La corona de fuego: 46
Quinta parte : En la cual se eleva a plenario la causa
[editar]Capítulo I - El juicio
[editar]- Severo y majestuoso
- Tribunal por Alfonso improvisado,
- Ostentábase allí grave, fastuoso,
- Do el orgullo real viese humillado:
- Escándalo alevoso,
- testimonio de un crimen obcecado.
Reseñada ya la fábula de la torre que sirviera de prisión a Omar-Jacub y a Palomina, entremos ahora en su lúgubre recinto y asistiremos a una escena sombría e imponente, escena de importancia suma, como que debe darnos la clave del desenlace parcial de nuestra obra, cuyo argumento ha venido a complicar su misma acción con sus variadas fases y peripecias.
Ante todo, anticipemos para ello una idea, aunque ligera, de la decoración donde va a tener lugar esa misma escena, lo cual constituye una circunstancia esencial de primer orden.
Figurémonos, pues, una bóveda aplanada en forma de elipse, de paredes espesas, negras, manchadas y desquebrajadas, de las cuales colgaban, hechos jirones, tapices sucios, empolvados y cubiertos de telarañas, e iluminada por una lámpara de hierro colgada de una escarpia.
Algunos muebles antiquísimos, rotos y apolillados en fuerza de viejos, rodeaban el ámbito de aquella mezquina pieza, pobre, abandonada y miserable.
Sin embargo, en ella iba a tener lugar un interrogatorio solemne, dirigido por un magistrado inexorable y supremo.
Sentado en uno de aquellos sitiales carcomidos, especie de poltrona que ocupara el fondo de la pieza, estaba un personaje ricamente vestido de púrpura, envuelto en un manto de armiño, coronado de una diadema regia y con un cetro en la diestra.
Era S.A. el católico y poderoso señor rey D. Alfonso de León y Castilla.
Junto a aquel personaje de continente majestuoso y severo, de pie, inmóvil como una serpiente de acero, aparecía en primer término a su diestra un caballero rigurosamente vestido de punta en blanco, calada la visera y apoyándose en una luciente alabarda romana, mientras que detrás desplegábase en semicírculo un piquete, de archeros, que formara la guardia de honor de su alteza.
En segundo término aparecían sentados sobre escaños toscamente improvisados, los jurados de Mondoñedo con sus sobrevestas capitulares y sus varas de marfil y ébano: los concejales del municipio con sus trajes tala res alegóricos, y los ministriles con sus pesadas mazas emblemáticas, claveteadas de púas de bronce dorado a fuego.
Los movimientos ondulantes de la luz daban a aquel cuadro un tinte lúgubremente fantástico, y al reflejar sobre la espiral de las armas, dábalas un viso sanguinolento, como lenguas de purpúreo fuego.
Sonó luego un esquilón invisible en medio de aquel profundo silencio que allí reinara, y que realzaba tanto la solemnidad de aquel acto imponente, por lo desconocido y extraño en un tribunal como aquél, tan anómalo y con tal urgencia improvisado.
Luego, casi simultáneamente, y cuando apenas se extinguiera el eco de aquel fuerte retintín tan imprevisto, oyóse frío, vibrante y lacónico el tremendo acento del rey, que dictó una orden, ante la cual dividiéronse al punto en dos grupos los soldados, dejando un espacio vacío en medio.
Rasgóse el tapiz que cubría la pared, y apareció un buque oscuro, por el cual salió un bulto informe envuelto en una especie de túnica gris, y adelantándose con los movimientos de un reptil.
Tratábase indudablemente de un juicio, y Lucifer, que era el mismo caballero cubierto que presentamos a la diestra del monarca, reconoció en aquel bulto al reo que debiera figurar como tal en aquel acto solemne; y en este, mismo reo pudo reconocerse también a la vieja Palomina.
Entonces, al aspecto de aquel ser abominable y odioso, en el semblante del cuadrillero, aunque cubierto por su luciente visera, debió pintarse una expresión de inexplicable y repulsivo horror.
¿Qué significaba, pues, tan fastuoso aparato?
El rey, cada vez más sombrío y ceñudo, y en cuyo interior parecía rugir un vértigo de iracunda cólera, dejó oír de nuevo su poderosa voz en medio del más lúgubre silencio.
-Nada hay oculto, exclamó, a los ojos de la Divina Justicia; los crímenes del hombre pueden permanecer ignorados durante un periodo más o menos largo, porque así entra en sus inescrutables juicios; pero llega un día en que un decreto supremo acerca el momento de las revelaciones, y la Providencia entonces, por un acto reparador de su justicia distributiva y sabia, pone en evidencia la realidad que ocultara ese velo temporal que disfrazó un tiempo la iniquidad del hombre.
A este exordio tan sombrío como enigmático, respondió de nuevo un silencio pavídico.
Alfonso, cada vez más contraído el semblante por un furor recóndito que parecía hervir en su pecho, continuó:
-Esto mismo es lo que ha sucedido con vosotros los llamados Beatriz de Quiñones, entendida también por Palomina, y Omar-Jacub, especiosos nombres con los cuales se disfrazan dos instrumentos viles de la perversidad y de la impostura: muchos años han trascurrido desde que organizasteis de consuno, y en connivencia con Ataulfo de Moscoso, una trama infernal, cuyo velo, va a rasgarse al fin a la faz del mundo, que se estremecerá de espanto ante tanto escándalo, y verterá sobre vuestra memoria odiosa todo un cúmulo de execraciones.
La interpelada, de pie en el fondo de aquella especie de tribunal improvisado, arrostró fría, impasible, y hasta con insultante procacidad, la expresión del rey, y en su rostro pareció lucir cada vez más pronunciado un rasgo de provocadora ironía.
-Y puesto que vais a ser ahora juzgados con imparcialidad y justicia, prosiguió el rey, aquí en presencia de la diputación foral, de los jurados del municipio, y a la faz de Dios, que nos ve y nos escucha; para poder pronunciar luego una sentencia arreglada deliberadamente a los principios de justicia, dando previamente al público una satisfacción franca y categórica acerca del objeto que nos mueve al dictar dicho fallo en el proceso, cumple a nuestro real propósito hacer una reseña histórica de los sucesos que lo motivan; sucesos que tiempo ha preocupan nuestra conciencia pecadora, y a cuyo recuerdo contesta el eco del pundonor, de la conciencia y del temor de Dios que nos confunde.
-Escuchad, pues, todos: queremos ser nos mismo el relator de esa causa, antes de juzgarla.
Y en medio del tétrico silencio que allí reinara, la voz del monarca, vibrante como un trueno recóndito, empezó su relato, lento, pausado, en esta forma:
-Muchos años ha que un caballero leonés, a cuya bravura cometieran nuestros augustos padres D. Fernando y doña Sancha cierta misión arriesgada, llegó a Toledo en ocasión que los revueltos bandos civiles preparaban una de esas sangrientas colisiones, tan frecuentes por desgracia en estos tiempos de disturbios, y de la cual y sus consecuencias trataban de aprovecharse aquellos de común acuerdo con el emisario, pronto por su parte a jugar en esta partida hasta su vida misma, si fuere necesario.
Reinaba a la sazón en Toledo Yahyah-Ben-Ismail-el-Mahmun[1], príncipe generoso y magnánimo, del cual conservamos más de un recuerdo grato[2]. Sus talentos diplomáticos adelantáronse a todo, y adelantáronse además al designio mismo de los monarcas cristianos. Pero su plan fracasó por desgracia, y el regio embajador hubo medio de huir, llevando consigo una hermosísima joven casi niña, delicada y tierna, llamada Hormesinda, nombre tradicional que le impusieran en memoria de la hermana del gran Pelayo.
El embajador, amante de esa beldad célebre, ese pundonoroso caballero errante y fugitivo, era Veremundo Moscoso, legítimo conde de Altamira y gran privado de la reina doña Sancha, nuestra augusta madre.
Hormesinda, hija y descendiente de cristianos viejos, era a la sazón esclava de Solimán-el-Acmet, gobernador de Toledo, quien no pudiendo obtener su amor, habíase suicidado de puro despecho en la noche misma que precedió a la fuga de la dama.
Pero habitaba también en su palacio una mujer hipócrita, entusiasta y cautelosa, llamada Betsabé (el rey recargó un nervioso énfasis sobre esta palabra, fulminando a la vez una terrible mirada de soslayo a la vieja, que la sostuvo con una impasibilidad marmórea), judía de origen, de religión y raza, con todo el refinamiento de esa concentración de odio que caracteriza a los hijos de Israel, y con la maliciosa astucia de un demonio. Esta mujer, verdadero aborto del infierno, era la nodriza de Solimán; le había amamantado a sus pechos de fiera, pero no había logrado transmitir e inocular en aquel noble niño la baba ponzoñosa de sus rencores. Pues bien: esa mujer, si tal merece llamarse... vedla ahí, es ésa.
Alfonso pronunció este último período con un acento de trueno y señalando a Palomina, con su dedo tenaz o inexorable, pero la vieja sostuvo por su parte el apóstrofe con un descaro cada vez más provocativo e insultante, dejando lucir en su fisonomía una risita cínica y sarcástica.
El rey prosiguió:
-Betsabé, personaje invisible antela familia, sobre la cual debiera haberse impuesto una misión secreta acaso, era también desconocida de Hormesinda la esclava, porque semejante a la pantera replegada en su caverna, acechaba desde las tinieblas los accidentes de sus maquinaciones inicuas, que eran muchas, y en las cuales aquel genio maldito que se resolviera en ella, parecía, complacerse al abrigo de la impunidad que escudara sus actos.
Mientras tanto Veremundo, que cometiera la indiscreción de no presentarse a justificar su conducta, incurriendo por ello en el desagrado de sus reyes, buscaba con su amante un asilo en las inmediaciones de Granada, desposándose clandestinamente con ella, de quien tuvo un hijo llamado Gonzalo Rodrigo. En la conducta del fugitivo entraba por mucho una exagerada susceptibilidad o delicadeza ante el desgraciado éxito de sus gestiones: no había, pues, rebeldía ni defección, por más que los soberanos ignorasen esta circunstancia mal interpretada por sus consejeros, entre los cuales ocupaba un lugar Ataulfo, hermano bastardo de aquél, el mismo que refrendó la cédula de su proscripción y confiscación de bienes, y a quien se concedió el condado con calidad de interinidad y de simple gracia.
Pero la infame mujer que velara incansable por la perdición de esa pobre familia errante y proscrita, pudo averiguar el asilo donde esperaban el perdón y gracia de sus monarcas, y ardiendo en sus deseos vengativos, logró al fin su cautiverio, valiéndose para ello de una horda mercenaria y salvaje que les hizo presa de mala ley y les vendió luego como esclavos.
Payo Ataulfo, hermano bastardo de Veremundo, y a quien, como ya queda dicho, diéranse sus estados a título de sustitución e interinidad, púsose de acuerdo con la mujer que conducía la trama, y por ella pudo averiguar el paradero de su hermano y consortes.
Importaba mucho el ardid de su prisión en cuanto a Ataulfo y Betsabé, porque con ello asegurarían él sus estados, y su venganza ella. La empresa, pues, tenía para entrambos un punto de enlace reciproco: conveníales poner desde luego manos a la obra.
En su virtud, Veremundo, su esposa e hijo, fueron expuestos en venta pública en los bazares, y comprados por Ataulfo. Betsabé hizo suya la mitad del precio; precio de sangre inocente, mártir que desde aquel día clama venganza al cielo y a la tierra.
En aquel pacto infernal, cruel e inhumano, figuraba en primer término una condición siniestra: era preciso desvanecer la huella del crimen, asesinando al tierno niño, o por lo menos arrancándole del pecho de su madre, de su pobre madre que se volvió loca de dolor, de cólera y de sentimiento. Betsabé, en cuyo ánimo ardía otra idea infernal, se encargó de él, a condición, según se dijo, de enviarle al África, para que le criasen y le destinaran luego a las galeras del rey de Túnez, aunque destinándole en realidad para un nuevo instrumento de sus rencores.
Betsabé, ¿qué hiciste de ese niño?
Y ante el tremendo acento del monarca, que resonaba, sombrío y fatídico en aquel recinto, la vieja no pareció conmoverse, sino que permaneció impasible aquella fisonomía animada por un rasgo diabólico.
Hubo un instante de pausa, durante la cual en vano se hizo esperar, la contestación de la vieja.
La voz del monarca, reposada en la apariencia, aunque explotada por la cólera que hervía concentrada y sorda en su pecho, repitió con su acento cada vez más hueco y fatídico:
-Betsabé, ¿qué hiciste de ese niño?
La acusada pareció salir de su abstracción fingida, sacudió su cabeza altiva, y alzando con aire procaz aquella vista de ave de rapiña, preparóse a contestar la verdad a todo cuanto se le preguntara, si bien no sin imponer a esta resolución ciertos límites.
-Le crié, o por mejor decir, le mandé criar hasta cierta edad, repuso con su habitual serenidad, siempre insultante; le inoculé después cuando fue más crecido y vino a mi poder de nuevo, todo el odio que pude hacia ti, rey, y al conde su tío, salvando siempre las formas y la esencia del secreto que por tanto ha entrado en mi plan, y he dado rienda suelta a sus pasiones y a su albedrío. Pero no era esto solo el objeto de mis aspiraciones: necesitando dar ensanche al plan de mi intriga, le di carta franca de libertad, le emancipé, y le seguí siempre de lejos con mi odio, con mi rencor y mi sistema.
-¿Qué edad tenía cuando le emancipaste?
-Catorce años podría tener entonces.
-¿Catorce años? ¿Por qué esperaste tanto?
-Elegí esta época crítica y revolucionaria de la naturaleza, para que las pasiones pudieran aprovechar su explosión y desbordarse.
-¿Cómo no temiste que pudiera descubrirse su origen y sus vicisitudes, haciéndole permanecer en España, exponiéndote y comprometiendo tu suerte y la de tus cómplices?
-Eso no era posible: mi previsión se adelantaba al riesgo de un modo que cerraba la puerta a la posibilidad, conjurando a la vez sus consecuencias.
-¿Cómo, pues?
-De un modo tan sencillo, cual es el sustituir un nombre, supuesto al suyo de pila.
-¡Ah, sí! Olvidaba ese ardid que solo pudo sugerirte un genio maléfico, ese espíritu infernal que te alienta: es verdad, diste al pobre niño el nombre de un demonio; sarcasmo infame que arrojaste a la faz de la inocencia, oprimida por tu influencia sacrílega. Desde entonces, es decir, desde que su mala estrella le puso a tu albedrío, esculpiste sobre la frente de esa criatura el sello de una irrisoria burla, y el nombre de Lucifer reemplazó al de Gonzalo Rodrigo, que era el verdadero, borrando de este modo la huella inquisidora de las investigaciones y de las pesquisas. Di, maldita, ¿no hallaste a mano otra palabra más digna que apropiarle?
La vieja soltó una carcajada histérica.
-No creas, rey, contestó, que se procedió en este punto de malicia: el niño era de una hermosura tan rara, que verdaderamente no era fácil hallar un nombre que le cuadrase, aun recorriendo todo el índice del martirologio cristiano. Entonces tuve una ocurrencia: recordé al príncipe de los ángeles que llaman rebeldes, y de esa brillante alegoría parafrástica formé una asimilación, humanizándola, es decir, dando una forma a la especie, sin que por ello me propusiera otro fin que el de establecer una alusión brillante a la belleza del niño.
-Está bien. ¿Y luego?
-Luego me coloqué de aya de la baronesita de Monforte, con objeto de prostituirla, y la prostituí al fin, sublevando prematuramente los resortes sensuales, aun antes de la edad núbil, y predisponiéndola para que te profesara a ti, príncipe entonces, una pasión frenética; encendí en su corazón, virgen todavía de seducciones, una llama impura, y... ya lo sabes: Constanza, la altiva castellana, despertó un día de su rapto en brazos del deshonor.
-¡Infame!
-Espera, rey, porque aun no es eso todo: es preciso que hoy, día supremo de la expiación y de las revelaciones, quede rasgado todo el velo, Gonzalo era ya por este tiempo un hermoso adolescente, de formas purísimas, y que con facilidad pudiera equivocarse con una mujer, en la cual halló un poderosísimo recurso mi odio. Le busqué, te solicité entonces, ponderándole las prendas de mi joven señorita, y le propuse un partido que admitió él de buen grado: esto es, suplantarse él mujer y entrar en el castillo en clase de doncella de honor, con un fin que no debo revelar hoy.
-¿Y se realizó al fin?
-Sí, se verificó al punto. Presto simpatizaron los genios, y admitido a las más profundas confidencias del sexo, no tardó a brotar en él una pasión sin límites por Constanza: Constanza, pervertida ya enteramente por ti, rey, su candor de virgen, y sumida en el lodo de una perversa disolución moral. Se me olvidaba decir que al encargarse de este nuevo papel, al cambiar en apariencia de sexo, el joven debía también variar de nuevo el nombre, y le varió, tomando el de Elvira de Benferrato.
-¡Maldito monstruo!
-Los motivos que me impulsaran a esta nueva combinación con todo su artificio, eran muy poderosos y entraban por mucho en la trama, de mis proyectos. Constanza desde algún tiempo estaba prometida para esposa de Ataulfo; existía un contrato privado y solemne de capitulaciones matrimoniales, y habíanse canjeado ya las prendas de costumbre entre ambas familias. Constanza, pues, debía ir prostituida ya al tálamo de su futuro esposo, llevando así la tea de la discordia encendida por mí, y que no debía extinguirse ya en el matrimonio, porque estaría yo allí, siempre a su lado, dirigiendo desde mi puesto la cuerda inexorable de la intriga. Por otra parte, Gonzalo, ardiente adorador de ella, y cuya pasión iba a romper los límites del disimulo, depondría luego su ingenioso disfraz, y saltando por todo, declararía su amor al objeto que lo produjera, precisamente cuando su propio destino la arrojaba en brazos de un poderoso rival, en virtud de un compromiso solemne, y después de ser sorprendida in fraganti, por industria mía, con el rey Alfonso.
Este insulto, arrojado al rostro del monarca con una intención depravada, produjo en éste una revolución visible y enérgica; el rubor encendió sus facciones, temblaron sus músculos, y el coraje cegó su vista como un relámpago.
No obstante, ante aquel bochorno que tanto deprimía la majestad y el alto prestigio de S. A., que humillaba su amor propio y arrojaba el ludibrio sobre aquella orgullosa frente, supo luego oponer el velo del disimulo bajo su habitual severidad y sangre fría.
-Pero ¿a dónde ibais a parar, dijo, con ese laberinto abominable de intrigas?
-¡Ah! Es bien fácil comprenderlo; y sin embargo, yo, centro director y principal móvil de esa cábala, cuya ilación perdía a veces sin alcanzar a armonizarla, confieso que me rendía, y tenía necesidad de evocar en mi auxilio un espíritu sobrenatural que al punto solía inspirarme. Aborrecía en primer lugar a Hormesinda, causa del suicidio de mi generoso Selim; aborrecía a Veremundo, que la libertara de la esclavitud y de la responsabilidad que pesaba sobre su conducta por dicho crimen: he aquí los principales agentes de mi odio.
A medida que hablaba aquel ser infernal, parecía exaltarse; su mirada lúcida tomaba un brillo extraño, y todas sus facciones subían con un incremento rápido.
-Seguí aborreciendo, prosiguió con vehemencia, y aborrecí a muerte a Ataulfo, por ser hermano de Veremundo, y a quien por de pronto elegí por instrumento de mi implacable venganza; y te aborrezco a ti, rey, porque buscabas con ahínco a las víctimas de mis rencores, para protegerles, y porque te has propuesto suspender o neutralizar el curso del plan de mis venganzas, tratando a la vez de investigar sus pormenores. Por eso yo he vomitado sobre tu cabeza un torrente de maldiciones, a la vez que afectaba solícita terciar en tus amores adúlteros con la baronesa, hasta tal punto, que creo haber podido llenar tus deseos en este caso.
Miráronse estupefactos los jurados, y más de un signo de picaresca malicia se cambió en aquel concurso.
-¡Oh! Tan ta maldad me confunde, exclamó corrido y escandalizado al propio tiempo el monarca; pero Constanza... di, ¿qué daño te había hecho Constanza?
En el rostro de la acusada brilló tiña expresión de indecible ironía, y guardó silencio.
-Responde, infame, insistió el rey, visiblemente irritado ante tanta insolencia: ¿En qué te había ofendido la infeliz Constanza? ¿Qué mal te hizo el inocente Gonzalo, ese tierno niño a quien tu odio acérrimo viene, persiguiendo desde su cuna bajo apariencias falsas?
¡Ah! contestó Betsabé, con su insultante sarcasmo: ¡Constanza! Constanza era, lo mismo que Gonzalo, un instrumento de ciega predestinación: ella debía llevar, como ya dije, la discordia perpetua al tálamo de su esposo, a quien me reservé un medio hábil de enterar de todo ello a su tiempo, y de un modo que correspondiera a la convicción y al disimulo; debía, pues, emponzoñar los días del tirano usurpador, e introducir en su alma un cáncer roedor e incurable, concentrando al mismo tiempo en ella todo el odio de Gonzalo, de Gonzalo, pobre y advenedizo, rechazado por la altanería de la condesa, mientras que el joven, irritado por el desaire, ardiendo en celos, que procuraba yo excitar bajo una apariencia de amor maternal, debía aborrecer a muerte al conde, rival afortunado que por un privilegio de fortuna le arrebatara su ídolo. Entonces, por industria mía hallaría medio de hundir en su pecho un puñal homicida en la primera noche de bodas, como lo efectuó, realizando así parte de su venganza, en la cual confieso que me reservó el papel de cómplice, facilitándole el medio y franqueándole el camino. Déjale, pues, rey, abandónale a su destino; ¿qué puede importarte su suerte? Él será acaso, no lo dude, el instrumento que te vengue del conde, tu rebelde vasallo, porque Dios quiere valerse de él para ejecutor de su justicia. Y créeme, rey, apártate de ese joven, porque es cabeza maldecida; apártate del conde y de Constanza, porque son raza anatematizada por la Providencia.
-Pero Veremundo, Hormesinda... esas dos víctimas de tus tenebrosas maquinaciones, de que también es víctima Ataulfo, dime, ¿qué ha sido de ellos? ¿Dónde los hallaré, si es que existen?
La anciana vertió una sonrisa sarcástica, fugaz como un relámpago.
-Responde, demonio, repitió Alfonso: ¿dónde están esas víctimas?
-Deja cumplirse un decreto del destino, y no me dirijas esa pregunta que no puedo satisfacer: no insistas, rey, porque mis oídos son de roca y no la oyen.
-¿Será posible? ¿Querrás comprar tu libertad al precio del secreto que te demando, vil mujer?
Betsabé miró al rey con una expresión negligente y despreciativa.
-¿Y lo has creído así? dijo. ¡Bah! Ignoras sin duda hasta donde raya el grado de mi tesón: cuando la esperanza de una venganza certera, que puede sonreírme aun después de mi muerte; cuando mi corazón late de júbilo al vislumbrar allá en lontananza (no muy lejos por cierto) ese nublado que se cierne sobre mi tumba, que estalla como la tempestad y produce el cataclismo de mi victoria... ¿qué importa aventurarlo todo, aun a trueque de los mayores sacrificios y el de la del muerte misma? ¡Oh! Tú, ignoras, rey, cuanto vale para mí saborear mi venganza, siquiera un solo instante, cuando éste, por rápido que sea, equivale a una eternidad de perpetuos goces.
-¡Monstruo! exclamaron instintivamente y por lo bajo los circunstantes, poseídos por un sentimiento de repulsión marcada hacia aquella mujer, por cuya boca hablara indudablemente un genio maléfico.
Notas:
- ↑ El Afamado. Apellidábanle también Dzu-el-Madj-el-Dirk, o Madjedyn.
- ↑ Alfonso VI fue aliado constante del rey de Toledo, cuya hospitalidad disfrutó largo tiempo cuando la fortuna no le fue próspera, llevando hasta tal punto su esplendidez Yabyab, que puso a disposición de aquél un palacio y una servidumbre enteramente cristiana y hasta un oratorio donde pudiese, sin salir de aquél, ejercitarse con plena libertad el culto católico.