La corona de fuego: 36
Capítulo V - Que trata del apuro en que colocara al cuadrillero su doble compromiso
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- ¡Laberinto fatal! ¡suerte enemiga!
- ¿Cómo salir del dédalo sombrío
- De ese artificio de maligna intriga?
Lucifer, por su parte, no se descuidaba en proveer a la mejora de las fortificaciones de la alquería: redoblaba sus esfuerzos y aglomeraba materiales y gente, reclutando nuevos soldados y concentrando aquellos tercios dispersos que recorrían la comarca en forma de guerrillas errantes y aventureras.
Un buen resultado coronó sus esfuerzos, y en bien pocos días empleados en infatigables pesquisas, pudo conseguir abastecer de gente y víveres aquella pequeña fortaleza, poniéndola en estado de regular defensa y enajenándose al propio tiempo, con liberalidades y dádivas, la voluntad de aquella soldadesca corrompida y mercenaria, instrumento decidido para cualquier empresa, con tal que pagaran sus servicios a buen precio.
Y de aquí la influencia moral que conquistara sobre aquella gente su nuevo jefe, cuya voluntad puede decirse que reinara omnímoda sobre todos, y levantábase orgullosa, omnipotente, como la del general a cuya voz se baten millares de entusiastas héroes.
Una noche llamó al rastrillo un hombre completamente armado.
Era un soldado de Altamira, portador de una orden secreta y perentoria del conde.
Previos los requisitos de consigna, fue introducido y llevado a presencia de Lucifer, a quien entregó un pliego cerrado y sellado.
El contenido de este pliego era el siguiente:
«En el nombre de Dios trino y uno, etc.
»Payo Ataulfo de Moscoso, conde de Altamira y de Monforte, etc., al capitán Lucifer, jefe cuadrillero de la hermandad del Santo Cristo de la Agonía en los tercios del M. R. en Cristo Frey Don Diego Peláez, obispo de Santiago, y hoy a las órdenes de estos Estados que regimos por la divina misericordia; salud.
»Por cuanto S. A. el señor rey D. Alfonso de León y Castilla, nos ha hecho presa de mala ley en las personas de nuestra muy honorable dueña doméstica Beatriz de Quiñones, entendida por Palomina, y de nuestro buen amigo y prisionero de honor el antes arráez y poderosísimo señor Omar-Jacub, a quien teníamos bajo de la salvaguardia de nuestra buena fe y lealtad en un palacio subterráneo que existe en nuestros dominios.
»Por cuanto se ha cometido en este caso una violación de territorio y una usurpación injusta por parte de dicho príncipe, agresión que rechazamos y protestamos con toda la fuerza de voluntad necesaria que pone en nuestras manos la justicia que nos asiste ante Dios y los hombres:
»Por todo lo cual, a vos, valiente y noble caudillo, prevenimos que pongáis a cubierto de una invasión cualquiera el importante punto de la Alquería de Briones, cuya defensa hemos confiado a vuestra fidelidad, ínterin adoptamos otras disposiciones que impidan la repetición de lances de tal naturaleza, y reclamamos al cielo y a nuestros aliados la pronta y reparadora satisfacción de tales ultrajes, a fin de dar una lección de dignidad a ese príncipe injusto que nos huella y tiraniza.
»De nuestras Torres de Altamira a los cuatro días del mes de enero del año del Señor mil y sesenta y cuatro. -Firmado y sellado de nuestro puño y sello.-
- PABLO ATAULFO DE MOSCOSO,
- CONDE DE ALTAMIRA.»
Terminada la lectura, el joven cuadrillero quedó un momento cabizbajo y poseído visiblemente de una profunda confusión.
¿Qué pasaría en aquella mente combatida por tan variados proyectos? ¿cuál fuera su decisión en medio de aquella lucha moral, de aquel caos de vacilaciones y dudas?
Solo Dios lo sabe.
De aquel laberinto de intrigas que se agitaran en torno suyo, de aquella misma lucha perdurable, oscura y tenebrosa, era él el centro de acción en cierto modo, el blanco a que se dirigían los tiros, el foco donde fermentara acaso un fuego exterminador que en su día debía vomitar, como una tromba asoladora, todo un infierno de suplicios y crímenes, marcando al propio tiempo un punto trágico en los fastos de las catástrofes de la historia.
Sacudió al fin su hermosa cabeza, como para aliviarla de un gran peso, dictó a su lugarteniente una orden secreta, y salió de aquel recinto, concentrada visiblemente su imaginación y confundido al parecer en una perplejidad profunda.
Un momento después caía el pontón y tornaba a subir de nuevo.
Lucifer se alejó entonces de la alquería, montado en su arrogante caballo árabe, raudo como el viento o como alma que arrebatan los demonios, al decir del vulgo: iba solo, aunque completamente armado.
Las tinieblas de la noche, que era fría por cierto, apenas permitían una dudosa claridad producida por las estrellas que brillaban en un cielo despejado y purísimo.
Allá a rato, el joven llegaba a las faldas pedregosas del Monte Sorayo, y por consiguiente, junto a las ruinas que ocuparan el centro de la selva que ya conocemos.
Ató el caballo a un corpulento pino, y provisto del medallón quebrado que le entregara la vieja, como el talismán que debiera facilitarle la entrada y allanar cualquier obstáculo al penetrar en la misteriosa gruta, dirigióse presuroso a ella, henchido el corazón de emociones.