré a mi patria del único modo que puedo serla útil.

Escuchóme a su vez cabizbajo González Brabo, y me dijo al fin, encogiéndose de hombros:

—No hay antecedentes, Pepe, de que se haya hecho eso nunca en España con un poeta, y vamos a levantar contra nosotros un tolle tolle universal.

—Dios mío —exclamé yo—; los antecedentes, los expedientes…, las cosas de España…, es decir, que la crítica, el país y el sentido común callarán y encontrarán bueno que hagas un ridículo embajador de un poeta aceptado como tal, y se levantará España contra el ministro que dé título de poeta-cronista al poeta a quien su nación reconoce ya como un poeta legendario.

—Pepe mío —me interrumpió Brabo—, no se puede vivir en el Parnaso, ten sentido práctico de la vida. Un puesto diplomático te dará una posición y una carrera, y una renta que temo que las letras no darán a nadie en España. En tres meses te pondrás al corriente de lo que necesitas saber, y las nueve décimas partes de los españoles tendrán por mejores tus versos cuando los firmes en un palacio de una Embajada; si no eres nunca nada más que poeta, tus contemporáneos creerán siempre que cuando tu poesía no te ha valido para ser diputado, embajador o ministro, es porque ni tú, ni tu poesía lo habéis merecido. En España no tiene nunca importancia más que el que se la da.

—Pues escucha, Luis; yo no tengo conciencia para sentar plaza de secretario de Legación, y temo que otro ministro que venga tras ti me haga pasar por la vergüenza de presentar mi dimisión.

—Pues mira, Pepe; no hay antecedentes de que la conciencia y la vergüenza hayan hecho prosperar a nadie en nuestro país, y los hombres como tú no suelen tener dos veces ministros amigos como yo.

Luis Brabo tenía razón, pero yo me quedé en paz con mi conciencia, y todavía estoy en mis trece. Aquella noche, en que me vi como un paria sobre la tierra, recordé aquella visita y aquella conversación de Luis Brabo, y no fué el recuerdo que menos influyó en mi convicción de que yo había de morir en mi país en el hospital o en el manicomio, y se apoderó de mí el irresistible anhelo de irme a morir… a otra parte.

Volvió Nebreda: arreglamos el modo de cancelar su crédito, imponiéndole la condición de que me ayudase a vender secretamente mi hacienda. Hízome reflexiones tan justas como juiciosas en contra; pero cedió ante mi tenaz resolución. Para desorientar a la malicia perspicaz de los lugareños, comencé a desmontar los solares que había comprado contiguos a mi casa en vida de mi padre. Efectivamente, no se había engañado éste: bajo aquellos escombros de dos metros de altura había mucha piedra labrada, con cuya venta podría indemnizarme de mis gastos, y suficiente material para cercar mi propiedad de una alta y sólida tapia; y convenciendo al pueblo de que iba a establecerme en una morada en la cual tantas mejoras hacía y tanta seguridad y comodidad me prevenía, compré unos caballos, empecé a ver y cuidar del laboreo de mis viñedos, y un buen día tomé por el páramo el camino de Palencia, capital de mi provincia, que no conocía.

Hospedéme en casa de un antiguo amigo, el vizconde de Villandrando, y mi llegada provocó un curioso incidente.

Súpose mi llegada a Palencia, y los estudiantes se prepararon a darme una serenata, y la compañía dramática una función en el teatro. Como mi familia era conocidísima en el país, y yo pasaba por rico en la provincia y por influyente en Madrid, vinieron a visitarme las principales familias palentinas, y entre ellas la de Obejero, jefe del partido progresista.

Fueron los estudiantes y los cómicos a pedir permiso al jefe político para hacerme sus prevenidos obsequios; pero les fué negado el permiso con no muy corteses razones, diciendo que quién era yo para todo aquel ruido; que serenatas no se daban más que a los diputados y altos personajes: que un poeta no era más que un coplero, etc., etc.

Hízole reflexiones el empresario del teatro, que se resignaba mal a perder una buena entrada, y protestaron los estudiantes; pero insistió en su negativa la autoridad, y amoscáronse los estudiantes, y empezó a unírseles la gente caliente de cascos, y tomaron el desaire como suyo los progresistas por mi amistad con Obejero; y al anochecer se presentó en mi alojamiento el secretario del gobierno político, quien, mozo ilustrado y de muy esmerada educación, no sabía cómo decirme que lo que le enviaba el jefe a que me dijese, era que ensillase mis caballos y me volviera a Torquemada.

Saqué yo tranquilamente de mi cartera la real orden y la carta de Sartorius, dísela a leer al secretario, y le rogué que se las llevara a su jefe para que las leyera y le advirtiese de que yo no renunciaba a mi serenata, y que le hacía responsable de las consecuencias con Sartorius.

A las nueve me dieron la serenata, la gente cantó y gritó alegremente debajo de mis balcones, desde los cuales les dije lo que me ocurrió en prosa y en verso, y todo pasó en adelante con la franqueza y cordialidad más castellanas.

Pero de una de las palabras por el gobernador dichas, brotó otro conflicto para mí, mayor que el de tener que renunciar al bombode una serenata, que me importaba poco, porque yo no he buscado jamás el bombo. Obejero y su partido se empeñaron en sacarme diputado a Cortes en las elecciones que estaban próximas; alegué yo mi ineptitud, insistieron ellos y advertíles yo que debía partirme a París; atajáronme ellos diciéndome que querían absolutamente presentar un hombre nuevo por candidato: que yo diría cuatro palabras sobre propiedad literaria en una sesión, y que en seguida se me autorizaría para irme a Francia, sustituyéndome el marqués de Albaida, que era su verdadero diputado. Quedemos en esto, y volvíme yo a Torquemada, y comenzó Obejero atrabajar en lo convenido; y fuí yo y torné de Torquemada a Palencia siempre que asuntos míos o invitaciones ajenas a tales idas y venidas me obligaron; y mientras ellos preparaban mi diputación, preparaba yo mi fuga, y así llegaron las elecciones.

El marqués de Albaida y yo teníamos (según Obejero me lo escribía) todos los votos del partido; en el supuesto de que yo iba al Congreso, hablaba, se me autorizaba para ir a Francia y el marqués me sustituía, y el partido quedaba tan satisfecho como yo honrado. Pero el marqués de Albaida, que era el hombre de sangre más caliente y de palabra más suelta de toda Castilla, las tuvo tales con el Gobierno y el gobernador, que para sacarle del berengenal en que con sus palabras se había metido, no hubo más remedio que sacarle diputado único inmediatamente.

Y fuera yo del compromiso, y vendida mi hacienda sigilosamente, al fin de una noche pasada en vela apagué con mis lágrimas la lumbre del hogar paterno, me enjugué las últimas con las ropas de aquella cama en que habían muerto mis padres, y sacando por cinturón la trenza de los cabellos de mi madre (que ni quiero ni debo decir cuándo ni como me la procuré), y llevando rellenas de onzas las sillas de los caballos que montábamos, al romper el alba de un día frío y húmedo salimos de la que fué mi casa, mi cachicán y yo, camino de Covarrubias. Desde allí, pagada a Nebreda la deuda de mi padre, y despedido mi criado, con mis caballos y armas vendidos, para Torquemada, me eché yo al mundo solo y desheredado a buscarme por él una vida con la cual no han podido acabar ni las pesadumbres, ni el trabajo, ni las enfermedades, ni las calumnias de la tierra, ni los riesgos de las navegaciones y de las tempestades del mar.



Parte 1

"Este libro no necesitaba prólogo…"

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Parte 2: tras el Pirineo

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Parte 3: En el mar

I - II - III - IV - V

Allende el mar

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Apéndices

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Hojas traspapeladas

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