Recuerdos del tiempo viejo: 71

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​Tercera parte de Recuerdos del Tiempo Viejo​ de José Zorrilla


XXVI[editar]

No hallando Isidoro Lira modo de sacarme de mi aislamiento ni aliciente que a la sociedad me hiciera volver; viendo, con pesar, que me resistía a recibir más protección que la del trabajo, que esquivaba la con que el generoso marqués de la Habana quería mejorar mi posición, que rechazaba con altivez la idea de una suscripción como la que para Lamartine se había realizado en años anteriores, y que me pasaba los días trabajando y las noches en la sola compañía de Portilla y de Aynslie, temiendo yo de este último cualquier exceso que el acarreara la fiebre, varió de sistema, y una mañana me presentó al personaje que más influyó en mi bienestar en aquella Isla, y que probablemente nos salvó a Aynslie y a mí de morir en ella.

Era éste un vascongado, de sencilla apariencia, de francos modales, y de pocas y sinceras palabras, a quien yo tomé por un honrado vizcaíno que, poseyendo un cafetal, y teniéndome en estimación por haber oído a Lira hablar de mí, me ofrecía hospedaje y retiro en su hacienda, por haberme los médicos aconsejado abandonar la ciudad y salir al campo.

—En mi finca —me dijo— tendrá usted un alojamiento de estudiante: un catre de lienzo en un cuarto casi desmantelado, con un ajuar de alquería, muy buen aire, mucha tranquilidad, una libertad absoluta y un buen cocinero. Con esto tendrá usted que contentarse, y para ir a gozar de ello tiene usted el carruaje a la puerta; yo le instalaré a usted hoy en aquel tugurio y mañana le dejaré a usted en completa posesión de él.

—Vamos, pues —dije—, pagado del sencillo exterior de quien tan franca oferta me hacía.

Y partimos en un ligero tílburi, tirado por un buen caballo retinto, que se llamaba Bonito.

Corría la tercera semana de enero del 59, y caminaba yo, embebecido, contemplando la verde y lujuriosa vegetación de aquella Isla, cubierta de ricas plantas y fragantes flores en aquella estación, en la cual suele verse nuestra Castilla envuelta en el sudario de una nevada.

Explicábame mi conductor, en breves palabras, los nombres y las cualidades de los propietarios de las fincas por entre las cuales se extendía la carretera; y el aroma de las piñas, el rumor de los plataneros y los abanicos de las palmeras y cocoteros, perfumaban el aire que Aynslie y yo respirábamos a plenos pulmones, arrullaban nuestros oídos y sombreaban nuestro camino. Aynslie tomó a los veinte minutos una franqueza con nuestro huésped como si hubiera con él pasado la vida, y él le contó alegremente media docena de verdes chascarrillos, a cambio de otras tantas coloradas historietas que aquél le contó de su mejicana república. Lo más curioso y lo que más me llamó la atención, fué que, siendo vascongado el narrador, todos sus cuentos tendían a hacer resaltar la torpeza ingenua de los vizcaínos que por vez primera arribaban a aquella Antilla.

Riendo y cantando como colegiales que hacen novillos, entramos en el cafetal, cuya plantación era nueva, y cuya extensión y rendimientos tenían apenas importancia por aquel entonces. Una casita de madera y ladrillos de un solo piso, y unas cuantas habitaciones abiertas sobre dos corredores; una pequeña fábrica de almidón de yuca, y a la sombra de unos cuantos miles de plátanos nuevos, otras tantas plantas de café alternadas con piñas y con naranjos; un proyecto de huerta, en cuyos cuadros hacían, el sol abrasador por el día, y el abundante rocío por la noche, brotar con asombrosa rapidez unas sabrosísimas legumbres y unas olorísimas frutas; un palomar y un gallinero de chachalacas, como las llaman en Méjico, pintadas en Europa, y allí gallinas de Guinea, y unos cuantos negros a cargo de un capataz, que los abrigaba con burdas anguarinas y los recogía a las diez para que no se asolearan en aquel país en que su dueño andaba con chaqueta y pantalón de dril, y Aynslie y yo sin más que un pantalón y una blusa. Esto era lo que allí había, entre mucho terreno sin desmontar, y en una situación tan pintoresca como salubre, y sin que en nada de aquello se revelaran ni pretensiones de opulencia, ni futilidades de lujo. Instalónos su propietario en la finca, haciéndonos primero visitar sus dependencias y conocer a sus habitantes, y nos dió posesión de nuestras habitaciones: un gabinete con dos camas, una para mí y otra para el dueño cuando viniera a visitarnos, un despacho con una gran mesa y un inmenso tintero, una cuarto para Agustín Aynslie y un comedor con dos anchas alacenas.

Antes de la primera comida nos dió las llaves de ambas, y nos dijo:

—En la una hay vinos, y en la otra conservas; para ustedes se han puesto ahí: la comida del campo es aquí pobre, y es preciso completarla con algo prevenido; conque a trabajar y a comer bien, y a darse buena vida. En la cuadra hay una mula, de que yo me sirvo, y unos caballos, que mandarán ustedes ensillar cuando se les antoje, y cuando quieran ir y volver a la ciudad, el tílburi y el Bonito quedan a su disposición.

Comimos, paseamos, nos atracamos de fresca y saludable agua de coco, que por primera vez bebíamos Agustín y yo, y después de una ligera cena con ensalada de palmito, nos acostamos mi huésped y yo en nuestro gabinete, y Agustín en un aposento apartado en un rincón de la casa, adonde aconsejé al propietario que lo colocara, con extrañeza de éste y sin más explicación mía. Apagó la luz mi vascongado hospedador, dímonos las buenas noches, y quedámonos en la más profunda oscuridad y en el más completo silencio.

Pero no podía yo conciliar el sueño. Todavía me acosaba, al hallarme en el campo, el sobresalto de las noches en las haciendas de Méjico, donde dormíamos con un solo ojo, con vigías en las azoteas y las escopetas a la cabecera de la cama, por temor de los pronunciados, que solían aparecerse sin que nadie los evocara: no se pierde en tres semanas una costumbre de tres años. A cada ruido exterior, ladrido de perro, relincho de caballo o voz de hombre, aguzaba yo el oído y sentíame rebullir mi compañero de cuarto, con asombro de mi agitación.

—¿Se siente usted mal? —me preguntó por fin.

—No: ¿por qué? —le respondí.

—Como le siento a usted develado e inquieto…

—Tardo mucho en dormirme, por costumbre — le respondí, recordando que estaba en tierra de España, exenta entonces todavía de los azarosos desastres de las fratricidas luchas civiles.

Mi huésped me aconsejó que me entregara tranquilamente al reposo, porque allí no sucedía nada; y si no es por tener encerrados a sus negros, hubiéramos podido dormir con las puertas abiertas. Concluímos, en fin, por dormirnos; pero a poco más de la meda noche me despertó mi huésped, diciéndome que escuchara y le explicará, si podía, el extra~o rumor que por el cuarto donde dormía Agustín Aynslie resonaba, turbando el sueño de los moradores de la casa.

Escuché yo con atención, y le dije:

—No es nada; es Agustín que duerme.

—¡Cómo que duerme! —exclamó asombrado. —Si parece que anda a trompis con seis ingleses.

—Pues así duerme, y por eso le dije a usted que le aposentara lejos de todos.

—Pero ¿cómo demonios duerme, para armar toda esa batahola?

—Pues duerme dando gritos y puñetazo en las paredes. ¿Quiere usted verlo?

Encendió luz mi hospedador, cubrímonos y fuimos al cuarto de Aynslie. Ni se despertó, ni se apercibió de nuestra entrada en él; pero dormía en silencio.

—Deje usted la luz en un rincón —dije a mi compañero —y esperemos un poco.

Agustín dormía boca arriba, con un pañuelo atado fuertemente a la cabeza y con los brazos desnudos fuera de las ropas. Al cabo de unos minutos dió un gran puñetazo en la pared, en la cual tenía apoyado su catre, y empezó a decir a gritos, acompañando sus palabras con puñadas y talonazos en la pared:

—¡Si digo yo bien que son ustedes unos holgazanes y unos para nada! ¡Si cuando no está aquí mi padre creen ustedes, como él, que no soy yo aquí nadie! Pero, ¡voto a… (y lo echaba redondo) que al que se me rebele le hundo el esternón de un puñetazo! ¡Arriba esa caldera! ¡Abajo esa cadena! ¡Fuera todo el mundo! ¡Brutos, imbéciles!

Y sus gritos y sus puñetazos estremecían la pared, y el capataz estaba escuchando por fuera de la ventana, y los perros se desgañitaban en el corredor, y la negrada se asomaba a sus rezas sin concebir lo que pasaba. Desperté yo a Agustín, quien, contemplándonos azorado, nos preguntó que qué sucedía; y cuando yo le dije que metía un insoportable ruido, volvió a acostarse diciendo:

—Pues no escuchar, o aguantarse.

Así dormía Agustín Aynslie, y así dormía su padre, pero dormían así cuando dormían solos; a Agustín le ponían por compañero de cama aun hermanito de cinco años, y dormía tranquilo, como su padre con su mujer; de cuyo fenómeno no me ocupé nunca, porque me acostumbré a él, ni de él pudo darse razón Calvo cuando yo se lo hice ver. Porque mi hospedador, el propietario del cafetal, no era otro que el opulento banquero D. Manuel Calvo; de quien yo, que jamás me he metido en la vida ajena, no supe allí ni la riqueza, ni la importancia, ni la influencia que en la Isla y con sus autoridades ejercía; túvele siempre por un vascongado rico, y agradecíle su hospitalidad en el campo por el mayor número de horas tranquilas que para trabajar me procuró en él; y de verme trabajar doce horas en aquel clima, sé yo que anduvo tan asombrado como satisfecho, y que por ello me tuvo y aún me tiene en estimación.

Tal era mi aislamiento y lo absorto que mis pensamientos me traían. No pensé allí más que en trabajar para sacar pronto a Portilla y a Aynslie de aquella isla, en donde temía verles morir como a Cagigas.



Parte 1

"Este libro no necesitaba prólogo…"

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Parte 2: tras el Pirineo

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Parte 3: En el mar

I - II - III - IV - V

Allende el mar

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Apéndices

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Hojas traspapeladas

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