Ir al contenido

La corona de fuego: 51

De Wikisource, la biblioteca libre.


Capítulo VI - El careo

[editar]
¡Oh, sabia Providencia,
Cuál triunfa tu justicia soberana!


Poco después, el mandato de Alfonso era puntualmente obedecido. Betsabé, rodeada de alabardas y partesanas, entraba de nuevo en la pieza del juicio.

Su paso era firme y seguro, su fisonomía estaba exaltada hasta la ferocidad, su mirada era la de la leona irritada y colérica, y en toda aquella nerviosa organización dejábase notar una exaltación sobrenatural e imponente, como una tempestad de odio terriblemente explotado.

La penetración de aquella criatura de temple de hierro, de cuyo tesón dieran testimonio evidente su perseverancia y su obstinación tan tenaces, había adivinado todo cuanto acabara de ocurrir, o sea la delación tan cumplida que había hecho Eleazar de aquella complicada serie de maquinaciones y crímenes, y en la cual cupiérale tanta parte.

Colocada enfrente del hebreo, las miradas de entrambos cruzáronse altaneras, sombrías y estúpidas: era el concurso de dos fieras en acecho, aprestándose cada una a su modo a la lucha, rebosando toda la hiel del odio, y concentrando toda la atención de los circunstantes, sobre todo, del mismo monarca, cuya fulminante pupila parecía sondear aquellos corazones, que con fundada razón tuvieran el raro privilegio de excitar la ansiedad y aun la curiosidad pública.

Gonzalo, abrumado todavía bajo el peso de su confusión y de su vergüenza, acechaba desde su sitio la actitud de aquellos extraordinarios seres, cuyo intencionado silencio parecía envolver realmente una tregua recíprocamente establecida antes del acto tan solemne de aquel singular careo, última prueba que, prescindiendo de las reglas jurídicas y separándose de las formas dilatorias del procedimiento, iba indudablemente a fijar de pronto la verdad y precisión de los hechos, dejando expeditas las vías de la conciencia, de la expiación, y del fallo.

El profundo silencio que reinó en los primeros instantes de esta escena, daba doble realce al acto, e imprimía en los circunstantes un terror pavídico.

El rey, nublado el semblante, y poseído a la vez de aquella solemnidad tan grave que se reflejara en el ánimo de todos, exclamó al fin con su acento vibrante y pausado, dirigiéndose a la vieja:

-Betsabé, queda aclarado ya cuanto deseaba saber mi justicia respecto del proceso de que se te acusa como reo; si no logras justificarte, desvaneciendo los cargos, todos gravísimos, que contra ti resultan, y de cuya mayor parte te hallas ya confesa y convicta, ¡miserable pecadora, apiádese Dios y tenga de ti clemencia!

-Es inútil, contestó ella, en cuya mirada lució un infernal destello; mi justificación es ya de todo punto inútil, porque ese hombre ha sido tan débil, que lo ha confesado todo; me ha delatado a tu justicia y ha rasgado el velo del arcano que mi venganza reservara, como la salvaguardia o tregua de mi vida.

-¿Será preciso que te se relaten los hechos, y que sin separarte de los principios de la verdad, los confirmes o los deniegues por medio de una confesión franca y explícita. Oye, pues:

-No es necesario, rey: la forma acústica de esta pieza, separada allá en el ángulo de enfrente por un conducto abocinado que corresponde a mi prisión, me ha permitido oír toda la delación de ese miserable. La reproduzco a mi vez en todos sus detalles porque ¿a qué conduciría una negativa por mi parte contra las pruebas mismas que están ahí para destruirla? ¿A qué exigir otros comprobantes que mi confesión misma, cuando os dice: rey, ese hombre ha declarado en verdad?

-¿Es decir que admites toda la tremenda responsabilidad que arroja sobre ti el proceso, y sobre todo, la confesión de Eleazar?

-Sí, repuso la víbora, con un rugido de rabia colérica.

Y al pronunciar esta afirmación tan concluyente, en aquella fisonomía diabólica pareció brillar un relámpago fugitivo de odio.

-¡Ea, pues, conducid de nuevo a esa mujer a su prisión, donde debe esperar el fallo! exclamó el monarca, refiriéndose con imperativo acento a los soldados. Llevadla, y redoblad las precauciones, a fin de asegurar a ese monstruo de la iniquidad y de la infamia.

-¡Una palabra todavía, rey! dijo ella al tiempo de salir de aquel recinto. No te lisonjees de tu triunfo efímero y falaz: caigo al embate del torbellino de mi propia intriga, es cierto; pero es ya tarde para detener la marcha de mi venganza. Mi venganza, sí, que levantará, no lo dudes, su orgulloso vuelo sobre mi cadáver, y sabrá coronar mi empresa, aun a despecho de tus esfuerzos. Es tarde para anular los tiros de mi odio: el veneno ha invadido todos los poros, se ha inoculado en la circulación de la sangre, y discurre allí potente, incontrastable, perseverando en su corrosiva acción y apresurando su marcha lenta y peligrosa, que no puede contener ya el esfuerzo del hombre. Apelemos, pues, al porvenir, y veréis todos hasta qué punto puede ser cierto mi presagio.

Betsabé vertió otro de sus rugidos coléricos, en el cual pareció exhalarse toda la hiel de su alma.

Dirigió a Eleazar una mirada oblicua, fulminante y amenazadora como el rayo, que parecía traducir su odio impotente y recóndito, y exclamó en un rapto de exaltación airada:

-¡Maldición sobre ti, judío vil e infame! Mis rencores asaltarán tus sueños, y la tranquilidad huirá de ti por toda la vida, que no podrá ahuyentar jamás el fantasma de mi odio, ese fantasma sangriento que levantará sobre ti su terrible espectro y la tea de sus inexorables venganzas. Mientras tanto, gózate en tu obra, obra del crimen, en el cual ¡hipócrita! fuiste mi cómplice, de la bajeza y de los remordimientos.

Eleazar se irguió como un atleta: su estatura parecía crecer y regenerarse aquella poderosa humanidad, tan venerable y simpática.

A su placentera sonrisa, a aquella plácida y majestuosa expresión que animara ordinariamente sus facciones, reemplazó una indignación visiblemente enérgica. Encendiósele el rostro, sus ojos irradiaron un fuego sombrío, y toda aquella fisonomía participó súbitamente de una revolución interior violenta.

Betsabé, riente con un infernal sarcasmo, erizado su cabello blanco, y con destemplado acento, con un verdadero aspecto de condenado, a la vez que devoraba a Eleazar con una de sus indescriptibles miradas cáusticas, le dijo:

-¡Yo reniego de la sangre que corre por tus venas, reniego de tu nombre de hermano, y te maldigo para siempre!

La descomposición fisonómica del delator subió de punto entonces; temblaron los músculos de su rostro y agitó sus miembros una convulsión horrible: era evidente que solo la presencia del rey le contenía con sus respetos o con sus temores.

-¡Ea, hasta ya! dijo éste, abreviando la escena, y conjurando así la tempestad que indudablemente amenazaba levantarse; el acto queda terminado. ¡Ea, guardias, cumplid mis órdenes!

Empujaron éstos a Betsabé, y desaparecieron con ella por la áspera crujía del vestíbulo.

-Despejad vosotros, prosiguió Alfonso, refiriéndose a los jurados; terminado ya el acto, al cual he querido que asistierais, solo a la justicia del rey queda reservado el fallo ulterior y supremo que reclaman la vindicta pública ultrajada y los fueros del reino; y al permitiros que os retiréis, os empeño mi palabra de que no se hará esperar mucho esa misma justicia, saludable ejemplar destinado al desagravio de la sociedad constituida, y que debe producir un resultado satisfactorio.

Inclináronse los jurados ante las palabras del monarca, salieron silenciosamente de la torre.

-Retiraos también vos, continuó el rey, dirigiéndose a Eleazar, que permaneciera en su doble actitud de dignidad y sumisión, paralizadas sus facultades por la lucha de sensaciones que experimentara; retiraos, y esperad ahí en la rampa mis órdenes. Confiad mucho en la clemencia del juez que os ha oído y de la parte ofendida, quienes no olvidarán jamás lo mucho que deben a vuestras revelaciones.

Eleazar se inclinó de nuevo, y en su continente grave y simpático, aunque disfrazando siempre una refinada malicia, lució un elocuente rasgo de conmiseración suplicatoria y triste.

-Sea cualquiera el fallo que pronuncie V. A., dijo, siempre acataré en él la voz de la justicia personificada, y que en nombre de Dios ejercéis aquí sobre la tierra.

El astuto hebreo besó la mano que le ofreciera el monarca, retirándose luego de la pieza, conducido entre dos soldados.


Prólogo - Primera parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - Segunda parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII
Tercera parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV - Cuarta parte: I - II - III - IV
V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV Quinta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII
Sexta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - Conclusión