Recuerdos del tiempo viejo: 54
VIII
[editar]Corríamos entre aquella nube de polvo y ruido, que parecía constituir la atmósfera de los inquietos moradores de la Hacienda de los Reyes, unas veces solos el propietario y yo en su ligera carretela tirada por dos imparejables tordillos, y escoltados por seis cuerudos montados y armados, y a veces seguidos de su familia y amigos, en dos o tres carruajes las señoras y gente formal, y a caballo la joven y bien humorada.
Tenía yo por aquel tiempo cuarenta y dos años; y aunque pequeño y débil como sietemesino, hecho a tomar la vida según venía, aguantaba el sol y la fatiga como un hombre hecho y derecho; y aunque agobiado de pesadumbres y hastiado de una vida cuyo rumbo había equivocado, poeta siempre, cualquier novedad o mudanza me distraía de mis pesares, y corría tras de cualquier distracción de poético atractivo como un muchacho tras una mariposa.
A pesar de la indiferencia por cuanto me rodea en que me ha sumido esta equivocación de rumbo vital, acosábame a veces la curiosidad de ver y estudiar qué rastro había dejado allí nuestra dominación; qué había quedado allí de nuestras creencias y costumbres españolas, y qué debían a nuestra civilización y a nuestra fe aquellos extensos países por nosotros descubiertos, legislados y cristianizados. En el tiempo trascurrido y en mis continuos viajes a la capital, había yo tenido que ceder a las invitaciones de colegios, academias y sociedades, en cuyos salones y teatros, en actos literarios y funciones de beneficencia, no había podido menos de presentarme como lector; y aunque jamás había hecho como tal más que lo estrictamente necesario para quedar bien, reservándome las excéntricas fioriture de mis salmodias para la ocasión en que pudiera usar y abusar de ellas en mi provecho, ya Méjico se había acostumbrado a verme y oírme; y salvo que nadie comprendía por qué diablos permanecía yo en aquel país, haciendo en él tan inútil, inquieta, improductiva y extravagante vida, ya estaba yo universalmente aceptado como un buen hombre y un inofensivo gachupín.
Dice el refrán que «más vale caer en gracia que ser gracioso»; y a través de las mil vulgares suposiciones, de las mil mezquinas calumnias y de los mil absurdos cuentos a que mi incomprensible vida de inercia daba pábulo, yo había llegado a caer en gracia, y tenía ya carta de naturaleza y de seguridad en aquella tierra de gracia y de ingenio incomparables. Hubo, empero, una circunstancia, que no debo, por lo extraña y absurda, pasar en silencio, que me favoreció más que mis versos y mi manera de leerlos para captarme la simpatía general, sobre todo entre las mujeres. Méjico tiene dos debilidades nacionales: adora los pies pequeños y admira los grandes jinetes, y cree allí el vulgo que los europeos somos todos patones (como ellos dicen) y talegos de patatas a caballo. La primera vez que me presenté en un teatro, lo hice con el calzado fino, casi de seda, que allí se usa; y un hombre chiquito, bien calzado… velai usté; y como por amor propio y un poco de la innata y fachendosa farfantonería española, la primera vez que monté a caballo desdeñé la cómoda y segura silla mejicana, aceptando un pequeñísimo galápago inglés, que para un hijo suyo había comprado hacía tiempo el propietario de la finca, y en cuyo galápago galopaba yo en un tordo cenceño llamado el Muñeco, que estuvo para matarme, pero que al fin no me mató… velai usté cómo por calzarme de seda me dieron en Méjico patente de buen poeta, y llegué a caer en gracia por no haber caído del Muñeco.
Sobre aquel inquieto animal, que parecía hijo de un venado, y en el izquierdo de los dos únicos asientos de la carretela de mi propietario hospedador, que pasaba por uno de los primeros caballistas, comencé yo mis égiras; en la carretela cuando íbamos solos, y a caballo cuando las señoras iban en los carruajes.
Lo primero que llamó mi atención fué el continuo encuentro por todas partes de indios cargados de cirios, cruces y objetos del culto divino, o de cohetes y artefactos pirotécnicos, y sobre todo de gallos, cuidadosamente acomodados en cuévanos de mimbre, que en forma de largos toneles llevaban trasversalmente a la espalda. Cada uno de estos cuévanos contenía ocho gallos, que asomaban sus encrestadas cabezas por la red que los cerraba las dos redondas aberturas laterales del cuévano en que el indio les llevaba cómodamente acostados. En Méjico, los pueblos, los villorrios, las haciendas, las alquerías y hasta las ventas, están bautizadas con el nombre y puestas bajo el patrocinio de un Santo: San José de Acolman, San Antonio de Ométusco, Santa Mar de los Hisaches, etc., etc.; y como todos los santos del Calendario son allí pocos para tanto pueblito, villorrio, hacienda y ranchería, y como el más ínfimo y pobre de éstos se creería deshonrado y abandonado por él si no hiciera fiesta del día de su santo patrono, los caminos están siempre llenos de indios que preparan las fiestas, y de vagos devotos y ricos desocupados que acuden a ellas, a llamar a las puertas del cielo por la mañana, con la misa y las indulgencias concedidas a las imágenes, y a las del infierno por la tarde, con las apuestas de los gallos, y por la noche con las de la banca: una vela a San Miguel y dos al diablo.
La primera fiesta a que asistí convidado, fué a las del jueves, viernes y sábado de la Semana Santa en Ajapusco, de cuyo cura párroco he hecho ya anteriormente mención. Los santos varones, frailes y misioneros catequizadores, que primitivamente se ocuparon de la conversión e instrucción religiosa de aquellos indios, cuya lengua difícil no sabían bien y cuyo obtuso entendimiento estaban empeñados en enderezar, discurrieron sabiamente meterles por los ojos, por medio de imágenes y cuadros plásticos, las ideas que no podían por la palabra introducir y estampar en su cerebro, lleno aún de las tinieblas de su monstruosa idolatría. Hiciéronles, pues, asistir durante la Santa Semana, en la cual recordamos los cristianos los Santos Misterios de la divina Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, a la representación animada de estos Santos Misterios, de los cuales fueron dándose cuenta y en ellos fueron creyendo los sometidos indios, cristianizados al fin y españolizados de tan sencilla manera. Aprendieron ellos bien o mal el castellano, y mejor o peor el toltheca, el chichimeca y el otomí los constantes, pacientes y santos sacerdotes, sus misioneros; pero tuvieron que dejarles aquellas primitivas representaciones como fiestas religiosas. Hoy están aumentadas y añadidas con las profanidades que el lujo y los vicios de la riqueza han introducido en ellas, y admiréme yo de la valía delos mantos, clámides y coturnos de los centuriones y soldados romanos, de los velos preciados de encajes de las Marías, y de la competencia con que la vanidad de las familias o de los individuos se excede en gastos de los arreos de los caballos, de los trajes, las banderas, tablados y pasos necesarios a la representación de la misteriosa epopeya de la redención del género humano.
El cura de Ajapusco nos demostró su gran memoria en once sermones que predicó en el día entero del viernes y los dos medios del jueves y el sábado, ya en la iglesia, ya en la ermita, ya en el campo donde se suponían las escenas de la Pasión. En el templo se hizo la oración del huerto: el que representaba a Jesucristo estaba en unas andas en el centro de la iglesia, y desde lo alto del coro, registrada por una anilla en una cuerda, debía descender una niña vestida de ángel a ofrecerle el cáliz de la amargura; a la voz del predicador, o porque la anilla no corría bien, o porque algún chusco le detenía, el ángel no bajó a tiempo, sino unos momentos después, y con una rapidez que hizo palidecer de miedo a la pobre niña que representaba el ángel, y reír a la asamblea cristiana y al mismo sacerdote, con el brusco encontrón que se dió con el Cristo de las andas, por la excesiva y mal calculada velocidad impresa a la criatura. La noche del viernes guardaron a Cristo, después de haberle azotado, abofeteado y escarnecido, en una ermita, que llamaron el aposentillo. Los soldados romanos y los enviados de la Sinagoga lo velaron toda la noche; y para que no se durmieran, los vecinos y devotos cristianos les proveyeron de abundante alimento y más que necesaria bebida.
El cura nos dió tres homéricas comidas de vigilia, y el sábado de Resurrección, si la gente de representación que allí nos hallábamos no sacamos a Judas de las manos de los creyentes, allí ahorcan de veras al miserable indio que por cuatro pesos se había comprometido a representar tan comprometido papel.
El domingo se corrieron caballos y se echaron gallos a pelear, en cuya palea y carreras, juntas con un par de horas de timbirimba, se perdieron unos cuantos puñados de duros. El cura disponía con la mejor buena fe del mundo, y satisfecho de compañía tanta y tan buena, las carreras y las peleas, y terciaba en las apuestas con los 111 duros que le habían valido sus once sermones. El domingo por la noche, alumbrados por una luna llena que a las siete saltaba del horizonte, emprendimos la vuelta a la hacienda, y a la de las suyas y ranchos los convidados, curiosos, representantes y entrometidos que habían con nosotros compuesto aquella sociedad cristiana, cuyos individuos, tal vez inconscientes, habíamos profanado el templo y cometido devotamente tantos desacatos a la divina segunda persona de la Santísima Trinidad.