Recuerdos del tiempo viejo: 103
IX
[editar]Y vivían dos por aquel tiempo en una gran casa de una calle muy céntrica, cuya cortesanía y esplendidez era proverbial, y cuya tertulia estaba abierta a lo mejor de la magistratura, a no poca parte de la nobleza y a muchos hacendistas influyentes en la administración de nuestra Hacienda nacional, que por entonces aún se llamaba la Real Hacienda. Eran estos dos personajes, a juzgar por su apellido, oriundos de Nápoles o de Sicilia; ya vinieran a España sus primogenitores en tiempos de Carlos III, ya tal vez mucho antes, en los que la segunda mujer de Felipe V patrocinaba al Cardenal italiano que llamó a nuestra revuelta patria a muchos de sus compatriotas, que a España, a su Reina y al Cardenal, su protegido, fueron muy útiles en los proyectos de progreso que en nuestra tierra intentaron y llevaron a cabo. Cuando y como quiera que su naturalización en ella efectuado se hubiese, por españoles pasaron y españoles eran, y de extranjeros no conservaron más que sus apellidos. Posesiones habían tenido en alguna provincia; secretos encargos del Gobierno habían desempeñado con éxito en Inglaterra o en Francia, y por adictos se les tenía al absoluto Gobierno, de quien no eran tampoco desconocidos. Por cuñados se daban, como hermanos vivían y juntos tenían sus capitales, y copropietarios eran de varias casas por ellos edificadas y sitas en los puntos más céntricos de la Corte. Tertulia diaria tenían en la suya, concierto o baile una o dos veces al mes, y mesa de doce cubiertos de cuando en cuando. Lorenzo el uno y Leopoldo el otro se llamaban; viudo aquél y hermano éste de su difunta; sus apellidos no importan nada; a mí se me ha borrado de la memoria, y no tengo a mano para buscarlos en ellas las notas póstumas de mi señor padre.
Era a fines de marzo, noche de uno de los tres días de Pascua de Resurrección; pero aunque ya el calendario daba por entrada la primavera, prolongaban el invierno las lluvias y las ventiscas, que algunos años hacen en Madrid insoportable la última luna de marzo y la menguante de abril, si viene lluvioso. Era, en fin, una noche de desapacible invierno en una aún no aparecida primavera. La tertulia, reunida en casa de los cuñados Lorenzo y Leopoldo, había jugado, cenado, bailado, murmurado y enamorado en sus lujosos salones de tibio ambiente por el calor de dos chimeneas, innovación de Francia introducida en nuestras casas hacía pocos años. La condesa de X, parienta de ambos por la difunta del viudo, y que hacía los honores de aquella casa en que no había mujeres, había animado con su chispeante palabra y su social desembarazo la expansiva alegría de sus contertulios; contándoles, mientras saboreaban los helados bizcochos y el aromoso café, una caliente y picante anécdota, en la cual había hecho el papel de víctima una persona ausente.
Los dos cuñados habían admirado sonriendo, y los malillistas dejado sus cartas sobre la mesa, y los comensales agrupados ante la chimenea, aplaudiéndole con entusiasmo, el primor descriptivo de los pormenores y la malicia intencionada del pérfido relato de la ingeniosa condesa; la tertulia había sido, finalmente, amenísima, y a la media noche concluía con besos y abrazos de las señoras, mientras los galanes caballeros las ayudaban a envolver sus escotados pechos y sus desnudos brazos en las costosas pieles y bien forrados capuchones. Algunos carruajes se llevaron a sus hartos y satisfechos dueños: muchos de los contertulios se fueron acompañados de sus criados, que les esperaban, y las parejas y grupos de las familias de la clase media, cuya vanidad los lleva a las tertulias de los ricos, se dispersaron por las calles que en la principal donde la casa estaba sita desembocaban.
Lorenzo y Leopoldo se retiraban a sus respectivos dormitorios; los criados apagaban las luces, ordenaban los muebles y extinguían el fuego de las chimeneas; el mayordomo, arriba, revisaba la casa antes recoger la servidumbre, y el portero abajo aseguraba el pasador de la hoja izquierda de la doble puerta de la calle, cuando por la mitad derecha, aún franca, entró gravemente en el vestíbulo un personaje alto, envuelto por el frío y la hora en un ancho levitón forrado de piel, y trayendo en la mano un rico bastón, en el cual no se apoyaba.
Antes de que el portero tuviera tiempo de dirigirle la palabra, se sintió asegurado por varios individuos que al del bastón acompañaban, y que cerraron tras ellos la hoja derecha de la puerta, por cuyo vano en la casa se habían introducido. Subió la escalera el del bastón, seguido de otros dos embozados; y el mayordormo, que iba a cerrar la mampara de los aposentos del piso principal, dió con él de manos a boca; y antes de que abriera la suya, oyó al que llegaba decirle en un tono que no admitía réplica:
—Guíe usted al cuarto de don Lorenzo.
Y volviéndose a los dos que seguían sus pasos, añadió:
—Lleven ustedes allí a don Leopoldo.
Y echando por delante al aturullado mayordomo, llegó con él a la puerta del aposento del dueño de la casa. Preparábase éste para acostarse, cuando, sintiendo alzar el picaporte, volvió la cabeza y se halló cara a cara con el Superintendente general de policía.
No necesitó el magistrado nombrarse, ni de nombrarle tuvo ánimo don Lorenzo, absorto ante su repentina y extemporánea aparición. La del Superintendente era siempre de mal agüero a semejantes horas; y mientras el atónito don Lorenzo buscaba su perdida serenidad, llegó su cuñado, tras el cual cerró el magistrado la puerta, diciendo:
—Vengo sólo a hacer a ustedes unas preguntas. ¿Cómo murió doña Estefanía, esposa de usted y de usted hermana? ¿Cómo y por qué abandonaron ustedes y dejaron arruinar la casa de campo que poseía en…?
D. Leopoldo respondió tranquilo:
—Mi hermana murió en Florencia de fiebre cerebral; Lorenzo tiene, y va a mostrar al señor Superintendente, la partida de defunción, firmada por el Dr. B., y la certificación del entierro en el cementerio de…
Lorenzo, repuesto por la tranquilidad de su cuñado, sacó de un cajón y presentó al magistrado los dos documentos por don Leopoldo citados. Estaban en regla, con sus correspondientes sellos, firmas y certificaciones.
—La casa —siguió diciendo don Leopoldo —la abandonamos porque, no teniendo más que un huertecillo casi improductivo, no valía la pena de gastar en el edificio ruinoso, que sólo teníamos por haberle heredado de nuestro pobre abuelo; y siendo ricos ya por negocios y servicios hechos a quienes y en ocasiones que V. E. no ignora sin duda, no tuvimos necesidad de vender una casucha que no tenía valor.
—Hoy le tiene inmenso —dijo el Superintendente—. Puesto que doña Estefanía murió y está enterrada en Florencia, ¿a quién fué a la que confesó el cura Conchillos el día 19 de febrero de 1817? ¿Quiénes eran los dos enmascarados que a confesarla le condujeron vendado? ¿Y de quién es el cadáver que, bajo el nombre de Amalia Mozzoni, enterraron ustedes el 21 del mismo febrero en el cementerio del pueblo de… a cuya feligresía pertenece la casa?
—¿Pues de quién ha de ser, sino de nuestra criada, Florentina Amalia Mozzoni?
—Pero es que Amalia Mozzoni está hoy en Madrid, adonde yo la he hecho traer desde el lugar de Sicilia en donde vivía.
Callaron los dos cuñados: Lorenzo aterrado, y torvo Leopoldo, que se dirigió a un cajón de la mesa de despacho de Lorenzo, que el Superintendente no le dió tiempo de abrir, y en el cual halló el magistrado un magnífico par de pistolas, de las cuales se apoderó.