La corona de fuego: 33
Capítulo II - La capilla del santo Cristo de la agonía
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- En aquel santuario
- Con honores de tal... allí se dieran
- Citas de rebelión disimuladas,
- Cuando era necesario
- Bajo el escapulario
- De la hermandad cubrir otras jugadas.
Sobre la margen del riachuelo Agua-pesada que desciende desde Amés, a unas seis millas de Santiago y poco más de tres de Negreira, existe aun hoy un conjunto de caseríos aglomerados sin orden, titulado San Félix de Brión o Briones.
Precisamente en la época de que vamos hablando, era un mezquino hacinamiento de chozas pobres y miserables, guarida de pecheros empobrecidos por los tributos, embrutecidos por la ignorancia y enervados por la inacción y el envilecimiento más abyecto.
Cada una de aquellas míseras familias solía cultivar un trozo de terreno que tomaran a título oneroso, o bien apacentaban, por cuenta propia o ajena, un reducido rebaño en las praderías no acotadas de la montaña.
Y en medio de aquella vida nómada que arrastraran escépticas por el servilismo en que yacían, aquellas pobres generaciones de siervos, fanatizadas por un grosero sistema, resignaban pasivas su destino al arbitrio y buena voluntad discrecional de sus orgullosos señores, verdaderos monarcas microscópicos, que reinaran a veces según les placía, indiferentes ante tanta miseria, ahorcando, enrodando o descuartizando a sus pecheros, deshonrando a sus hijas, y monopolizando la voluntad con repugnantes abusos jurisdiccionales; y si alguna vez en fuerza de tanta presión se sublevaba aquel mismo sufrimiento pasivo, otros nuevos desafueros más violentos solían ahogar aquel doloroso clamor con todo ese lujo de crueldad inherente a la tiranía en su vértigo.
Entonces la necesidad, ese imperioso auxiliar de la criatura, solía romper todo género de consideraciones, inspirando a la víctima un recurso que pudiera quizás evitar el extremo de la desesperación. El desgraciado elevaba al trono el eco de sus gemidos, que si eran atendidos acaso, podían prometerse un rasgo ejemplar de justicia en ocasiones dadas.
Pues bien, en medio de aquel conjunto de cabañas tan pobres y desmanteladas, vivo reflejo de la indigencia que albergaran, alzábase, como oponiendo un contraste insultante, un edificio toscamente construido, compuesto de un solo cuerpo cuadrado con ventanas aspilleradas, con saeteras, cubos y canzorros, amen de una espesa cerca de mampostería, con foso y contrafoso, y su puente levadizo sobre el río, que defendiera su parte anterior, y de cuyo fondo arrancaba su sólido cimiento de canto. Dominaba, sobre todo, como una esbelta y altísima pirámide, el torreón de atalaya, con su gigantesco esqueleto desquebrajado, y su esquilón de alarma colocado en su capitel cubierto, que proyectara su negra sombra sobre los aplomados techos de pizarra.
Ésta era la titulada alquería de Briones, propiedad de los señores de Altamira, de cuyos Estados formaran parte, y cuyas fortificaciones acababa de poner el conde en estado de defensa, como que eran la atalaya de sus dominios por aquella parte, y avanzada del castillo.
Sin embargo, su posición estratégica no era la más a propósito, por no prestarse a ello las condiciones locales del terreno, ni otras circunstancias atendibles; pero en cambio de ello ignoraba el público que aquel juguete de fortaleza ocultaba la clave de los subterráneos de Altamira, colocada como estaba en el centro de un espeso jaral casi intransitable, que se daba la mano con la montaña inmediata a la del castillo, como que dicha alquería, o mejor dicho, su castillejo, apenas asomara la alta espiral de su torreón cónico sobre aquel grupo inmenso de arboladura.
Tal era, pues, esta quinta fortificada, habitada ordinariamente por determinadas personas, admitidas a la íntima confianza de los señores del Estado; pero en la actualidad la ocupaba un respetable cuerpo de cuadrilleros a las órdenes de Lucifer.
Era esta la respetable hermandad del Santo Cristo de la Agonía.
Y a propósito advertiremos que entro los individuos de esta terrible milicia, figuraban también los que habían abandonado antes a su jefe por seguir al rey, y a los cuales había éste despedido, para que volviesen a ocupar su primitivo puesto, después de haber negociado previamente su reconciliación con el joven capitán, a pretexto de que solo le habían acompañado en calidad de escolta; excusa ingeniosa que por cierto alcanzaba visos de posibilidad, por ser un hecho frecuentemente repetido en aquellos tiempos caballerescos.
Una tarde, cuando el sol declinaba al ocaso, dos hombres vestidos de rigurosa armadura departían misteriosamente, paseando por una deliciosa pradera próxima al citado arroyo de Agua-pesada y oculta por una selva enmarañada y frondosa.
Los rayos fugitivos del sol, reverberando en el bruñido acero de sus arneses, reflejaban destellos fosfóricos que herían la vista, como inflamados relámpagos.
Los hermanos del Santo Cristo de la Agonía vigilaban al propio tiempo desde la plataforma del torreón, ocupando el resto los demás puntos convenientes.
Aquellos dos hombres llevaban echada al rostro la visera.
Era evidente que uno de ellos, por lo menos, tenía empeño en conservar, respecto a la multitud, su incógnito.
Era éste S. A. el rey D. Alfonso.
El otro era Lucifer.
Indudablemente caminaban ambos de concierto a un sitio de misteriosa consigna.
Avanzaban siempre recatados, buscando los más recónditos senderos del bosque y precedidos de Nerón, el terrible mastín de presa del rey, que iba husmeando el terreno y asegurando el tránsito.
¡Oh! Nerón eran un ser importante, y la mejor garantía de seguridad y defensa.
Largo rato aquellos dos hombres y su perro continuaron discurriendo por el bosque y sus accesorios. Era evidente que esperaban que anocheciera.
Cuando las tintas del crepúsculo empezaban a entrar en esa tenebrosa condensación de las sombras, marcando el primer período de la noche, llegaban ambos, después de un rodeo considerable, al punto que precisamente corresponde hoy al conocido caserío de Cabreiros.
Allí se alzaba entonces, entre un grupo de árboles, solitaria, medio arruinada, escueta como una hita funeraria, rodeada de cipreses, la capilla del Santo Cristo de la Agonía, que daba nombre a la hermandad, y en la cual, con el fin de proteger a los viadantes, solía haber constantemente un pequeño retén o destacamento de las rondas volantes de la cuadrilla.
Las ruinas del santuario extendíanse a gran trecho, y solo quedaba en pie una especie de bóveda claustral, sostenida por arcadas sobre columnas toscamente labradas.
En el fondo de aquella bóveda alzábase un altar rústico con un enorme crucifijo de piedra mal tallado y denegrido por el tiempo, y en uno de los resaltos laterales de la doble grada, ardía siempre una pobre lamparilla de hierro.
Por lo demás, la capilla permanecía abierta a todas horas, ocasionando con ello una continuada serie de impías profanaciones.
Ni había tampoco una persona cualquiera que tuviese fijamente a su cargo aquel humilde culto; el primer pasajero, cualquier campesino, en cuya alma no se había borrado un resto de piedad cristiana, acudía a reponer el aceite, pobre ofrenda que sostenía aquella lámpara, que solía también apagar luego una ráfaga de viento o el soplo de una profanadora impiedad.
Referíanse mil consejas extravagantes acerca de esta especie de santuario, piadoso ardid inventado y exagerado con loable intento, y merced al cual el vulgo, por lo menos, miraba con sombrío terror aquel pobre y abandonado sitio.
Y esas mismas consejas, respondiendo a un doble sentido político y religioso, resumían la condición de existencia de aquel mísero santuario, como que tenía por objeto imponer un santo terror a la herejía en el segundo caso; mientras que cuando se inventaran por miras políticas o de otro género, se proponían alejar de aquel sitio santificado todo motivo de curiosidad o investigación, como que solía ser el punto convenido de las más comprometidas citas de los conspiradores.
Alfonso se introdujo sin vacilar en aquel asilo misterioso, y su compañero le siguió resuelto y sin manifestar recelo alguno.
Era evidente que ambos se dirigían allí de concierto con un fin determinado.