Reliquias (DFV)

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Diccionario Filosófico - Tomo IX de Voltaire
Nota: En esta transcripción se ha mantenido la ortografía original.

Reliquias.

Por este nombre se designan los restos, ó las partes que quedan del cuerpo ó de los vestidos de una persona, á la que la Iglesia ha puesto en el número de los bienaventurados despues de su muerte.

Es claro que Jesus no ha condenado mas que la hipocresía de los Judios, cuando dice [1]: ¡Desgraciados de vosostros escribas y fariseos hipócritas, que construis sepulcros á los profetas y adornais los monumentos de los justos! Tambien los cristianos ortodoxos tienen una igual veneracion á las reliquias y á las imágenes de los santos; y tanta, que habiendo dicho no sé qué doctor, llamado Henrique, que cuando los huesos y demas reliquias se han convertido en gusanos, no se deben adorar estos gusanos; decidió el jesuita Vazquez [2], que la opinion de Henrique es absurda y vana, porque nada importa la manera con que se haga la corrupcion. Por consiguiente, dice, podemos adorar las reliquias bajo la forma de gusanos lo mismo que bajo la de cenizas.

Sea de esto lo que quiera, san Cirilo de Jerusalem confiesa [3] que el origen de las reliquias es pagano; y he aquí la descripcion de su culto que hace Teodereto que vivía á principios de la era cristiana. Se va al templo de los mártires, dice este obispo [4], para pedirles, unos la conservacion de su salud, otros la curacion de las enfermedades, y las mugeres estériles la fecundidad. Despues de haber conseguido los hijos piden estas mugeres su conservacion. Los que emprenden viages, piden á los mártires que los acompañen y que los conduzcan; y cuando están de vuelta, van á manifestarles su reconocimiento. Ellos no los adoran como dioses; pero los honran como hombres divinos, y los conjuran á que sean sus intercesores.

Las ofrendas que estan colgadas en sus templos, son unas pruebas públicas de que los que han pedido con fe, han conseguido el cumplimiento de sus deseos y la curacion de sus enfermedades. Unos cuelgan en los templos ojos, otros pies, y otros manos de oro y plata. Estos monumentos publican la virtud de los que estan enterrados en aquellos sepulcros; como su virtud pública que el Dios por quien han padecido, es el verdadero: y así tienen los cristianos el ciudado de poner á sus hijos los nombres de los mártires, para tenerlos en seguridad bajo su proteccion.

En fin, añade Teodoreto, que los templos de los dioses han sido demolidos, y que sus materiales han servido para construir los templos de los mártires; porque el Señor, dice él á los paganos, ha sustituido sus muertos á vuestros dioses; ha hecho ver la vanidad de estos, y ha transferido á los otros los honores que se hacian á los primeros. De esto se queja amargamente el famoso sofista de Sardes, deplorando la ruina del templo de Serápis en Canopa, que fué demolido por órden del emperador Teodosio I el año de 389.

Unas gentes, dice Eunapio, que nunca habian oido baldar de la guerra, se encontraron muy valientes contra las piedras de este templo, y principalmente contra las ricas ofrendas de que estaba lleno. Estos lugares santos se los dieron á los monjes, gentes infames é inútiles, que, con tal de que tengan un hábito negro y sucio, toman una autoridad tiránica sobre el espíritu de los pueblos; y en lugar de los dioses que se veian en ellos por las luces de la razon, dan estos monjes á adorar las cabezas de unos facinerosos, que han salado para conservarlas.

El pueblo es supersticioso; y por la supersticion se le encadena. Los milagros fabricados con motivo de las reliquias llegaron de esta manera á ser un iman que atraia de todas partes muchas riquezas á los templos. La bellaquería y la credulidad llegaban á tal esceso, que en el año de 388 se vió obligado el mismo Teodosio á hacer una ley prohibiendo trasladar de un lugar á otro los cuerpos enterrados, y separar las reliquias de cada mártir, y traficar con ellas.

En los tres primeros siglos del cristianismo se contentaron con celebrar el dia de la muerte de los mártires, que se llamaba su dia natal, reuniéndose en los cementerios donde estaban sepultados sus cuerpos para rogar á Dios por ellos, como lo hemos observado en otra parte. Entónces no se pensaba que con el tiempo debian los cristianos construirles templos, trasladar sus cenizas y sus huesos de un lugar á otro, enseñarlos en urnas, y en fin hacer un tránco que escitaria á la avaricia á Henar el mundo de falsas reliquias.

Pero el tercer concilio de Cartago, reunido en el año de 397, insertó en el canon de las Escrituras el Apocalipsis de san Juan, cuya autenticidad se habia negado hasta entónces; y el pasage de su cap. VI, en que dice: "Veo debajo de los altares las almas de los que han sido muertos por la palabra de Dios," autorizó la costumbre de tener las reliquias de los mártires debajo de los altares: y bien pronto se tuvo esta práctica por tan esencial, que san Ambrosio no quiso consagrar una iglesia donde no las habia, á pesar de las instancias del pueblo; y en el año de 692 ordenó el concilio de Constantinopla, in trullo, que se demoliesen todos los altares que no tuvieran reliquias. Otro concilio de Cartago habia mandado al contrario en el año de 401, que los obispos hicieran derrivar los altares que se veian por todas partes en los campos y en los caminos en honor de los mártires, de los que se desenterraban de aqui y de alli falsas reliquias, fundándose en desvarios y vanas revelaciones de todas clases de gentes.

San Augustin refiere, [5] que hácia el año de 415, Luciano, sacerdote y cura de una villa, llamada Caphargamata, á algunas millas de distancia de Jerusalem, vió en sueños hasta tres veces al doctor Gamaliel; el que le declaró que su cuerpo, y los de su hijo Abibas, de san Estavan y de Nicodémus estaban enterrados en un lugar de su parroquia, que le indicó: y le mandó de su parte y de la de los otros que no los dejase por mas tiempo olvidados en el sepulcro donde estaban ya habia algunos siglos; y que fuera á decir á Juan el obispo de Jerusalem que viniera á sacarlos de allí al instante, si queria prevenir las desgracias que amenazaban al mundo. Gamaliel añadió que esta traslacion se debia hacer en el episcopado de Juan que murió cerca de un año despues. La órden del cielo era que el cuerpo de san Este van fuese trasladado á Jerusalem.

O Luciano oyó mal, ó fué desgraciado, porque mandó hacer escavaciones y no encontró nada lo que obligó al doctor judio á aparecerse á un monje muy simple y muy inocente, al que le enseñó con mas exactitud el lugar donde estaban las reliquias. Luciano encontró entónces el tesoro que buscaba segun la revelacion de Dios. En este sepulcro habia una piedra en la que estaba gravada la palabra cheliel, que significa corona en hebreo como stephanos en griego. Cuando se abrió el ataud de Estevan, tembló la tierra; y salió un escelente olor, y se curó un gran número de enfermos. El cuerpo del santo estaba reducido á cenizas, escepto los huesos que se trasladaron á Jerusalem, y se depositaron en la iglesia de Sion. Al momento llovió abundantemente despues de una gran seca que se habia sufrido hasta entónces.

Avito, sacerdote español, que se encontraba entonces en Oriente, tradujo en latin esta historia que Luciano habia escrito en griego. Como el español era amigo de Luciano, consiguió que le diera un poquito de las cenizas del santo, y algunos huesos llenos de una uncion que era la prueba visible de su santidad, y que escedia á los perfumes nuevamente hechos y á los olores mas agradables. Estas reliquias, que llevó Orosio á la isla de Minorca, convirtieron alli ciento y cuarenta judios en ocho dias.

En seguida hubo varias visiones que informaron á las gentes de que unos monjes de Egipto tenian reliquias de san Estevan, que les habian dejado unos incógnitos. Como los monjes que entónces no eran sacerdotes, no tenian todavía iglesias propias, se fué á recojer este tesoro para depositarlo en una iglesia que habia cerca de Usal. En el momento vieron ciertas personas sobre la iglesia una estrella que al parecer venia delante del santo mártir. Estas reliquias no permanecieron mucho tiempo en aquella iglesia; porque el obispo de Usal, que encontró á propósito enriquecer con ellas la suya, fué á recojerlas y las trasladó sentado en un carro, y acompañado de un inmenso pueblo que cantaba alabanzas al Señor, y que llevaba un gran número de velas, y que habia encendido muchas luminarias.

Así fueron trasladadas las reliquias á un lugar elevado de la iglesia, y colocadas sobre un trono adornado con colgaduras. Despues se pusieron sobre un cuadro á manera de una cama pequeña en un lugar cerrado con llave, en el que se había dejado abierta una ventanita, para poder tocar á las reliquias unos lienzos que servian para curar todas las enfermedades. Un poco de polvo recojido sobre la urna curó de repente á un paralítico. Las flores que se habian presentado al santo, aplicadas sobre los ojos de un ciego, le volvieron la vista: y aun tambien hubo siete ú ocho muertos resucitados.

San Augustin [6] que trata de justificar este culto distinguiéndolo del de la adoracion, que es debido á Dios solamente, se ve obligado á convenir [7] en que él mismo conoce muchos cristianos que adoran los sepulcros y las imágenes. Yo conozco muchos, añade este santo, que beben con el mayor esceso sobre los sepulcros, y que, dando festines á los cadáveres, se sepultan ellos mismos sobre los que estan sepultados.

En efecto, unos pueblos, tan recientemente salidos del paganismo, estaban encantados de encontrar en la Iglesia cristiana unos hombres deificados, aunque con otros nombres, y los honraban de la misma manera que habian honrado á sus falsos dioses: y seria querer engañarse groseramente juzgar de las ideas y de las prácticas del populacho por las de los obispos ilustrados y por las de los filósofos. Es sabido que los sabios de entre los paganos hacian las mismas distinciones que nuestros santos obispos. Es necesario, dice Hierocles, [8] reconocer y servir á los dioses, de manera que se tenga gran cuidado de distinguirlos bien del Dios supremo, que es su autor y su padre. También es menester no exaltar demasiado su dignidad: y en fin, el culto que se les da, se debe referir á su único criador, que podeis nombrar propiamente el Dios de los dioses porque es el señor de todos y el mas escelente de todos. Porfiro, [9] que califica al Dios supremo, como san Pablo lo califica tambien, [10] de Dios que es superior á todas las cosas, añade que no se le debe sacrificar nada sensible, ni nada material, porque siendo un espiritu puro, todo lo material es impuro para él: y no puede ser honrado dignamente, sino por los pensamientos y por los sentimientoc de un alma que no esté manchada con ninguna pasion viciosa.

En una palabra, cuando san Augustin [11] declara con candor que no se atreve á hablar libremente sobre muchos abusos semejantes por no dar ocasion de escándalo á las personas piadosas ó á los chismosos, hace ver lo bastante que para convertir á los paganos usaban los obispos de la misma tolerancia que aconsejó san Gregorio dos siglos despues para convertir la Inglaterra. Este papa fué consultado por el fraile Agustin sobre algunos restos de ciertas ceremonias medio civiles y medio paganas, á las que no querían renunciar los Ingleses recien convertidos; y le contestó. A los espiritus duros no se les quita todas sus habitudes al mismo tiempo, como no se llega á subir de un salto sobre una roca escarpada, sino yendo gateando paso á paso.

No es ménos digna de reparo la respuesta del mismo papa á Constantina, hija del emperador Tiberio Constantino, y esposa de Mauricio, que le pedia la cabeza de san Pablo para ponerla en un templo que habla edificado en honor de este apóstol. Dice san Gregorio [12] á esta princesa, que los cuerpos de los santos brillan con tantos milagros, que nadie se atreve ni aun á arrimarse á sus sepulcros para hacer oracion, sin ser sobrecojido de pavor; que habiendo querido su predecesor (Pelagio II) quitar el dinero que habia sobre el sepulcro de san Pedro para ponerlo á la distancia de cuatro pies, se le aparecieron señales espantosas. Que queriendo él hacer algunos reparos en el monumento de san Pablo, y siendo necesario escavar un poco mas adelante, el que guardaba el lugar tuvo el atrevimiento de levantar unos huesos que no tocaban al sepulcro del apóstol, para ponerlos en otra parte; y tambien se le aparecieron señales terribles, y cayó muerto de repente. Que habiendo querido sus predecesores reparar tambien el sepulcro de san Lorenzo, se descubrió imprudentemente el ataúd, donde está el cuerpo del mártir; y aunque los que trabajaban eran frailes y criados del templo, todos murieron en el espacio de diez dias, porque habian visto el cuerpo del Santo. Que cuando los Romanos dan reliquias, no tocan nunca á los cuerpos sagrados; sino que se contentan con poner en una caja algunos lienzos, y la arriman á los santos sepulcros. Que estos lienzos tienen la misma virtud que las reliquias y hacen tantos milagros como ellas. Que habiendo dudado ciertos Griegos de este hecho, pidió el papa Leon unas tijeras, y en su presencia cortó un pedazo del lienzo que se habia arrimado al cuerpo de los santos, y que corrió sangre de la cortadura. Que en Roma, en el Occidente es un sacrilegio el tocar á los cuerpos de los santos; y que si alguno lo emprende, puede estar seguro que su crímen no quedará impune. Que por esta razon no puede persuadirse á que los Griegos tengan la costumbre de trasladar las reliquias. Que unos Griegos que quisieron desenterrar unos cuerpos de junto á la iglesia de san Pablo con el designio de trasladarlos á su país, fueron descubiertos al instante; y que esto lo persuade á que las reliquias que se transportan de esta manera, son falsas. Que unos orientales que pretendian que los cuerpos de san Pedro y de san Pablo les pertenecian, fueron á Roma para llevárselos á su patria; pero que al llegar á las catacumbas donde reposan estos cuerpos, y al querer tomarlos, unos relámpagos repentinos y truenos espantosos dispersaron á la multitud horrorizada, y los obligaron á renunciar a su empresa. Que los que han sugerido á Constantina que le pida la cabeza de san Pablo, no han tenido mas designio que el hacerle perder la gracia del santo.

San Gregorio concluye con estos términos: Tengo la confianza en Dios de que no os vereis privada del fruto de vuestra buena voluntad, ni de la virtud de los santos apóstoles, que amais con todo vuestro corazon y con toda vuestra alma; y que si no teneis su presencia corporal, siempre gozareis de su proteccion.

Sin embargo, la historia eclesiástica atestigua que las traslaciones de las reliquias eran tan frecuentes en el Occidente como en el Oriente; y ademas observa el autor de las notas sobre esta carta que en lo sucesivo el mismo Gregorio dió diversos cuerpos de santos, y que otros papas han dado hasta seis ó siete á un solo particular.

Despues de todo esto ¿será admirable el crédito que tuvieron las reliquias en el concepto de los pueblos y de los reyes? Los juramentos mas ordinarios de los antiguos Franceses se hacian sobre las reliquias de los santos. Asi fué como los reyes Gontran, Sigeberto y Chilperico repartieron los Estados de Clotario, y convinieron de gozar en comun de Paris; é hicieron su juramento sobre las reliquias de san Polyenutes, de san Hilario y de san Martin. Pero Chilperico tomó la plaza, solamente con la precaucion de llevar la urna de las reliquias á la cabeza de sus tropas, con la esperanza de que la proteccion de estos nuevos patronos lo libraria de las penas debidas á su perjurio. En fin, el catecismo del concilio de Trento aprueba la costumbre de jurar por las reliquias.

Obsérvese tambien que los reyes de Francia de la primera y segunda raza guardaban en sus palacios un gran número de reliquias, en particular la capa y el manto de san Martin; y que las hacían llevar en su comitiva y hasta en sus ejércitos. Las reliquias del palacio se enviaban tambien á las provincias, cuando se trataba de prestar el juramento de fidelidad al rey ó de concluir algun tratado.


  1. Mat. cap. XXIII, v. 89.
  2. Lib. II, de la Adoracion, disp. III, cap. VIII.
  3. Lib. X. contra Juliano.
  4. Quest. 51 sobre el Exodo.
  5. Ciudad de Dios, lib. XXII, cap. VIII.
  6. Contra Fausto, lib XX, cap. IV.
  7. De las costumbres de la Iglesia, cap. XXXIX.
  8. Sobre los versos de Pitágoras, pag. 10.
  9. De la abstinencia, lib. II, art. XXXIV.
  10. Romanos, cap. IX, v. 5.
  11. Ciudad de Dios, lib. XXII, cap. VIII.
  12. Carta XXX, indic. XII, lib. III