Recuerdos del tiempo viejo: 92
XVIII
[editar]Retirado en una masía de Tarragona, perteneciente a la familia del hoy conde de Ríus, trabajaba yo con afán en la conclusión de mis Ecos de las montañas, que es, en mi juicio, el libro peor que en verso se ha publicado en España en lo que del siglo va trascurrido. Ni otra cosa podía ser, escrito en los intervalos breves que de quietud relativa me dejaba la interminable serie de convites, veladas, excursiones y extremados obsequios con que los catalanes me honraron por aquel tiempo. En medio de un capítulo, el municipio de Tarragona, la comisión de los juegos florales de Reus o cualquiera otra delegación de perentoria fiesta mayor, en país más o menos cercano, me encerraba en un coupé de un tren especial, y comenzaba conmigo una semana de bailes, lecturas, festines y serenatas; y los buenos de mis editores Montaner y Simón quedaban en Barcelona con las manos en la cabeza, sin poder dar a los suscriptores de mis Ecos de las montañas otra razón de la falta de entregas que la de que el autor estaba en una o en otra fiesta, en tal o cual población. Cuando de ellas a Barcelona me devolvían los que para ellas me secuestraban, ya no tenía ni tiempo de leer lo que iba publicado; y sin saber lo que decía, y esperando el cajista mis cuartillas en la antesala, concluía línea tras línea y verso tras verso la atrasada entrega, que permitía respirar a los Montaner y Simón; quienes aceptaban los insulsos desatinos de mi original, contentísimos de saber que aún no me habían vuelto loco o entontecido la vanidad o el cansancio, con que mi alma y mi cuerpo debían rendir y abrumar todas aquellas extremosas demostraciones de entusiasmo de los pueblos catalanes por el poeta castellano.
Lo más curioso en estas fiestas y certámenes de torres de hombres y luchas de carreras de los Xiquets de Valls, en las cuales me tocaba dar alguna vez el premio a los vencedores, era que aquellas sencillas gentes, que entre Balaguer, Torres, Martí y Folguera, y mil catalanes a quienes por famosos conocían, veían por vez primera a tan extraño desconocido, se preguntaban unas a otras:
—«¿Qui es aquest tan petit ab tanta perilla que tot hom lo saluda?»
No faltaba alguno que respondiera:
—Es En-Surrilla.
Y entonces se sucedían infaliblemente esta pregunta y esta respuesta:
—¿Quim Surrilla? ¿Lo ministre?
—¡Ca… no! Aquest es l'home tan savi qu'a fet Don Juan Tenorio.
¡Dios mío! Sólo entre aquellos sencillos campesinos podía dar fama de sabio Don Juan Tenorio al que tan ignara y desatalentadamente le escribió. Pero tales son la gloria y la popularidad, y tal es el inmediato castigo que Dios a su vanidad impone: el nombre del ministro comenzaba a oscurecer el del poeta; la política comenzaba a ahogar a la poesía, y así se confunde y se borra todo sobre la tierra. Hoy algún comerciante, al remitirme con su cuenta el objeto por mí comprado, encabeza mi cuenta escribiendo: «Debe D. Manuel Zorrilla…»
Cuando rectifico el error y le hago comprender que soy el poeta, y no el ministro, se queda como quien comprende que habla con una sombra, y alguno me ha dicho cándidamente:
—¡Ay, yo le creía a usted muerto hace mucho tiempo!
He aquí la gloria de nuestra tierra: la del muerto.
Como quiera que sea, y mientras sobre la tierra en que nací me siento vivo, cumple a mi gratitud y a mi honradez consignar en él, antes de concluir este libro, mi reconocimiento con los amigos que por Valencia y Cataluña, en estos últimos años, sin confundir al poeta con el ministro, me han ayudado a vivir, contribuyendo a sostener mi reputación con sus juiciosos escritos; como Pitarra (Federico Soler) y Conrado Roure, Jacinto Labaila, Herrero y otros ciento; con su hospitalidad y su hacienda en Figueras, Gerona, Mataró, Reus, etc., la familia Albert, el Dr. Barba y los empresarios Brugada, Jordán y Griffell, y otros muchos a quienes no temo ofender no nombrándolos, porque
La adulación servil fuera en mí mengua,
porque la fe del hombre agradecido
está en el corazón, y no en la lengua.
Ni puedo ni debo añadir un nombre ni una palabra más.