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La corona de fuego: 62

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Conclusión

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Henos ya aquí de nuevo, descorriendo por última vez el telón de nuestro drama.

Ha trascurrido algún tiempo desde que suspendimos la acción como que le reanudamos en el año de 1081 de Cristo.

Era un día de abril radiante y caluroso, cosa extraña en medio de una primavera recrudecida constantemente por una temperatura frígida, húmeda y lluviosa.

La zona atmosférica de la ciudad de Santiago, oscura siempre y nebulosa, pesada como una cúpula de plomo, enrarecida por un vapor glacial, diáfana, lúgubre y triste, un solo día apenas había entreabierto el pabellón de sus tenebrosas brumas, apenas había contenido el vuelo de las nieblas de Levante que se precipitaran en remolino, absorbiendo las agujas de sus campanarios y las alturas de sus montañas, sobre cuyas laderas resbalaban sus vaporosas brumas, especie de vapores blancos, con una blancura nacarada y diáfana, como la misma nieve.

Aquel día sin embargo, ya lo hemos dicho, era una excepción de la regla; porque apareció el horizonte despejado y límpido, y el sol cerníase esplendente en el horizonte, derramando torrentes de fuego, reverberando en la nieve cristalizada que coronara las cumbres, como una capa de diamante.

Descendía el sol al ocaso: las huertas, las cañadas, los barrancos, los valles y las hondonadas, sombreado todo por grupos de olivos, encinas, nogales y fresnos, formaban un contraste con sus demás accesorios que daban en conjunto al cuadro una encantadora poesía.

La ciudad aparecía como un hacinamiento irregular de edificios, apiñados y distribuidos sin orden sobre un terreno irregular también, cruzado por angostas y tortuosas calles y erizado de vetustas moles, cuya apariencia unía a su misma pesadez rústica esa clásica severidad de la arquitectura gótico-bizantina, tan pesada en las formas exteriores, tan esbelta y majestuosa sin embargo en el interior de sus bóvedas ojivales, en sus botareles y columnatas.

Y este grupo informe de apizarradas fábricas, al destacar en aquel radiante, horizonte sus formas espectrales, vagas o indecisas, parecía destacarse entro rubicundos vapores, coronado de azafranados celajes, como una exuberancia fantástica bordada de aljófares y oro, recostada sobre colinas y ceñida por el Sar y el Sarela, como un vasto círculo irregular encerrado entre líneas de vegetación pintoresca.

Declinaba el sol lentamente al ocaso, rasando las aplomadas cumbres del Pedroso, y las sombras cenicientas también de los montes prolongábanse, desarrollando sus pliegues y envolviendo como en un sudario los objetos: las aguas de los ríos apenas se dejaban ver la través del claro-oscuro que empezaba a crear la niebla del crepúsculo, como una flotante sábana funeraria.

El silencio era profundo, alterado apenas por el canto monótono del labriego al retirarse de sus faenas, o por el balido del rebaño que se retiraba también a los cortijos: todo era pues solemne en esta hora de melancolía tan poética y suprema.

En el monasterio de santa Susana ocurría precisamente entonces una escena de grande efecto, uno de esos acontecimientos que, aunque predispuestos de antemano, marcan época en la memoria, por su gravedad y circunstancias.

Describamos ante todo el punto donde tenía lugar.

Era una cámara de grandes proporciones, sin ventilación apenas y alumbrada por un tenue fulgor macilento. Su bóveda ojival, imitando un claustro de catedral gótica, alzábase robusta y vigorosa, aunque rebajada considerablemente, colgada de pesados pabellones de tela carmesí recamado con franjas, que cubrían aquellas paredes rústicamente labradas, a las cuales faltaba la última mano del artífice.

Algunos muebles de tapicería notábanse en aquel recinto, y allá en el testero de fondo, sobre un ara de mármol negro, alzábase un nicho tallado en madera con marcos y cinceladuras entre columnas istriadas con capiteles, figurando grotescos caprichos; y sobre aquella barbara profanación del arte, corríase un ático pesado y de mal gusto, figurando una combinación de variados jaspes, con adornos de crestería.

En aquella capilla y medio cubierto por una cortinilla carmesí corrida hacia los extremos, había un Cristo de talla, alumbrado por cirios verdes y amarillos. La gran figura de esta efigie, demacrada y cárdena, augusto simulacro de la redención del hombre y de los padecimientos del Dios mártir, destacábase sobre el fondo del nicho forrado de terciopelo negro, e imprimía una majestad imponente a aquel recinto solemne.

Era esta la pieza de enfermería y hospedaje del monasterio.

En uno de sus departamentos, sobre un lecho ricamente parado, yacía un hermoso joven, cuyo rostro aparecía encendido por la fiebre que lo devoraba.

Era Gonzalo Moscoso de Altamira.

Junto a aquella cama, pálida, demacrada y hermosa todavía, oraba de rodillas, sumergida, al parecer, en mágico arrobamiento, una mujer, como una estatua de Carrara labrada por el cincel del inmortal Cánova.

Era Hormesinda. Hormesinda, cada vez más bella y seductora, aun a pesar de sus ayunos y maceraciones y su vida ascética en aquel santo retiro, donde existía desde los últimos acontecimientos de nuestra historia.

Vestía ya el hábito de la regla; pero las tijeras todavía no habían segado aquella sedosa cabellera tan profusa que constituyera el mayor ornamento de aquella cabeza virginal tan voluptuosa.

Allá a poco otra mujer vestida de luto rigoroso y rebosada en un manto, atravesó la pieza como una sombra, y con paso arrogante, airoso y soberano, fue a prosternarse junto al altar del Cristo, donde pareció orar.

Aquella mujer era la altiva Constanza de Monforte, viuda de Altamira.

En aquel luto, en aquel porte profano y orgulloso había menos devoción que coquetería: era un ascetismo hipócrita mentido a Dios y al mundo, y a cuyo recurso no en vano apelara la astuta dama, para captarse más y más el amor del rey, por el cual ardía y se afanara éste, aprisionado en sus redes de una manera extraordinariamente frenética.

Luego un hombre vestido de guerrero y en cuyo almete ondeara una garzota elástica, apareció en el fondo. Era S. A. el rey D. Alfonso.

Su arrogante porte revelaba ese destello soberano, ¡inherente a esos seres que bajo cualquier título colocan el destino o la intriga al frente de las naciones, y a los cuales hay quien sueña con atribuirles todavía, en estos tiempos que se dicen cultos, el dictado de reyes de derecho divino.

-Mucho tardan, murmuró aquel hombre, devorado por la impaciencia y arrellanándose en un sillón, después de marcar una reverencia ante la santa efigie.

Era pues evidente que se trataba de una cita en aquel sitio.

Así trascurrieron algunos momentos; pausa solemne, en la cual un profundo silencio dominara la situación del cuadro. Alfonso parecía participar de aquella secreta emoción mística y edificante, y un secreto terror agitaba su alma visiblemente conmovida y contrariada.

Respiró al fin, en cierto modo satisfecho, y levantándose del sitial, dirigióse al encuentro de un grupo misterioso que avanzaba con lentitud y que se improvisara en aquel sitio.

Formaban este grupo dos ancianos, uno de ellos tembloroso y decrépito, encorvado sobre un báculo y vestido de una hopalanda negra con capuz, cuyo extremo piramidal inclinábase hacia atrás. Este traje miserable daba una apariencia repugnante a nuestro conocido Eleazar, porque efectivamente era el mismo.

Aquel hombre extenuado, raquítico y miserable, con su demacrado semblante y su asqueroso aspecto, parecíase más bien a un cadáver exhumado y arrojado de nuevo a la tierra, para recordar a los vivos las miserias de sus primeras postrimerías.

El otro, aunque no tan viejo, era un hombre de regular estatura, pálido, enfermizo, tardo en andar y ciego, al parecer, de ambas vistas. Vestía ostentosamente una ropilla de seda leonada, y sobre su pecho lucía una placa de oro mate con el blasonado escudo de Altamira: un birrete de brocado púrpura cubría su cabeza, como distintivo clásico de los hidalgos de la época, y sus pies calzaban ricas sandalias de granate y oro batido.

Alfonso se incorporó a aquel grupo, arrojándose en los brazos del ciego, a tiempo que éste, conducido por su compañero, precipitábase a su vez delirante sobre el lecho donde yacía Gonzalo, presa de una penosa agonía.

-¡Veremundo!

-¡Alfonso!

Tales fueron las exclamaciones que se cruzaron entro el rey y el ciego. El primero, todo conmovido, hubo de retirarse a un rincón, agobiado por su misma emoción y por aquel tropel de recuerdos y pesares que se renovaran simultáneamente en su ánimo, como otras tantas úlceras incurables o por lo menos mal cicatrizadas que destilan sangre a toda hora.

-¡Veremundo! repitió el rey: y ante esta palabra mágica como una evocación poderosa, el moribundo Gonzalo pareció recobrar una energía vital extraordinaria; incorporóse de repente, como movido por un resorte oculto, y precipitóse con una fuerza tenaz al cuello de Veremundo, que le estrechaba también sobre su pecho, cubriéndole de entusiastas besos y sin acertar a articular otras palabras que las de ¡Hijo mío, hijo mío!

-¡Padre mío! ¡al fin!... exclamó el moribundo, fijando su extraviada vista en el Santo Cristo que tenía enfrente, y que parecía dirigirle una mirada de inefable misericordia.

-¡Gracias, Dios mío! exclamaron ambos.

Veremundo sintió luego que la cabeza de su hijo pesaba extraordinariamente sobre su hombro, y que aquel corazón ya no latía.

-¡Gran Dios! exclamó, levantando al cielo sus ojos mates, de los cuales no brotó una sola lágrima; ¡Dios mío! ¡esto más todavía!!! ¿Me ofrecéis, Señor, un consuelo, por el que aliento veinte años ha esta vida miserable, alumbrada por la fe únicamente y por la esperanza de este momento que me concedéis y me arrebatáis a un mismo tiempo? ¡Sois injusto conmigo!

Ante esta blasfemia pareció descender de su rapto Hormesinda, y se precipitó entusiasta y llorosa hacia el lecho, terciando en aquel grupo del sentimiento y de la muerte y animadas sus facciones de una resignación santa y sublime.

-¡Veremundo, esposo mío!, exclamó, con un acento indefinible.

-¡Quién eres tú, ángel tentador, que conmueves las fibras de mi alma y la haces vacilar en medio de la tempestad que la combate?

-Soy... tu esposa Hormesinda; repuso ella, precipitándose enloquecida de alegría y de dolor en los brazos del ciego, que gritó a su vez también:

-¡Dios mío! tú... esto más!

Y combatido por aquellas diversas afecciones tan violentas, el conde experimentó un vértigo que extravió su razón ¿hizo subir a su cerebro una columna de sangre hirviente, que produjo una aguda congestión mortal.

-¡Basta ya, Dios mío! exclamó horrorizado el rey; ¡apartad, Señor, vuestra cólera de nosotros, y dad tregua a vuestra justicia!

El hebreo, impasible hasta entonces, como que debiera ser el instrumento que preparara aquel golpe teatral tan sorprendente, no pudo menos de participar también del terror que comprimiera el corazón del rey, y experimentó un golpe de inspiración religiosa que le obligó por un impulso instintivo y rápido, a dirigir su corazón hacia la santa efigie del Crucificado, del cual no tardó en apartar la vista con cierta expresión de irónica incredulidad, y como avergonzado de su ligereza.

Entro tanto Hormesinda, con una resignación santa, con la plácida serenidad de un mártir, cerró los ojos a su hijo y a su esposo, difuntos, que yacían, el primero en el lecho y el segundo en tierra, o imprimió en ellos un beso.

Allí, inclinada sobre ambos cadáveres, permaneció algunos instantes extasiada, contemplando atenta sus lívidas facciones y regándolas con un río de lágrimas, muda, silenciosa y sublime por aquel rapto de dolor, sin dirigir la más mínima reconvención al cielo que acibarara su alma con aquel doble golpe, tanto más cruel y sensible, cuanto que lo recibía en los primeros instantes de su dicha.

-Basta, exclamó el monarca, aturdido por aquel suceso; salgamos de este sitio, Eleazar; me habíais citado aquí para una ocurrencia feliz, y salgo con el corazón traspasado: sea pues; la voluntad de Dios no ha sido otra.

-Ni pudiera menos de suceder así, señor, repuso el judío; Gonzalo y yo fuimos envenenados por Ataulfo, y la muerte que ha establecido para mí una tregua, ha encontrado en la emoción nerviosa del joven un motivo de anticipar en él su efecto.

-¿Y Betsabé?, ¿qué ha sido de ella?

-Betsabé, Señor, existe todavía para insulto de la justicia de Dios y de la vuestra; Betsabé que preparó la ponzoña con que nos ha asesinado Ataulfo.

-¡Ella! exclamó Alfonso con indefinible horror, y llevó la mano a su frente calenturienta, en la cual revolviérase todo un volcán de encontrados afectos.

Oyóse, entonces el armonioso preludio de un órgano.

Aquel aire melancólico, pausado y patético pareció conmover el ánimo de los circunstantes, preocupados por tanta peripecia.

Eleazar sintió, aun a pesar suyo, que su corazón se fundía al impulso de una idea vehemente que hablara al, alma en lenguaje irresistible.

-¡Dios! murmuró dentro de él una voz secreta, y lo conmovió.

El judío pareció sentirse arrastrado a pesar suyo hacia una nueva creencia, para la cual solo tuviera hasta entonces palabras de sarcasmo y de burlesco oprobio: quiso no obstante rebelar e contra aquella fuerza oculta que llenara su fe de esplendores desconocidos... por la primera vez acaso fijóse, su mirada en el Crucifijo, y de sus ojos brotó una lágrima que se apresuró a enjugar con su dedo meñique, como avergonzado de aquel arranque súbito de debilidad, según creyera, y que nadie pudo notar realmente en aquellos momentos de preocupación tan solemne.

El órgano apagaba sus notas lentamente con un escape lánguido y moribundo.

-Adiós, señora, dijo el rey fuertemente conmovido y dando un paso para salir de aquel recinto; nada tengo ya que hacer aquí, mi misión es otra, y debo cumplirla: deseo aliviar mi alma del remordimiento que la agobia.

-Que... ¡os vais Señor? exclamó Hormesinda fijando en Alfonso su mirada dulcemente serena y resignada como la de un mártir.

-Si, señora; marcho sin detención: mi justicia no está cumplida todavía, y es menester castigar en desagravio de la vindicta pública tan ofendida.

-¿Todavía más víctimas, Señor?

Tranquilizaos, será tal vez la última, y por cierto que debiera haberse empezado por ella.

-¿Quién?...

-Betsabé.

Hormesinda juntó las manos sobre el pecho agitado y palpitante y elevó al cielo sus castos ojos en una actitud arrobadora.

Era aquella la plegaría del mártir que, aun enmedio del suplicio, ruega a Dios por sus verdugos. Y Dios debió acoger sin duda aquella oración, muda, es verdad, pero enérgica y vehemente, desde el trono de sus misericordias.

-Vos, señora, dijo el rey, quedáis desde ahora bajo la tutela y protección de vuestro soberano, que velará a vuestro lado y os conservará en la posición que os corresponde.

-Gracias, señor, repuso ella, V. A. ignora sin duda que he tomado una resolución inmutable al presentir una catástrofe cualquiera posible, como la que hoy ocurre; dispensadme pues que rehúse ese obsequio que acepta mi gratitud, pero que mi conciencia rechaza: yo no debo pues salir de aquí.

-¿Y vos, Eleazar? preguntó el rey.

-Yo, señor, no sé qué deciros por ahora: esta noche debo velar junto a los cadáveres de mis amigos y acompañar en su duelo a esta señora: luego será probable que necesite algún tiempo para pasar revista a mi larga y agitada vida, si tengo tiempo para ello; porque conozco que mi hora se acerca a redoblados pasos; siento un gran peso que me agobia el corazón como una montaña de plomo, y debe ser la mano de la Providencia que me empieza a herir en las puertas de mi agonía.

El órgano ya había cesado; reinaba un imponente silencio y las sombras de la noche extendían sobre los buques de aquella gran pieza funeraria su velo diáfano y tenebroso: la campana de la Abadía doblaba a Réquiem por la muerte de Veremundo y de Gonzalo, y su sonido lúgubre aumentaba más y más la tétrica solemnidad del cuadro.

El rey dirigió a ambos cadáveres una suprema mirada de terror, y salió tan hondamente preocupado, que no vio un bulto que le salía pausadamente al encuentro.

Los pasos de aquel fantasma parecían resonar huecos, fatídicos, sobre el pavimento, como los de un espectro, y el monarca creyó percibir una especie de gemido ahogado y triste.

Detúvose, porque la sombra lo cerraba el paso y parecía interrogarle con una suplicante actitud.

Era Constanza, envuelta en los vaporosos pliegues de su manto, arrastrando su prolongada falda de seda que crujía con el roce y destacando sobre el marco de su profusa cabellera flotante aquel rostro seductor tan hechicero, que tanto estímulo tenía y tantas gracias.

Un huracán de amorosos recuerdos, incitantes, voluptuosos como el deseo mismo, cegó momentáneamente las potencias morales del rey y conturbó su mente; pero sobreponiéndose al punto, con un esfuerzo que su misma conciencia desmintiera, exclamó;

-Apartad, señora, sois mi tentación perdurable, y os perdono vuestra aparición aquí en estos momentos solemnes, a trueque del sacrificio que os impongo.

Constanza se hincó de rodillas.

-Alzad, señora, prosiguió el monarca con vacilante acento y sin alargarla su mano; la adoración solo corresponde a aquél (designando el Crucifijo) cuando en su presencia está el rey; no seáis idólatra después de haber sido perjura e infiel a vuestros deberes de esposa.

-Que... replicó ella, apelando a un recurso de dolorido coquetismo, ¿nada me decís, nada más que reproches?

Y se echó a llorar con un ardid de estudiado efecto.

-Es verdad, repuso el príncipe conmovido por aquella tentadora reconvención tan amarga, tan sensible y tierna al mismo tiempo; ¡Constanza! mi corazón solo rebosa hiel; nada le pidáis ya de lo que no puede daros: una barrera se ha levantado entre nosotros, y es preciso resignarse al decreto providencial que se sobrepone a todo, ahogando otras afecciones y condenándonos, a mí a un remordimiento perdurable, y a vos... a la oscuridad de un claustro.

-¡Un claustro! exclamó aquella mujer altiva en la cumbre de su clásico orgullo herido: ¿un claustro habéis dicho?

-Sí, un claustro o el destierro: al extremo a que han llegado las cosas, no podéis vivir en el siglo aquí, sin notorio escándalo de estos reinos.

-¡Alfonso! ¿éste es el pago?...

-Basta, lo mando; añadió el rey horriblemente violentado.

-Venga, pues, el destierro, dijo ella, si así lo quiere V. A.

-Pues bien, mañana saldréis para Francia: yo me encargo de vuestra pensión.


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Pocos días después verificábase el bautismo de Eleazar, convertido al cristianismo por mediación de Hormesinda, que le proporcionó el empleo de portero del monasterio, del cual no llegó a tomar posesión, porque la muerte se le interpuso. Fue, pues, sustituido en el cargo por el venerable Fromoso, cuyos mofletes se rellenaban cada día más, merced al sabroso alimento y al reposo físico y moral que disfrutara en su nueva vida el buen hombre.

Palomina o Betsabé murió achicharrada en su conocida prisión del Remolino de los ajusticiados, que la voluntad del rey convirtió cierta noche en un verdadero remolino de fuego, y redujo a cenizas.

Merced a esta última justicia, la conciencia del monarca pudo descansar, al parecer, del peso. de un remordimiento, por más que, según parece, necesitara luego rociar su cámara de agua bendita todas las noches, para ahuyentar la turba de fantasmas que le asaltara en su lecho, pellizcándole sin misericordia.

Esto decía el vulgo.

Trece meses después, es decir, el día 25 de mayo de 1085[1] Alfonso tomó por la fuerza de las armas a Toledo, que había estado en poder de los moros por espacio de 363 años.

Después, en el de 1088 fue también depuesto Diego Peláez, obispo de Santiago, reemplazándole en esta dignidad Pedro II.

Con estos dos acontecimientos pudo respirar triunfante el orgullo del poderoso príncipe, empeñado en ellos con un tesón irrevocable, como que eran para él asunto de vida o muerte.

La corona de Castilla pudo jactarse entonces de haber adquirido un bello florón poderosísimo con la conquista de la imperial metrópoli goda, emporio y antemural del Islamismo en la península.

Con esto, repetimos, era de esperar ver saciada la ambición del victorioso monarca: pero no sucedió así; sus aspiraciones se dilataron más todavía, y empezó entonces para él una doble serie alternada de fatigas y de triunfos que le asustaron luego a él mismo, poniéndole al borde del abismo en el último período de su vida.

En cuanto a Hormesinda, vivió en concepto de santa predestinación y fue canonesa correctora de Santa Susana, en virtud de un breve de S. S. que dispensó lo demás; porque en aquellos tiempos no solía andarse en escrúpulos, sobre todo, cuando se trataba de ciertas cosas y de ciertas personas determinadas.

Constanza de Monforte, cuya causa tomó en favorable sentido la opinión pública, no siempre atinada en sus juicios, redobló ante el rey sus instancias para obtener revocación de su condena; y en su súplica instó tanto, que al fin, por la mediación del nuevo prelado, pudo reivindicar los estados de su padre, comprendidos en el acta del secuestro, para indemnizar al legítimo poseedor de Altamira. Esta dama, reconciliada luego y repudiada otra vez por su real amante, desapareció al fin, sin que las crónicas coetáneas nos hayan revelado todavía hasta hoy cual fue su suerte, lo mismo que respecto a los demás personajes de nuestra obra, a la cual ponemos término, con el propósito no obstante de continuarla si, como es de esperar, pudiéramos adquirir ciertos datos, históricos que deben darla complemento.



Notas:

  1. Hay autores que varían esta fecha.




Prólogo - Primera parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - Segunda parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII
Tercera parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV - Cuarta parte: I - II - III - IV
V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV Quinta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII
Sexta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - Conclusión