Recuerdos del tiempo viejo: 44

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​Tercera parte de Recuerdos del Tiempo Viejo​ de José Zorrilla


III[editar]

En América nadie estaba prevenido de mi partida de Europa. Desembarcamos en la Habana, comimos en la fonda del teatro de Tacón y asistimos a la Lucía, que aquella noche en él se representaba. Baralt guardó mi secreto y respetó el incógnito que yo deseaba conservar, por cumplir a Muriel mi palabra de que su suelo natal, Méjico, sería la primera tierra americana que visitase; pero Cuba es España, y era imposible que el autor del Don Juan pasara incógnito por la Habana. Ocupaba yo un segundo puesto en el fondo de un palco con el marsellés, Goupil, Brümmer y su hija, y el general García-Conde; pero los palcos de aquel teatro no estaban cerrados por su parte posterior más que por persianas, para dejar circular por ellas una ventilación necesaria en aquel sofocante clima; alguno delos curiosos que por los corredores registraban los palcos, debió sin duda reconocerme, y al concluirse la función, un grupo no muy numeroso aguardaba nuestra salida. Daba yo el brazo a la señorita Brümmer, que me llevaba casi toda la cabeza y hablaba con ella francés en voz alta, con suficiente prevención para no darme por entendido de lo «él es» y «no es él», que oía en torno mío. La completa indiferencia con que yo pasé y la facilidad con que hablaba la lengua de que me servía, contuvieron, si no convencieron, a los agrupados; y llegado al hotel, me acosté y dormí tranquilamente.

A las nueve de la mañana del siguiente día, el doctor Zambrana se presentó en mi aposento y me dijo. «No puede usted negar quién es, y vengo a saludarle con algunos amigos que le estiman.» Abrazáronme y colmáronme de caricias él y una docena de cubanos que con mis desdichadas obras se habían acostumbrado a tenerme en más de que nunca he valido, y me rogaron que me quedara en la Habana, prometiéndome éxito en la publicación o el negocio que emprendiera; excuséme con mi palabra dada y negocios ajenos que a seguir hasta Méjico me obligaban; y prometiéndoles volver, y dejándoles no muy contentos y tal vez casi ofendidos de mí, torné a embarcarme y me hice a la mar al día siguiente, después de despedirme del alegre Baralt, que me hizo mucha falta en el golfo, en cuyas aguas me engolfé yo, pesaroso ya de no haberme quedado en Cuba, no sé aún hoy decir por qué. El Withe era un buque de hierro, ni grande ni chico, ni viejo ni nuevo, de mediano andar y perfectamente mal servido, a pesar de su vigoroso y diligente capitán Lees. Su salida de Jamaica fué extemporánea, y obedeció, como la del Paraná de Inglaterra, a la necesidad de sacar del puerto la correspondencia y los viajeros; ninguno de estos dos buques salió al mar en las necesarias condiciones de seguridad y limpieza: el Withe estaba en Jamaica con su máquina desmontada, y el maquinista la volvió a montar el día en que se lo mandaron y en las condiciones en que desmontada la tenía. En la Habana se hicieron víveres y carbón para seis días, como en Jamaica, suponiendo los seis de Cuba a Méjico tan felices como lo habían sido los seis de Jamaica a Cuba. La tripulación y la servidumbre, tomadas mitad de las del Paraná, y mitad, desconocida y advenediza, en Jamaica, se avenía mal con los buenos ingleses y la buena disciplina del capitán Lees, quien tenía que contemporizar, mal de su grado, con ella, y con la desconfianza del maquinista y los fogoneros, que no se atrevía a dar a sus calderas toda la fuerza que requería la marcha impuesta al buque para efectuar la travesía en el tiempo impuesto al capitán por los superiores.

Así bogábamos por el golfo rumbo a Veracruz. El general García-Conde había intimado con Baralt y conmigo desde el principio de nuestro viaje, y él y Juanbelz eran los únicos con quienes formaba yo rancho aparte y sostenía largas conversaciones, en las cuales echábamos de menos la original y verbosa intervención de Baralt: los alemanes y los mejicanos nos dejaban platicar solos, y noté al tercer día que casi no me dirigían a mí la palabra. Hasta el alegre y expansivo marsellés se me figuró que me desdeñaba un poco; pero como había partido yo de la Habana bajo el influjo de una inexplicable melancolía, de la cual tal vez la separación del festivo Baralt era la causa, gozábamos en la soledad y el aislamiento, sin apercibirme del que en derredor me hacía el desdén de mis compañeros de viaje, y en el cual, entre paréntesis, llevábamos ya un día de retraso. En la mañana del cuarto leía tranquilamente en el comedor un periódico de la Habana, cuando el alemán Brümmer se sentó a mi lado diciéndome.

—Traigo una comisión para usted de los compañeros de viaje que hablan español, y me lisonjeo de que el poeta de Castilla no les rehusará lo que en su nombre voy a pedirle.

—Dispuesto estoy a satisfacer sus deseos —respondíle, creyendo que se trataba de alguna narración o de alguna lectura que la monotonía de la navegación interrumpiera y amenizara.

—Pues bien; las señoras quieren que las enseñe usted los versos que ha hecho usted contra ellas y sus compañeros de viaje.

—¡Yo!… —contesté asombrado.

—¡Vaya! —repuso el alemán— estoy al mismo tiempo autorizado por las señoras y los viajeros para prometer a usted el perdón de todo lo dicho, en gracia del ingenio y chiste con que usted la ha dicho; sea lo que quiera, ya sabemos todos qué es juicio, y el corazón de los poetas es responsable de los desvaríos de su imaginación.

—Dispense usted que le diga que no comprendo una palabra de lo que usted me está diciendo —repliqué yo, y en Dios y en mi ánimo que no lo comprendía. Pero el alemán siguió diciéndome:

—No tenga usted recelo alguno; todos lo hemos tomado a broma, pues estamos convencidos de que en broma tan sólo ha hecho usted los versos, y por eso deseamos verlos.

—Pero ¿de qué versos me habla usted?, entendámonos —repuse, comenzando a amostazarme de lo que me parecía una broma, cuyo objeto y razón no se me alcanzaban.

—Pues de los versos que hizo usted la otra noche sobre cubierta, con su amigo Baralt, contra todos nosotros, y los Reyes, y el Papa, y medio mundo; por lo cual lo tenemos por chistosa broma, y de la cual deseamos participar.

—Vínoseme la sangre al rostro, al mismo tiempo que a la memoria la presencia de aquel embozado con inmovilidad de dormido que oyó insomne, sin duda, y no comprendió por ignorante de la lengua la desatinada improvisación en que Baralt y yo nos lanzamos, no sabiendo que tenían tan mal oyente; porque la verdad es que, aunque en ella sacamos a relucir los trajes, las fisonomías, acaso las caricaturas de algunos de nuestros compañeros de navegación, y en ella mezclamos cuantos Papas, Reyes, Santas y cortesanas a la lengua nos traía la fuerza del consonante, como en toda improvisación sucede, estuvo la nuestra muy lejos de ser una sátira ofensiva para ningún tripulante del Withe, y hubiera divertido a todos y a nadie agraviado a poder yo repetirla.

¡Triste destino del ingenio, y sobre todo del del poeta! ¡Ser mal entendido y peor juzgado por los tontos! Avergoncéme de mi situación, e indignóme la interpretación injuriosa dada a tan insignificante pasatiempo, y que tan mal paradas dejaba mi reputación literaria y mi educación de hombre bien nacido. Maldije en mi interior por la centésima vez mis versos, que tantas pesadumbres me habían acarreado, y no queriendo aceptar aquella mala posición, a que tan malamente me traía la ignorancia o la malicia de un mal oyente, dije al alemán en voz alta, y poniéndome en pie.

—Diga usted a los que a mí le envían, que siento en le alma no poder repetir nuestra improvisación; pero que tengan entendido que ni en mi educación ni en le género de poesía que yo cultivo, cabe lo que me imputa el espía traidor e imbécil que se permitió escuchar lo que era incapaz de comprender.

Amoscóse el alemán con mi formal respuesta; díjome no sé bien qué, y respondíle lo que ya no recuerdo; levantamos la voz y comenzaron algunos a asomarse a los abiertos respiraderos que del comedor se abrían sobre cubierta; y viendo yo entre ellos la cabeza de un alemán rojo, que atentamente me contemplaba, exclamé, señalándosele ami interlocutor: «Así Dios me perdone como aquel es el Judas que me traiciona»; y apercibiendo entre las de otros la honrada fisonomía del general mejicano García-Conde, le supliqué que bajara; púsele en cuatro palabras al corriente de lo ocurrido, y díjele finalmente.

—Diga usted a nuestros compañeros de navegación que mi educación y mi debilidad corporal no me permiten romperme a puñetazos el esternón, como esas bestias pervertidas de la Gran Bretaña, único duelo permitido a bordo de sus buques; pero que en desembarcando, usted se entenderá con los dos padrinos del que me atribuye semejante villanía; y que como soy quien propone el duelo, le dejo todas las ventajas de elección de armas y arreglo de condiciones. No hablemos una palabra más del asunto, y más me pluguiera que saltara el entrepuente con los dos improvisadores y su torpe espía, que caer bajo su lengua.

Dicho lo cual, en un paroxismo de ira del que me iba sintiendo presa, me metí en mi camarote, que siendo del centro y de primera, estaba en el mismo comedor.

Hay en el Código del honor una ley que da por nulos en tierra los duelos aplazados a bordo, y téngola yo por tan justa como previsora. El poco trecho en que a bordo se vive, y las perpetuas incomodidades que no pueden menos de darse unos a otros los navegantes, germinan y acrecientan sus antipatías y mal humor, y raro es el viajero que se encuentra a gusto en el buque al fin de una larga navegación. El capitán Lees tenía ya que dar permiso para boxar a algunas parejas de su tripulación, cuyos individuos, blancos y negros, ingleses y yankees, podían apenas soportarse unos a otros; quienes, según la bárbara costumbre de sus países, se satisfacían saltándose un ojo o rompiéndose una costilla, con lo cual creían establecida la superioridad de raza y satisfecho el orgullo nacional. El caso en que yo me veía era prueba del malestar que a los viajeros nos acosaba, y una fatal circunstancia, tal vez por alguno prevista, por muchos temida y por nadie en palabras formulada, vino a trasformar en riesgo el malestar de nuestra ya desagradable navegación.

Nos revolvíamos y sudábamos una noche, todos insomnes, en nuestras literas, después de haber oído sobre nuestras cabezas el ruido de las patadas, los puñetazos y las caídas del tercer pujilato de la jornada, cuando a un repentino estallido, una terrible conmoción y un largo y desgarrado silbido de la máquina, quedó el Withe inmóvil sobre las aguas, y un rumor de pasos precipitados y de voces de mando del capitán nos sacaron de los camarotes y nos llevaron sobre cubierta.

Una parte de las tablas del entrepuente se habían partido como cañas secas, aunque quedaban aún mal sujetas por las rotas abrazaderas y los casi arrancados clavos de hierro que reforzaban su ensambladura. A un fogonero debíamos el no ser ya pasto de los tiburones, que escoltaban los buques en aquel golfo: un émbolo se había roto, y el fogonero, arrojándose con riesgo de la vida a abrir repentinamente la válvula de seguridad, había impedido reventar a la caldera y abrirse el buque como un triquitraque.

El fogonero estaba con el brazo derecho abrasado por el agua hirviendo, el médico se le cubría de algodón en rama, y la tripulación y los viajeros permanecíamos estupefactos, pensando trémulos en la muerte de que acababa de librarnos aquel infeliz desconocido, condenado al infernal trabajo de los hornillos.

Rompió, al fin, el marsellés nuestro angustioso silencio, preguntando al capitán Lees:

—Y bien, capitán, ¿cuál es ahora nuestro porvenir y cuál nuestra esperanza?

El capitán respondió, con la flema característica y la veracidad descarnada y absoluta de un inglés honrado:

—Si el capitán del buque correo que debe venir mañana de Veracruz no quiere remolcarnos otra vez a la Habana, aquí nos estaremos hasta que la marea nos haga pedazos en los Alacranes, o le viento Norte nos estrelle en las costas de Yucatán.

A cuya franca declaración, y ante cuya doble perspectiva, nos quedamos todos mirándonos unos a otros, como si nuestro ángel custodio nos hubiera dicho al oído que estábamos a medio kilómetro del valle de Josafat, y que antes de diez minutos íbamos a oír la trompeta del Juicio.



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"Este libro no necesitaba prólogo…"

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Parte 2: tras el Pirineo

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Parte 3: En el mar

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Allende el mar

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