Recuerdos del tiempo viejo: 23

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Recuerdos del tiempo viejo de José Zorrilla


XXIII[editar]

París tiene dos fases: es el manicomio de los ingenios y el paraíso de los tontos. En el primero forjan sus grandeselucubraciones todos los grandes locos, que con sus inventos y con sus escritos impulsan hacia el progreso el movimiento social europeo; y en el segundo, pierden su tiempo, sus salud y su dinero, en el turbión de marionetas, charlatanes, estafadores y mujeres perdidas, que pueblan aquel falso edén a la luz de gas y al son de las orquestas de Mussard y de Strauss, todos los imbéciles que de las cuatro partes del mundo acuden como mariposas a quemarse en aquel foco de luz infernal.

De París salen simultáneamente los gérmenes de todo lo bueno y de todo lo malo, sobre todo para nosotros los españoles; que, sea dicho sin que nadie se ofenda, o aunque se amosque conmigo la mitad de la nación, solemos tomar casi todo lo malo y poquísimo de lo bueno. Llegué yo a París mientras ocupaba el trono francés el rey ciudadano Luis Felipe de Orleans, de quien sabían trazar la caricatura todos los chicos de su capital bajo la forma de una pera, cuya regia representación se veía por todas las paredes y siempre de un parecido maravilloso. No era todavía el París ensanchado, dorado y ampliamente refundido por el imperio del tercer Napoleón; era todavía su primer teatro la sala de la rue Lepelletier y no estaba aún cerrada la plaza del Carrousel por la calle de Rivoli: existían aún al frente del Palais-Royal una espesa red de callejuelas, tan conocidas como mal afamadas, y a su espalda los dos famosos restaurants de Befour y de los tres hermanos Provenzales, y se alzaban todavía gárrulos y chillones, en los boulevares du Temple y de Beaumarchais, los cien teatrillos más divertidos del mundo, la Gaîté, Folies-Dramatiques, Délassements-comiques, etc., etc.

Asomé yo las narices los dos primeros meses al paraíso de los tontos y, sin dejarme fascinar ni embriagar por sus delicias de contrabando ni por sus huríes sin corazón, me establecí a la puerta del manicomio, haciendo con el editor Baudry un trato poco lucrativo; por el cual fueron mis versos los primeros que de poeta español tuvieron lugar en su magnífica colección. Por un puñado de luises y dos carros de libros, le di el derecho de coleccionar todas las obras por mí hasta entonces escritas, por dos razones que me eran exclusivamente personales; la primera, para que mi padre leyera mi nombre en el catálogo de la colección de los primeros escritores de Europa, y la segunda, porque la extensa venta, el gigantesco anuncio y el renombre universal que ya tenía la colección Baudry, me hicieran conocido como poeta fuera de mi patria. A pesar de que mi padre, encerrado en nuestro solar de Castilla, no había vuelto a darme noticias suyas, esperaba yo que esta prueba honrosa de aprecio de la librería editorial francesa para su hijo, le convencería, por fin, de que no era menester que me doctorara en Toledo y de que ya no había razón de cerrarme la casa y los brazos paternos. En esta esperanza viví en París desde julio a noviembre, estudiando y trabajando en mi Granada y dividiendo mi tiempo entre las bibliotecas y los teatros, esquivo, como en España, a la sociedad banal de las visitas y la chismografía y un poco en contacto con la sociedad del arte y de las letras.

La redacción de La Revista de Ambos Mundos me acogió con simpáticos obsequios, y sus redactores, Charles Mazade, Paulino de Lymerac y Xavier Durrieu, fueron mi amigos y comensales; y por mi influencia y la de Juan Donoso, que fué después nuestro embajador, empezaron a publicarse en aquella importante Revista artículos sobre España, en los cuales comenzaba a probarse a los franceses que el África no empieza en los Pirineos. Pitre-Chevalier, director del Museo de las Familias, se empeñó en publicar en él mi retrato y mi biografía, y lo hizo, como francés, sin atender a mis justas y modestas observaciones. Convirtió mis breves notas biográficas en una fantástica novelilla, y Mr. Pauquet, el primer dibujante de aquel tiempo, recibió su orden de retratarme embozado en mi capa española y mirando de perfil al cielo, como un don Juan Jerezano que espera que se le aparezca su Dulcinea en el balcón para decirla: «por ahí te pudras». No es posible que mi retrato indicara que era de un poeta español, si no tenía capa y si no buscaba con la vista la inspiración del Espíritu Santo; y aún le quedé agradecido a que no me pusiese una guitarra en la mano, de lo que creo que me libró sólo su afán de embozarme.

En aquel retrato, correcta y francamente dibujado, y por aquella biografía, bizarramente detallada a la parisienne, no me conoce la madre que me parió; pero no por eso quedó menos agradecido el español a la buena intención del francés.

Tras estos necesarios precedentes, pasemos una rápida ojeada por los últimos y sombríos cuadros de estos mis tristes recuerdos del tiempo viejo.

Entre los conocimientos que hice y renové por entonces en París entre Dumas padre, Jorge Sand (Mme. Dudevant), Alfred de Musset y Teophile Gautier; entre embajadores, editores, escritores, emigrados, cómicos y bailarinas; entre Fernando de la Vera, la Rachel, la Rose Chery, Frédérick Lemaître, Giuseppe Multedo, Zariategui y otros emigrados liberales y carlistas, italianos y españoles, se me vino a los brazos uno de éstos, el más honarod y divertido andaluz que la tierra de María Santísima y la tenacidad carlista echaron a Francia. Era éste don Fernando Freyre, pariente próximo del general del mismo apellido, adherido no sé muy bien cómo a la corte de Fernando VII, de quien elegía los caballos y para quien iba a buscar los toros; amigo de los ganaderos, amparador de los diestros y el primer inspector de la escuela taurómaca sevillana, institución de aquel señor Rey, que santa gloria haya.

Fernando Freyre no había sido nada importante ni influyente, ni en la corte huraña y recelosa de las camarillas y apostasías políticas del difunto Rey, ni en la trashumante de Don Carlos María Isidro de Borbón, segundo Carlos V en Oñate; pero en ambas había sido bien recibido y estimado por todos, incluso por mi padre, porque tenía uno de los mejores corazones y uno de los caracteres más alegres y más iguales del mundo. Realista por convicción, no transigió nunca con las modernas ideas liberales, ni quiso jamás acogerse a amnistía ni indulto alguno; pero jamás odió, ni esquivó siquiera el saludo, a ningún liberal emigrado o viajero con quien en tierra extranjera se topara, siendo de todos los españoles sinceramente apreciado y noblemente acogido por los legitimistas franceses. Con apoyo de éstos, no temió ni le avergonzó establecer un pequeño y privado depósito de vinos, pasas, caldos y frutos de Andalucía, que aquéllos le compraban; y con los setenta a noventa duros que este oscuro comercio le producía, vivía modesta y honradamente en la mejor sociedad de la legitimidad francesa y de la aristocracia española. Establecido ya de años en París y encargado por sus amparadores de toda clase de comisiones, era conocido en el comercio y conocía a París, como un commis-voyageur a quien comprar en la tienda o en el taller, puede producir legal y honrosamente un tanto por ciento más crecido de utilidad. Por uno de estos encargos dimos allí uno con otro, y por las horas buenas que le debo, me complazco en consagrarle cariñosamente estas líneas en mis recuerdos.

Era ya por entonces hombre de más de sesenta años; pero ágil, robusto y colorado, con sus patillas blancas de boca-è-jacha y su sombrero sobre la oreja derecha, corría por las calles recordandolos coches y evitándolos, apoyándose en la saliente lanza, como quien pone rehiletes de sobaquillo, porque todo lo hacía y lo hablaba a lo torero y lo macareno; y asombraba el verle cruzar los boulevards sin tropezar ni vacilar entre la multitud de carros,ómnibus y coches que de continuo los obstruyen. Todo era en él extraño y original; en su negocio no tenía más que un empleado, y éste tenía las más incompatibles cualidades; era polaco, judío, carlista, fiel y discreto; hablaba un castellano aprendido en Vizcaya, tan disparatado como el francés que hablaba Freyre, y entre los dos me decían despropósitos imposibles de reproducir. Yo llamaba tío a Freyre: y cuando mi familia me dejó solo en París, me fuí a vivir al hotel de Italia, frente a la Opera cómica, en cuyo piso tercero habitaba Freyre un pequeño aposento, compuesto de sala, gabinete y alcoba, y atestado de botellas y cajas. Cuando mi trabajo asiduo y sus compromisos con sus anfitriones nos dejaban libres las noches, comíamos juntos y las concluíamos en el teatro, en algunos de los cuales tenía yo entradas libres, como escritor extranjero con editor en Francia.

Llegó así noviembre, y ya tenía yo apalabrados contratos para imprimir mi poema de Granada, y pagábanme ya no escasamente la prosa y los versos que para sus publicaciones de América me pedían, cuando se acordó Dios de mí, como dicen los católicos, enviándome una de esas desventuras que envenenan y enturbian para toda la vida el manantial amargo de la memoria.

Pedíame de Madrid mi primo P., consocio mío, con Rafael X, una cadena de reloj igual a otra mía, que era una cinta hecha con mil pequeñísimos cilindros de oro engarzados y giratorios en una red de ejes, de tan prolijo trabajo, como maravillosa flexibilidad. Averiguó Freyre el domicilio del obrero que para el platero los trabajaba, y nos acostamos conviniendo en que a la mañana siguiente muy temprano iríamos a comprar o a encargar la demandada cadena.

Habíanme regalado en Burdeos un nécessaire de ébano fileteado de márfil, que garantizado por una guadamacilada funda de cuero, llevaba yo a a la mano y servía en nuestros viajes de escabel a mi mujer. Al levantarme al día siguiente, híceme la barba, según costumbre, con las navajas y ante el espejo de aquel nécessaire, y llamando Freyre a mi puerta y dándome prisa, porque él la tenía de acudir a sus negocios después que al mío, vestíme apresuradamente y partí con él; dejando las navajas sobre el velador y el espejo colgado en la escarpia, que para ello tenía puesta a mi altura en el marco de la vidriera.

Fuimos hasta el final del Faubourg de San Dionisio; hallamos y compramos el objeto pedido, acompañé a Freyre a tres o cuatro puntos que tenía que recorrer, y volvimos juntos al hotel de Italia.

Pedimos al conserje nuestras llaves, pero la mía no estaba en el llavero; en vez de dejarla en él al salir, me la había llevado en el bolsillo. Al entrar en mi cuarto, exclamó Freyre: «Mal agüero, zobrino: aquí han andado loz menguez an auzencia nueztra: mira»: —y me mostró el espejo hendido trasversalmente de arriba a abajo—. Reíme yo de su supersticiosa observación, y llamé al camarero: el cual respondió a mis reclamaciones diciendo que ni él había podido hacer mi cuarto, ni nadie entrar en él, porque yo no había dejado la llave en la conserjería.

«¡Mal agüero, zobrino, mal agüero!»; seguía Freyre rezungando entre dientes, y yo, que no creo más que en Dios, le hice observar que al cerrar la puerta de golpe, la vibración de las vidrieras produjo probablemente el choque y rotura del espejo; y que teniendo los dueños de los hoteles dobles llaves por mandato expreso de la policía, tal vez el no haber yo dejado la mía llamó la atención, abrieron sin precauciones la puerta y ocasionaron el fracaso.

Freyre tragó como pudo mi explicación; y teniendo ambos el día libre, nos fuimos a almorzar a la taberna inglesa de la calle de Richelieu, con la intención de ir a las dos al hipódromo del Arco de la Estrella.

Almorzamos tranquilamente; y habiendo encontrado Freyre en el fondo de una botella de Chambertin, un raudal de andaluza verbosidad y un tesoro de alegría juvenil, salíamos cruzando el patio como estudiantes que hacen novillos, cuando dimos de manos a boca con un sobrino del banquero A.B., que en el piso principal de aquella casa tenía su escritorio establecido. «Del cielo me caen ustedes —exclamó al vernos— y me ahorran un viaje. Hace dos días que tenemos una carta de España para el Sr. Zorrilla, y a llevársela iba; por cierto que trae luto y la apostilla de urgente. Aquí está.»

Y presentóme la carta, que me hizo palidecer. Era de mi padre, y revelaba en sus cuatro líneas su extraño carácter y lo más dolorosamente extraño de nuestras relaciones:

Decía:

«Pepe, tu pobre madre ha fallecido hoy a las tres de la madrugada; tú verás si te conviene venir a consolar a tu afligido padre. José.»

No puedo decir lo que sentí ni lo que hice en aquel momento.

Aquella noche rompí mis contratos y retiré las palabras dadas a los editores franceses; y a la mañana siguiente, rompiendo con mi porvenir, emprendí mi vuelta a España y al paterno hogar, cuyas puertas me abría la muerte por la tumba del ser más querido de mi corazón.

Dejé a Freyre llorando en la estación y repitiendo lo que desde el día anterior le había oído rezungar muchas veces por lo bajo: «Sí, dicen bien las gitanas de Triana: que el diablo ew quien inventó loz ezpejoz, y que anda ziempre entre el azogue e zuz criztalez.»

Yo partí viendo a través de mi espejo roto el rostro adorado del cadáver de mi madre, cuyo último suspiro no me había permitido recoger Dios.




Parte 1

"Este libro no necesitaba prólogo…"

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Parte 3: En el mar

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Allende el mar

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