Recuerdos del tiempo viejo: 11

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XI[editar]

De cómo se escribieron y representaron algunas de mis obras dramáticas SANCHO GARCÍA. — EL CABALLO DEL REY DON SANCHO

Continuaba la competencia de los teatros del Príncipe y de la Cruz, dirigidos por Romea y Lombía, y continuaba yo comprometido a escribir sólo para el de la Cruz, mientras en su compañía conservara su empresario a Carlos Latorre y a Bárbara Lamadrid; yo era, pues, el único poeta que no ponía los pies en el saloncito de Julián Romea, porque ya no he vuelto jamás la cara a lo que una vez he dado la espalda. No era yo, empero, un enemigo de quien se pudieran temer traiciones ni bastardías; es decir, guerra baja ni encubierta de críticas acerbas y de intrigas de bastidores: yo tenía mi entrada en el Príncipe, a cuyas lunetas iba a aplaudir a Julián y a Matilde, pero no escribía para ellos; era su amigo personal y su enemigo artístico; era el aliado leal de Lombía, y le ayudaba a dar sus batallas llevando a mi lado a Bárbara Lamadrid y a Carlos Latorre, con cuyos dos atletas le di algunas victorias no muy fácilmente conseguidas, algunos puñados de duros y algunas noches de sueño tranquilo. Pero la lucha era tan ruda como continuada: duró cinco años. En ellos nos dió Hartzenbusch su D. Alfonso el Casto y su Doña Mencía, una porción de primorosos juguetes en prosa y verso, y las dos magias La redoma y Los polvos: diónos García Gutiérrez el Simón Bocanegra, que vale mucho más de lo en que se le aprecia, y defendió su teatro el mismo Lombía, metiéndose a autor con el arreglo de Lo de arriba abajo, que alcanzó un éxito fabuloso. Teníamos además unos auxiliares asiduos en Doncel y Valladares, que escribían a destajo para la actriz más preciosa y simpática que en muchos años se ha presentado en las tablas: la Juanita Pérez, quien con Guzmán en No más muchachos y en El pilluelo de París, había hecho las delicias del público desde muy niña. La Juana Pérez era de tan pequeña como proporcionada personalidad; con una cabeza jugosa, rica en cabellos, de contornos purísimos, de facciones menudas y móviles y ojos vivísimos; su voz y su sonrisa eran encantadoras, y se sostenía por un prodigio de equilibrio en dos pies de inconcebible pequeñez, sirviéndose de dos tan flexibles como diminutas manos. Cantaba muy decorosa y señorilmente unas canciones picarescas que rebosaban malicia; y vestida de muchacho hacía reír hasta a los mascarones dorados de la embocadura, y hubiera sido capaz de hacer condenarse a la más austera comunidad de cartujos.

La Juana Pérez, cuya gracia infantil prolongó en ella el juvenil atractivo hasta la edad madura, no pasó jamás en las tablas de los diez y siete años; y fué, mientras las pisó, el encanto y la desesperación del sexo feo de aquel tiempo, que la vió pasar ante sus ojos como la fée aux miettes del cuento de Charles Nodier. Auxiliáronnos poderosamente el primer año las dos espléndidas figuras de las hermanas Baus, Teresa y Joaquina; madre esta última de nuestro primer dramático moderno, Tamayo y Baus, y heredera y continuadora de la buena tradición del teatro antiguo de Máyquez y Carretero. Pero ni la tenacidad atrevida de Lombía, ni el talismán de la gracia de la Juana Pérez, ni nuestra avanzada de buenas mozas como las Baus, y la retaguardia de buenas actrices como la Bárbara, la Teodora y la Sampelayo, nos bastaban para contrarrestar la insolente fortuna de Julián Romea, la justa y creciente boga de Matilde, que hechizaba a los espectadores, y la infatigable fecundidad de Ventura de la Vega, que les daba cada quince días, convertido en juguete valioso o en ingeniosísima comedia, un miserable engendro francés; en cuyo arreglo desperdiciaba cien veces más talento del que hubiera necesitado par crear diez piezas originales. Julián y Matilde contaban sus quincenas por triunfos, y a los de La rueda de la fortuna, de Rubí, al Muérete y verás y a las trescientas obras de Bretón, y a Otra casa con dos puertas, de Ventura, no teníamos nosotros que oponer más que las repeticiones del D. Alfonso el Casto, Simón Bocanegra y D.a Mencía, y las magias de Hartzenbusch, con los arreglos de dramas de espectáculo que se elaboraba Lombía, asociado a Tirado y Coll, e impelidos los tres por el fecundísimo Olona.

Mi Rey D. Pedro, mi Sancho García, mi Excomulgado, mi Mejor razón, la espada, mi Rey loco y mi Alcalde Ronquillo, contribuyeron a nuestro sostén, gracias al concienzudo estudio, a la inusitada perfección de detalles y a la perpetua atención con que me los representaban Carlos Latorre y Bárbara Lamadrid; quienes, encariñados con el muchacho desatalentado que para ellos escribía, considerándole como a un hijo mal criado a quien se le mima por sus mismas calaveradas y a quien se adora por las pesadumbres que nos da, me sufrían mis exigencias, se amoldaban a mis caprichos y se doblegaban a mi voluntad, de modo que en la representación de mis obras no parecían los mismos que en las de los demás, y los demás se quejaban de ellos, y con razón; pero no había culpa en nadie. Carlos Latorre había conocido a mi padre, a quien debió atenciones extrañas a aquella ominosa década; Carlos Latorre, de estatura y fuerzas colosales, me sentaba a veces en sus rodillas como a sus propios hijos, y me preguntaba cómo yo había imaginado tal o cual escena que para él acababa yo de escribir: él me contradecía con su experiencia y me revelaba los secretos de su personalidad en la escena, y daba forma práctica y plástica a la informe poesía de mis fantásticas concepciones: estudiábamos ambos, él en mí y yo en él, los papeles, en los cuales identificábamos los dos distintos talentos, con los cuales nos había dotado a ambos la naturaleza, y … no necesito decir más para que se comprenda cómo hacía Carlos mis obras, como un padre las de su hijo; yo era todo para el actor, y el actor era todo para mí.

Con Bárbara Lamadrid, mujer y mujer honestísima e intachable, mi papel era más difícil, mi amistad y mi intimidad necesitaban otras formas; pero, actriz adherida a Carlos, compañera obligada en la escena de aquella figura colosal, dama imprescindible de aquel galán en mis dramas, necesitaba el mismo estudio, la misma inoculación de mis ideas innovadoras y revolucionarias en el teatro, y yo la trataba como a una hermana menor, a quien unas veces se la acaricia y otras se la riñe; yo la decía sin reparo cuanto se me ocurría; la hacía repetir diez veces una misma cosa, no la dejaba pasar la más mínima negligencia, la ensayaba sus papeles como a una chiquilla de primer año de Conservatorio; y a veces se enojaba conmigo como si verdaderamente lo fuese, hasta llorar como una chiquilla, y a veces me obedecía resignada como a un loco a quien se obedece por compasión; pero convencida al fin de mi sinceridad, del respeto que su talento me inspiraba, y de la seguridad con que contaba yo siempre con ella para el éxito de mis obras, hacía en ellas lo que en Sancho García, lo que es lamentable que no pueda quedar estereotipado para ser comprendido por los que no lo ven. ¡Desventura inmensa del actor cuyo trabajo se pierde con el ruido de su voz y desaparece tras del telón!

En la escena con Hissem y el judío reveló la fascinación que la superstición ejercía en el alma enamorada de la mujer; tradujo tan vigorosamente el poder de una pasión tardía en una mujer adulta, que traspasó al público la fascinación del personaje, suprema prueba del talento de una actriz. En las escenas sexta y séptima del acto tercero, se hizo escuchar con una atención que sofocaba al espectador, que no quería ni respirar. Bárbara tenía mucho miedo al monólogo: en el segundo entreacto me había suplicado que se le aligerara, y Carlos y yo no habíamos querido: Bárbara acometió su monólogo desesperada, conducida por delante por el inteligente apuntador, y acosada por su izquierda por mí que estaba dentro de embocadura, en el palco bajo el proscenio. Carlos y yo la habíamos dicho que si no arrancaba tres aplausos nutrido en el monólogo, la declararíamos inútil para nuestras obras; y comenzó con un temblor casi convulsivo, y llegó en el más profundo silencio hasta el verso vigésimocuarto; pero en los cuatro siguientes, al expresar la lucha del amor de madre con el amor de la mujer, y al decir

«Hijo mío… ¡ay de mí! me acuerdo tarde»,

hizo una transición tan magistral, bajando una octava entera después de un grito desgarrador, que el público estalló en un aplauso que estremeció el coliseo. Crecióse con él la actriz; entró en la fiebre de la inspiración; hizo lo imposible de relatar; y cuando exclamó concluyendo, con el acento profundo y las cóncavas inflexiones del de la más criminal desesperación,

«para uno de los dos guarda esa copa
de la callada eternidad la llave!»,

quedó Bárbara inmóvil, trémula, inconsciente de lo que había hecho, ajena y sin corresponder con la más mínima inclinación de cabeza a los aplausos frenéticos, que tuvo que interrumpir Carlos Latorre presentándose a continuar la representación, sacando a Bárbara de su absorción con el «¡Madre mía!» de su salida.

Así hacían Carlos y Bárbara Sancho García. Aún vive: pregúntenselo mis lectores a Bárbara, y que diga ella cuántos malos ratos la di con el ensayo y cuántas noches insomnes la hice pasar con el estudio de mis papeles; cuántas lágrimas la hice derramar y cuántas veces la hice detestar su suerte de actriz; pero que diga también si tuvo nunca amigo más leal ni aplausos y ovaciones como las de mi Sancho García. Hoy siento orgullo con tal recuerdo, y me congratulo de poderla dar este testimonio de mi gratitud treinta y ocho años después de aquella representación.

Lombía, por su parte, lo inventó y lo intentó todo en aquellos cuatro años para sostener nuestro teatro de la Cruz en frente del afortunado del Príncipe. A su iniciativa se debió que Basili, Salas, Ojeda y Azcona echaran los fundamentos de la Zarzuela con la escena de La pendencia y El sacristán de San Lorenzo, y otras parodias de Norma, Lucía y Lucrecia, en las cuales despuntó Caltañazor, y concluyó por presentar La lámpara maravillosa, baile maravillosamente decorado por Aranda y Avrial, ejecutado por la familia Bartholomin, cuya primera pareja, Bartholomin-Montplaisir, fué reforzada con un cuerpo de baile de andaluzas y aragonesas; de cuyos cuerpos se han perdido los moldes, y de cuyas modeladuras no quiero acordarme, por no quitar tres meses de sueño a los que no las vieron con aquellos vestidos, que no eran más que un pretexto para salir en cueros.

En el verano del 40 ó del 41, antes de que estas huríes hicieran un infierno del teatro de la Cruz, reclamó Lombía de mí una comedia de espectáculo, en ausencia de Carlos Latorre, que veraneaba por las provincias. Los actores serios y jóvenes se habían ido con Carlos, y el trabajo cómico de Lombía, no acomodándose con el mío patibulario, no sabía yo cómo salir de aquel compromiso ineludible, según mi contrato con la empresa. Apurábame Lombía, y devanábame yo los sesos tras del argumento por él pedido, sin que él aflojara un punto en su demanda y sin que yo me atreviera a decirle que no éramos el uno para el otro. Acosábale a él tal vez la secreta comezón de abordar el drama en ausencia de Carlos, y pesábame a mí tener que escribir para otro que no fuera aquel único modelo del galán clásico del drama romántico; costaba mucho a mi lealtad lo que tal vez podía parecer una traición a Carlos Latorre, y ¡Dios me perdone mi mal juicio!, pero tengo para mí que Lombía tenía la mala intención de hacérmela cometer. Impacientábase Lombía y desesperábame yo de no dar con un asunto a propósito, lo que ya le parecía, vista mi anterior fecundidad, no querer escribir para él, cuando una tarde, obligado a trabajar un caballo que yo tenía entablado hacía ya muchos días, salía yo en él por la calle del Baño para bajar al Prado por la Carrera de San Jerónimo. Era el caballo regalo de un mi pariente, Protasio Zorrilla, y andaluz, de la ganadería de Mazpule, negro, de grande alzada, muy ancho de encuentros, muy engallado y rico de cabos, y llevábale yo con mucho cuidado, mientras por el empedrado marchaba, por temor de que se me alborotase. Cabeceaba y braceaba el animal contentísimo de respirar el aire libre, cuando, al doblar la esquina, oí exclamar a uno de tres chulos que se pararon a contemplar mi cabalgadura: «Pues miá tú que es idea dejar a un animal tan hermoso andar sin jinete.»

La verdad era que siendo yo tan pequeño, no pasaban mis pies del vientre del caballo; y visto de frente, no se veía mi persona detrás de su engallada cabeza y de sus ondosas y abundantes crines. Por más que fuera poco halagüeña para mi amor propio la chusca observación de aquellos manolos, el de montar tan hermosa bestia me hizo dar en la vanidad de lucirla sobre la escena, y ocurrírseme la idea de escribir para ello mi comedia El caballo del rey D. Sancho. Rumié el asunto durante mi paseo, registré la historia del Padre Mariana de vuelta a mi casa, y fuíme a las nueve a proponer a Lombía el argumento de mi comedia, advirtiéndole que debía de concluir en un torneo, en cuyo palenque debía él de presentarse armado de punta en blanco, jinete sobre mi andaluz caparazonado y enfrontalado.

Aceptó la idea de la comedia, plúgole la del torneo final, y halagóle la de ser en él jinete y vencedor. Puse manos a mi obra aquella misma noche, y dila completa en veinte y dos días. El señor duque de Osuna, hermano y antecesor del actual, a quien me presentó y cuya benevolencia me ganó el conde de las Navas, puso a mi disposición su armería, de la cual tomé cuantos arneses y armas necesité para el torneo de mi drama, cuya última decoración del palenque tras de la tienda real montó Aranda con un lujo y una novedad inusitadas.

Pasóse de papeles mi drama, ensayóse cuidadosamente y conforme a un guión, que los directores de escena hacen hoy muy mal en no hacer, y llegó el momento de enseñar su papel a mi caballo. Metile yo mismo una mañana por la puerta de la plaza del Ángel, desde la cual subían los carros de decoraciones y trastos por una suave y sólida rampa hasta el escenario: subió tranquilo el animal por aquella, pero al pisar aquél, comenzó a encapotarse y a bufar receloso, y al dar luz a la batería del proscenio, no hubo modo de sujetarle y menos de encubertarle con el caparazón de acero. Lombía anunció que ni el Sursum-Corda le haría montar jamás tan rebelde bestia, y estábamos a punto de desistir de la representación, cuando el buen doctor Avilés nos ofreció un caballo isabelino, de tan soberbia estampa como extraordinaria docilidad, que aguantó la armadura de guerra, la batería de luces y en sus lomos a Lombía, que no era, sea dicho en paz, un muy gallardo jinete.

La primera representación de este drama fué tal vez la más perfecta que tuvo lugar en aquel teatro: Lombía se creció hasta lo increíble: e hizo, como director de escena, el prodigio de presentar trescientos comparsas tan bien ensayados y unidos, que se hicieron aplaudir en un palenque de inesperado efecto; y Bárbara Lamadrid, para quien fueron los honores de la noche, llevó a cabo su papel con una lógica, una dignidad tales, que al perdonar al pueblo desde la hoguera y a su hijo en el final, oyó en la sala los más justos y nutridos aplausos que habían atronado la del teatro de la Cruz.

Pero aquel drama no pudo quedar de repertorio; hubo que devolver las armaduras al señor duque de Osuna y el caballo al doctor Avilés, y… ni mereció los honores de la crítica, ni ningún empresario se ha vuelto a acordar de él, ni yo, que de él me acuerdo en este artículo, recuerdo ya lo que en él pasa. En cambio, al fin de aquel mismo año se escribió otro que todo el mundo conoce, que no hay aficionado que no haya hecho con gusto y aplauso, de cuyo origen se han propalado las más absurdas suposiciones, que me ha valido tanta fama como al mismo D. Juan Tenorio, y en cuya representación no han dado jamás pie con bola más que los tres actores que bajo mi dirección, lo estrenaron: Latorre, Pizarroso y Lumbreras; hablo de el puñal del godo, del cual me voy a ocupar en el siguiente número.



Parte 1

"Este libro no necesitaba prólogo…"

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Parte 2: tras el Pirineo

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Parte 3: En el mar

I - II - III - IV - V

Allende el mar

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Apéndices

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Hojas traspapeladas

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