Recuerdos del tiempo viejo: 93
XIX
[editar]Trabajando, pues, una tarde en el retiro de aquella masía de Tarragona de que ya he hecho mención, me distrajo el ruido de un carruaje que a su puerta se detenía; era el de Mariano Ríus, que me le mandaba con una carta, en la cual me ordenaba abandonar inmediatamente aquella quinta, donde ya no me consideraba seguro.
¡Cuál no sería mi asombro al entrar de vuelta por las calles de Tarragona, topándome en ella de manos a boca con una procesión cívica que paseaba en un estandarte el retrato de Prim, al son de la Marsellesa y de vivas a la República!
Acababa de estallar y se verificaba la revolución del 68, y la fama comenzaba a entenebrar con el nombre de Ruiz Zorrilla el de su pariente y homónimo, autor de Margarita la Tornera.
No era tiempo de publicar libros de literatura, y comenzaba el de la baja, si no del desprestigio, para los versos. Como nunca supe hacer otra cosa, comencé yo a comprender que empezaba para mí la época de la nulificación, sofocado bajo la triple presión de la vulgarización de la poesía, la aparición de dos o tres poetas de más meollo, y autores de más sustanciosas obras que el mío y las mías, y la presentación y engrandecimiento del poderoso nombre del Ruiz Zorrilla, absorbente del Zorrilla a secas, que hasta entonces se había venerado sólo en las principales Zorrillerías del reino que aquél en república convertía.
De esta triple e inminente catástrofe resolví yo defender mi poesía legendaria y el dudoso provenir de mi existencia con un doble esfuerzo supremo, y procurando sacar el partido posible de aquellas tres desfavorables circunstancias.
Discurrí, pues, elevar el romancero a legendario, por si algún día pudiera llegar a plantearse la cuestión de si el legendario podrá o no constituir una epopeya nacional, y la emprendí con el del Cid para exhibir el primer ejemplo. Como éste debía de alcanzar más dimensiones y necesitar más tiempo de los que podía nutrir el escaso precio que los editores de España podrían ponen a semejante trabajo, determiné acudir al Gobierno que presidía mi homónimo, y decirle: «Ya que con el tuyo, que se hace famoso, me destruyes y anulas la fama de que hasta hoy gozó el mío, ayúdame a sustentarle o a crearme otro nuevo con mi trabajo.»
Y el Sr. D. Cristino Martos y D. Juan Valera encontraron la fórmula, como hoy se dice, de procurarme una subvención anual bajo el nombre y forma de comisión; por no haber antecedentes de que hubiese habido, ni tal vez fundamento de que pudiese haber, ningún poeta pensionado en España.
Y creo excusado y hasta impertinente añadir una palabra más sobre esta comisión en el momento en que llega a mis oídos que personas de más valer y de más claro ingenio que yo, han empezado a hablar de ella, con intención de extender sobre mí una protección tan generosa de su parte como agradecida de la mía.