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Recuerdos del tiempo viejo: 5

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La importuna pregunta con que concluí mi artículo-carta del lunes 20 de octubre me obliga a dirigirle a usted ésta, mi estimado Sr. Velarde.

Tal vez enoja a usted ya, mi querido poeta, el verse tomado en pluma, que no puede aquí, a mi ver, decirse en boca, por un viejo impertinente que se empeña en contarle sus necedades de muchacho; pero disimule usted tal impertinencia, porque tiene sólo por móvil mi gratitud a usted por su artículo del lunes 29 de septiembre, con el cual motivó usted la publicación de estas mis cartas. Usted pertenece al porvenir, y mira naturalmente hacia adelante; al mirar yo hacia atrás, porque pertenezco al tiempo viejo, al relatar a usted lo que en él fuí, tenga usted presente que no pretendo servirle a usted de ejemplo, sino de escarmiento, puesto que, viviendo yo hoy persuadido de que el porvenir le guarda a usted un muy elevado lugar en la república de las letras, quisiera yo, por la mucha estima en que le tengo, que las suyas le dieran tanta fama como a mí las mías, pero que le fueran de más utilidad y provecho. Por eso no más, voy a decir a usted lo más sucintamente posible, quién era, lo que valía y cómo y por quién llegué yo a ser tan famoso en aquel viejo tiempo, cuyos recuerdos me complazco ahora en evocar, no quiera Dios que con hastío o impaciencia de usted y de los suscriptores de El Imparcial.

No teman éstos, y sea esto advertido de paso, que llene yo sus columnas con los insignificantes y poco trascendentales sucesos de mi vida. A mí, que no he ocupado jamás ningún cargo público, que no he sido ni embajador, ni ministro, ni siquiera individuo de Corporación ni Academia alguna, jamás me ha sucedido nada que sea digno de ser sabido, ni menos contado: ni me acosa tampoco vanidad tal ni tal comezón de bombo, que intente no dejar pasar un lunes sin hablar de mí mismo, para que no me olviden mis contemporáneos, ni se den los venideros de calabazadas por mis estupendas fechorías. Para que mis contemporáneos no me olviden, basta ese bravucón inocente y desvergonzado perdonavidas llamado D. Juan Tenorio, que está encargado, contra mi voluntad y por la del pueblo español, de no dejarme olvidar en España; y con decir de este drama mío y del Zapatero y el Rey, cómo y por qué fueron escritos y cómo y por quién fueron y son hoy representados, pienso dar fin a estos mis recuerdos del tiempo viejo; y siquiera sea con pesadumbre de algunos, y desengaño de muchos, será también con honrado cumplimiento del deber mío y descargo de mi conciencia.

Continúo, pues, mi relato, tomándolo en el mismo cementerio de Fuencarral, donde lo dejé.

Rompiendo por entre los amigos que me abrazaban, los entusiastas que me felicitaban y los curiosos que absortos me contemplaban, enfundado en mi gran surtout de Jacinto Salas y circundado por mi flotante melena, un mancebo pálido y aguileño, de resueltos modales y de atrevida y casi insolente mirada, me asió cariñosamente de las manos, diciéndome: «Tenga usted la bondad de venirse conmigo, para presentarle a dos personas que desean conocerle.» Seguíle, y sacándome de aquella confusión, me hizo subir a una cómoda y elegante carretela, cuyos dos asientos, uno del fondo y otro de adelante, estaban ocupados por dos individuos del sexo feo, cuya fisonomía no podía yo ver ya bien, porque ya era casi de noche. Saludáronme y correspondíles; colocáronme en el asiento de honor; colocóse mi presentador en frente de mí; cerró el lacayo la portezuela, y a la voz del de mi izquierda, que dijo: «Calle de la Reina», salieron a un resueltísimo trote las dos poderosas yeguas que nos arrastraban: y, como dicen los mejicanos, «de las vidas arrastradas, la mejor es la del coche», y aquella carretela inglesa estaba maestramente montada sobre sus muelles. Hablábanme dos, de los tres con quienes en ella iba, y contestábales yo, sin recordar ya de lo que hablamos, y sin saber entonces con quiénes, en la semi-oscuridad crepuscular.

La dirección dada a la calle de la Reina, era a la fonda de Genyes, que era entonces lo que hoy Fornos y Lhardy; de donde yo deduje que mis nuevos amigos moraban o comían en ella habitualmente, puesto que el nombre de la calle había bastado al cochero para sentar en firme sus yeguas a la puerta de la fonda. En un gabinete estaba preparada una mesa con tres cubiertos; añadieron el cuarto para mí; desembarazáronse ellos de sus abrigos exteriores, quedándome yo con el mío por razones que no son del caso; sentámonos a la mesa y presentóme mi presentador a mis comensales. El de mi derecha era Buchental, llegado a Madrid hacía pocos meses; nuestro anfitrión era un rubio como de cuarenta años, de amenísima conversación, con la cual demostraba que había viajado mucho, de cuyo nombre no me he podido volver a acordar, a quien no he vuelto a ver más y por quien no tuve ocasión de preguntar a mi resuelto y aguileño presentador: que era ni más ni menos que Luis González Brabo, antes de ser diputado, embajador y ministro. Desde aquella tarde fué para mí Luis, como yo para él fui Pepe; la suya fué la primera mano en que me apoyé para poner mi pie derecho en el primer escalón del efímero alcázar de mi fama: y desde entonces, no he tenido un más bravo amigo que González Brabo. No era por entonces más que tijera en no recuerdo qué periódico; pero según fué ascendiendo por la escala de la fortuna, se volvió a mi desde cada peldaño que subía, a tenderme aquella misma mano con que me sacó del cementerio; pero mi objetivo, como hoy se dice, no era la política, y con tanta pena suya como desdén mío, le dejé subir solo. Ignoro lo que fué Luis Brabo social o políticamente considerado, porque he vivido veinte años fuera de España y once en América, sin correspondencia con Europa; cuando volví a Madrid, en 1866, era presidente del Consejo de Ministros y decían que tenía la nación en sus manos; pero para mí fué el mismo Luis Brabo, que me la tendió como en 1837; el primer amigo del poeta Zorrilla.

Aquí dirá usted, mi querido poeta Velarde: ¿cómo el primero? ¿Pues y los Villa-Hermosa y los Madrazo, y Assas y Miguel Álvarez y Fernando de la Vera, sus condiscípulos de Universidad y del Seminario? ¿Y Joaquín Massard y Roca de Togores, cuyas manos tomaron de las de usted los versos que le abrieron las puertas de la sociedad y le dieron la nombradía? Los Villa-Hermosa, los Madrazo, Álvarez y de la Vera, eran los amigos de mi niñez: los del estudiante y del condiscípulo; los amigos cariñosos, casi hermanos, del mancebo que iba a ser hombre; la casualidad llevó a Massard a la Biblioteca y me puso al lado de Roca de Togores en el cementerio; pero Luis Brabo buscó el primero al poeta y no abandonó jamás al amigo. La primera obligación del narrador es ser verídico: la del hombre bien nacido, la de ser justo: la del hombre noble, ser agradecido. Desde la fonda me llevó Luis Brabo, orgulloso de llevarme, al café del Príncipe, donde hallé a Bretón, a Ventura, a Gil y Zárate, a García Gutiérrez, que me reconoció y con quien trabé pronto amistad; al buen Hartzenbusch, a quien quise desde aquella noche como a un hermano mayor, y que fué parte y testigo de sucesos íntimos y posteriores de mi vida, y, en fin, a la mayor parte de los que por entonces figuraban en las letras y en las artes.

No sé quién me llevó, a las diez, a casa de Donoso Cortés, que aún no era el marqués de Valdegamas: allí encontré a Nicomedes Pastor Díaz y a D. Joaquín Francisco Pacheco, quienes, con el conocido jurisconsulto Pérez Hernández, estaban tratando de publicar su periódico El Porvenir. Preguntáronme mil cosas: examináronme, sin que de ello me apercibiera, de lo que había aprendido en el colegio; indagaron lo que había leído, lo que me había propuesto. Yo era un chico, no cumplí veinte años hasta cuatro días después del de la muerte de Larra: estaba animado por el éxito de aquella tarde y por los plácemes y aplausos que acababa de recibir en el café del Príncipe; recitéles mi destartalada composición «A Venecia», el romancillo de unos Gomeles que corrían por la vega de Granada, y unas redondillas a una dueña de negra toca y monjil morado, que sea dicho de paso y con perdón de mis admiradores, pero en Dios y en mi ánima creo que no sabía yo entonces lo que era monjil, según el color morado episcopal de que le teñí. Donoso y sus amigos debieron apercibirse de mi poco saber; pero se fascinaron con las circunstancias fantásticas de mi aparición, y con la excentricidad de mi nuevo género de poesía y de mi nueva manera de leer, y me ofrecieron el folletín de El Porvenir con 600 reales mensuales; único sueldo que en este periódico se debía de pagar, porque iban a escribirle sin interés de lucro, en pro de su política comunión. Diéronme a traducir para el periódico uno de los infantiles cuentos de Hoffmann, y a las doce me llevó Pastor Díaz consigo a su casa. Pastor Díaz, cuya alma de niño simpatizó con la ignara candidez de la mía, me entretuvo hasta muy avanzada hora, desde la cual hasta la de su muerte, me tuvo el más fraternal cariño.

No era ya aquélla la de volver a recogerme a la bohardilla del cestero, y… a pesar del frío, vagué por las calles hasta el nuevo día, abrigado interiormente con el champagne y el café de mi generoso y desconocido anfitrión, y exteriormente, sostenido con la esperanza y las ilusiones de mis aún no cumplidos veinte años.

No recuerdo yo donde me amaneció; pero a las ocho estaba ya a la cabecera de la cama de Álvarez, contándole mis venturas del día anterior; de las cuales nada sabía, no habiéndole yo podido buscar desde que hacía veinte horas me había separado de él, para ir a llevar mi carta a El Mundo y mis versos a Massard. Asombróle primero lo sucedido; alegróle después; lloramos, reímos, ayudéle a vestir, y saltamos y cantamos alrededor del chocolate como los indios de Fenimore-Cooper alrededor del postre de la guerra; la patrona creyó que nos había caído la lotería.

Como si tal nos hubiera acontecido, nos echamos a la calle y comenzamos a dar fin a los pocos duros que le quedaban a Álvarez; declarámonos los dos modernos Pílades y Orestes; presentéle yo a cuantos me presentaron; presentóme él a la que después fué mi mujer, y cuando llegaron a nuestras manos mis primeros treinta duros de El Porvenir, de Donoso, nos creímos dueños del Universo.



Parte 1

"Este libro no necesitaba prólogo…"

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Parte 2: tras el Pirineo

I - II - III - IV - V

Parte 3: En el mar

I - II - III - IV - V

Allende el mar

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Apéndices

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Hojas traspapeladas

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