Recuerdos del tiempo viejo: 33

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Recuerdos del tiempo viejo de José Zorrilla


XXXIII[editar]

Era aquel el primer año en que la juventud de las Universidades se veía privada de sus estudiantiles manteos. Mala, aunque oportuna disposición; porque es verdad que nos quitaba aquel aire de monaguillos que la sotana les daba; pero suprimía, al quitárnosla, entre los estudiantes aquella igualdad democrática, aquella fraternidad escolar, el espíritu, en fin, de corporación que nos hacía a todos considerarnos como hermanos, tratarnos todos familiarmente y ampararnos y protegernos mutuamente, sin distinción de pobres y ricos, de nobles y de plebeyos, de carlistas ni liberales. Cuanto más avanzado en su carrera y cuanto más acaudalado era un estudiante, más alarde hacía de sus rotos manteos y de su deformado tricornio; y los que de sus padres recibían una gruesa mesada, tomaban en su compañía, so pretexto de servicio, a los pobres y desacomodados, cuyas familias, escasas de bienes de fortuna, podían a duras penas sostenerles en los meses de curso universitario. Aquellos mancebos privilegiados de la fortuna, surtían de libros y vestían con sus ropas, que a medio uso y a propósito desechaban, a aquellos desheredados de ella, quienes no tenían inconveniente en aceptar del condiscípulo lo que su amor propio hubiera del superior rechazado. Los nobles y acomodados nos acostumbrábamos a tratar de igual a igual con los menesterosos; y a veces estos menesterosos, que mejor que nosotros estudiaban porque no más que en sus estudios ponían su porvenir, nos repasaban las lecciones por nosotros mal aprendidas, y nos preparaban para un examen, del cual, sin su repaso, no hubiéramos podido salir airosos.

El estudiante pobre contaba para sus futuros medros con la amistad contraída con el rico o el influyente, y de esta igualdad del manteo han salido muchas lumbreras del foro y no pocas dignidades eclesiásticas, apoyadas en justicia por sus encumbrados condiscípulos, que con su justo apoyo han pagado los servicios que de estudiantes los debieron. Donde quiera que un estudiante en riña o apuro pedía auxilio, en su favor acudían cuantos manteo y sotana vestían; lo mismo los que bajo de ellos usaban camisa de batista y repetición cincelada, que los que ocultaban lienzo arpillerado y pantalón de paño de Astudillo o de Santa María de Nieva. Los ricos se hacían obligación y gloria de defender los intereses y los derechos de los pobres, y no dudaban éstos jamás el meterse en un mal paso por ayudar en un arresto riesgoso o en una atrevida calaverada a los ricos, y no había miedo de que salieran de ellos unos que otros mejor librados; porque, bien ni mal, premio ni castigo, los unos sin los otros aceptaban.

Mandaba por aquellos días en Valladolid un jefe político que tenía la hija más preciosa que echó al mundo mujer legítima de gobernador nacido ni por nacer. Era la muchacha una rubia más dorada que la Margarita de Fausto, y más graciosa que la Monna Lisa de Leonardo Vinci; más blanca que una azucena, más ligera que una corza, más alegre y cantadora que una alondra y más querida por un estudiante que Angélica por Medoro y doña Isabel de Segura por Diego Marsilla. Creía el gobernador que no había nacido hombre que por los ojos de gacela de su hija mereciera ser mirado; pero aunque ella no le miraba, por miedo a su padre, con los ojos de la cara, pintada tenía en su mente y esculpida en su corazón la imagen del estudiante, a quien, ni a ninguno de sus amigos, admitía en su casa el altanero gobernador.

Respetábamos los estudiantes aquella pasión recíproca, por todos conocida y patrocinada y acotada y barreada por el padre de la muchacha con cuantos medios estaban al alcance de su paterna y civil autoridad. Pertenecía el estudiante a una familia de Madrid, y un oficial de graduación se daba ya humos de ser por el padre favorecido y por la chica no mal mirado; con lo cual, y sin que nadie hubiera formulado en palabras semejante idea, fermentaba una todavía oculta rivalidad entre la guarnición y la estudiantina. Solía ésta salir en rondalla algunas noches y dar algunas serenatas a las doncellas más conocidas por su hermosura o su posición, y formaban la mayor parte de los músicos de aquella estudiantina los de Madrid, entre los cuales casualmente había muy aventajados instrumentistas; pero la rondalla estudiantil no se había parado nunca bajo los balcones del gobernador, por no hacer mal tercio al estudiante Medoro de aquella Angélica. Fuése por temor de que alguna noche se parara, o porque la influencia militar con el gobernador, que naturalmente recibía en su tertulia a los jefes superiores de la guarnición, lo hubiera de él conseguido, o por un insignificante tumulto que una de las serenatas produjo, aquella autoridad prohibió las rondallas galantes de los escolares, con tan justo despecho de éstos como disgusto de la población, que con su nocturna música se deleitaba. Hacía, pues, más de dos meses que nada turbaba el nocturno silencio de la pacífica ciudad de Cazalla, cuando llegó el Carnaval, y con el último de sus tres días el del santo patrono de la rubia hija del hosco gobernador.

Daba éste por la noche, para celebrar el día, lo que hoy llamamos, y aún felizmente no se llamaba, una soirée, después de la cual debía de servirse lo que ya afrancesadamente se llamaba un ambigú; y a ambas cosas estaban invitados los jefes superiores civiles y militares, entre los cuales contaba el presumido pretendiente, rival presunto del estudiante. Que el capitán general, por su personal galantería o por instigación del oficial enamorado, la hubiese dispuesto, ello fué que a las diez de la noche rompió en una brillante serenata una banda militar bajo los balcones del gobernador, que en la calle de Santiago tenía su casa. Acudió el vecindario y multitud de máscaras a la calle, y salieron los convidados a los balcones; aplaudieron unos y saludaron otros. Satisfechos los de arriba y contentos los de abajo, y a las once en punto, retirados los atriles, desfilaron los músicos, retiráronse de los balcones los de la fiesta, y fuéronse dispersando los curiosos por ser la noche una de las últimas de febrero, fría y sin luna, que por esta época no se goza en Valladolid de primaveral temperatura.

Bailóse y jugóse en los salones del gobernador, y a la media noche en punto abriéronse las puertas del comedor; y sentándose a la mesa las señoras y sirviéndolas los caballeros, dió principio el festín con general y tranquila satisfacción. Ya la conversación se había generalizado y el maestresala iba a hacer saltar el tapón de la primera botella de Champagne, cuando al pie de los balcones que a la calle traviesa que va a la Boariza caían, rompió una rondalla estudiantina en la más alegre y repicada jota que brotó jamás de guitarras y bandurrias aragonesas, al cascabelero compás de estruendosas panderetas madrileñas. Saltó el tapón del espumoso y rubio vino francés por entre los dedos del sorprendido maestresala, y saltó de su asiento el padre de la rubia al oír una voz que así en la calle cantaba:

Si hay gobierno y hay justicia
esta noche en la ciudad,
donde toca la milicia
canta la Universidad.
A la jota, jota de los estudiantes,
que tan bien jotean después como antes.
A la jota, jota, que salgan señores,
a oír los panderos como los tambores.
Y a la jota, que ésta, si no les agrada,
a los estudiantes no se les da nada.

Y aquí rasgaron los instrumentistas el ritornelo, y lo acompasaron las panderetas con un brío tan resuelto, que hizo temblar las vidrieras y de miedo a las convidadas, y de cólera al gobernador y a sus militares, que todos por las palabras del canticio comprendido habían la situación. Pero no era para aquellos hombres aceptable, ni soportable para el gobernador, y echaron por la escalera todos los oficiales con la intención de escarmentar a lo provocativos jotistas; mas cuando al portal descendieron y en el umbral de la puerta pusieron los pies, hallaron la calle tomada por una treintena de bizarras máscaras, que con los trajes caballerescos del tiempo de los Felipes austríacos, traían al cinto largas espadas de sala de armas de las llamadas negras, y pistolas de gancho en los cinturones.

«Señores, dijo adelantándose uno de los que en la calle esperaban a los que de la casa salían: sabíamos que el juego iba a copas, pero por si queríais echar una partida a espadas, hemos traído las nuestras. Os aconsejamos, sin embargo, que lo miréis bien, porque somos más de trescientos, y ninguno meterá un pie en la casa, y como la calle es de todos, si salís a atacarnos seréis los agresores, y si a estos perros que traemos en los cinturones se les antojase ladrar, sus ladridos podrían retumbar en Madrid, lo que no ha de suceder con la música. Oídla, pues, con resignación, que no es deshonra ceder a la razón y a la fuerza.»

Y a un movimiento del que la palabra llevaba, el pelotón de enmascarados apechugó con los de la casa, y antes de que éstos valerse pudieran, cerraron sobre ellos las puertas dejándoles dentro; y volvió a romper la estudiantina en la segunda estrofa de su inesperada jota.

Ya que por alguna puerta falsa saliera algún criado a requerirla, ya que ella, prevenida muy de antemano, tomase tal resolución, la guardia de la plaza acudía reforzada y con sus oficiales a la cabeza. Al embocar ésta por la calle de Santiago, la multitud de estudiante y máscaras se lanzó por el Arco de San Miguel, por donde la calle desemboca en el Campo Grande, desapareciendo por él y por las callejas laterales, como banda de golondrinas que se juntan para pasar el Estrecho, y se dispersan al cañonazo con que saluda un barco inglés al peñón de la venganza (Gébel-Athar). Los soldados, engañados por la repentina fuga de los estudiantes, emprendieron su persecución para echar a algunos mano; pero al salir por el Arco caían malamente unos tras otros, a los lejanos silbidos de los fugitivos y ya salvos estudiantes.

Avisóse inmediatamente al rector de la Universidad, y el señor Tarancón con sus bedeles y el gobernador con sus agentes, comenzaron a registrar los hospedajes; pero todos estaban durmiendo, algunos estaban sin disfraz en el teatro, casi ninguno dejó de probar su coartada, y unos pocos inocentes ajenos a la travesura, a quienes hallaron aún vestidos en sus casas, fuimos a la cárcel de la Universidad por algunas horas.

Cuando al día siguiente el bondadoso señor Tarancón me acosaba en su despacho para que declarase lo que supiera, y me decía:

—¿Por qué no te habías acostado anoche, y por qué reías y cantabas al balcón cuando íbamos a tu hospedaje?

—Yo no sé qué decir a usted—respondía yo—. Le juro a usted que yo me había acostado sin tener arte ni parte en lo que usted me cuenta como sucedido. Cuando me encontré vestido delante de usted y de los bedeles, a quienes alumbraba la patrona, no pude explicarme lo que me pasaba, y estoy de ello tan asombrado como usted.

—Pero, muchacho, por los clavos de Cristo, no quieras hacerme comulgar con ruedas de molino; tú estabas a medio vestir, con los ojos abiertos, apoyado en la baranda del balcón y dirigiendo la palabra a la calle. ¿Qué hacías así?

—Vuelvo a jurar a usted, señor Tarancón, que no lo sé; que cuando me vi cara a cara con usted, como si volviera de un sueño, me asombré de no encontrarme en la cama; porque tengo conciencia de haberme desnudado y acostado a las diez; ya se lo dijo a usted la patrona.

—Todas están siempre dispuestas a declarar en vuestro favor—dijo Tarancón.

—Esta vez no dijo más que la verdad.

—Entonces—exclamó el cariñoso sacerdote, tomando entre sus manos mi cabeza y contemplándome atentamente—, entonces, a no ser que seas sonámbulo…

A estas palabras recordé ciertas circunstancias sólo de mí sabidas, y me eché a llorar.

Sí: ¡yo era sonámbulo a los diecinueve años! Los disgustos de familia me habían envenenado el corazón, y la fiebre del corazón me había exaltado y descompuesto el cerebro. Yo era sonámbulo: y el sonambulismo es la primera estación del camino de la locura.

¿Y quién duda que mi desarreglo cerebral tiene que haber influído en el giro loco y desordenado de mi poesía? ¿Y quién sabe si un poeta no es más que un monomaníaco que va para loco? ¿Y si yo soy un poeta, como se dice?… ¡Quién sabe! ¿Por qué no? Mi padre murió creyendo que yo era un tonto… y yo creo que sólo los tontos son los que se vuelven locos.




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"Este libro no necesitaba prólogo…"

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Parte 3: En el mar

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Allende el mar

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