Recuerdos del tiempo viejo: 39
III
[editar]El sábado siguiente, a las diez, viendo yo que la dueña de la casa llevaba a una señora al piano y que Iradier se sentaba a él para acompañarla, pregunté yo.
—Pero qué, ¿no esperamos a nuestra hermosa chilena?
Miráronme todos con asombro, y la señora exclamó.
—¿Pero no sabe usted?…
—Nada; ¿qué hay?
—Que su marido resbaló el miércoles al entrar en su casa, y cayó de espaldas perdiendo el sentido. Le subieron a su lecho, y expiró a las dos horas sin poder hablar ni hacer testamento; y como la fortuna del marido está sujeta a no sé qué leyes inglesas, es la hija del primer matrimonio la que todo lo hereda.
No quise oír más. Una pesadumbre inmensa se apoderó de mi espíritu y trastornó mi cuerpo; la sociedad comprendió el mal que semejante noticia me causaba; y no habiendo llegado tampoco aún la mujer a quien yo amaba y por quien allí concurría, salí de aquella casa y pasé aquella noche insomne, determinando apresurar mi viaje y salir de París para no volver a encontrarme con aquella infeliz mujer, que debía de unir para siempre mi recuerdo al de su desventura.
Yo no creo más que en Dios y soy cristiano por convicción; pero la imagen y la historia de aquella hermosa chilena se conserva en mi memoria, tan poética como melancólica, y vaga por el campo fantástico de mi imaginación en compañía de la hija epiléptica de Ménico Maggiorotti, mercader de lanas en Cádiz.
Yo moriré probablemente en un manicomio, pero poeta hasta la muerte; ¡cuán poéticas afecciones se aposentarán en mi corazón hasta mi último suspiro!…, porque yo he derramado en mis libros la poesía de mi imaginación, pero he guardado la de mi corazón para mí afecciones se aposentarán en mi corazón hasta mi último suspiro!…, porque yo he derramado en mis libros la poesía de mi imaginación, pero he guardado la de mi corazón para mí.