La corona de fuego: 52
Capítulo VII - Combinación del plan decisivo
[editar]- Llegó, la hora de obrar, que el tiempo urge
- Y los instantes vuelan.
Ya lo oísteis, Gonzalo, díjole el rey cuando quedaron a solas; el velo del misterio queda ya rasgado, y los manejos de la iniquidad están patentes a nuestra vista. ¿Qué más queréis? Os hallabais abocados a un precipicio, cuya sola idea horroriza, y ha estado a punto de consumarse uno de esos repugnantes crímenes que son baldón y oprobio de la sociedad. ¡Ah! Entonces... ¡desventurados! víctimas inocentes de esa trama infernal que se ha agitado entorno vuestro... ¡Maldición sobre esa infame bruja, engendro de Satanás y monstruoso aborto del infierno!
-Mi razón, señor, se extravía en ese asqueroso abismo de intrigas, y el peso del rubor agobia mi frente, me doblega y confunde hasta el último extremo de la vergüenza y del oprobio. ¿Cómo, pues, me presentaré, a mi madre, rasgando ante su vista ese miserable arcano, y despojándome, por medio de una transición violenta y ruborosa, del carácter de amante, para tomar el de hijo suyo? ¿Cómo hemos de poder arrostrar ambos la crisis de ese cambio, tan súbito como inesperado?
Pronunció el joven estas palabras con una sensibilidad tan profunda, que no pudo menos de aumentar la emoción del rey.
-Falta ahora, dijo éste, averiguar el paradero de vuestra madre, del cual debe darnos noticia tal vez ese anciano, salvarla.
-Es inútil, mi madre está ya en salvo.
-¿Lo está ya? ¿Pero dónde?
-En el asilo de Santa Susana la deposité yo mismo reservadamente.
-¿Sin contar con la venia del señor obispo?
-¡Oh! No hay cuidado por esa parte: la ciudad de Santiago y sus alrededores dormían en aquella hora, y en cuanto a las santas penitentes, estoy tranquilo, señor; tengo bien probadas su discreción y su prudencia.
-Pero decidme: ¿cómo es que la supuesta Dalmira os ha ocultado la historia de sus infortunios, ese dédalo de circunstancias que tanta luz pudieran darnos, corroborando hoy los hechos sobre que versan las. confidencias de Betsabé y de Eleazar?
-No me ha ocultado el fondo de esa historia: me la ha referido a grandes rasgos, y ha aplazado los pormenores para otra ocasión, porque, según me aseguró, era una historia tan trágica como extensa, cuya narración requería mucho más tiempo del que podíamos disponer entonces. Yo la vi llorar, señor; la vi fundirse en un dolor intenso, apenada e inconsolable, y vi aquellas lágrimas que salpicaran su rostro, encendido por una indignación suprema: sus labios trémulos evocaron un nombre sagrado, y ante aquella inspiración dulcísima, mi corazón respondió con un latido de amoroso respeto... Sensación inefable, santa chispa eléctrica que inflamó mi ser entero y agitó mi cuerpo y mi alma con una sacudida nerviosa. ¡Veremundo! ¡Padre mío! ¡Oh, todavía resuena en mi oído ese nombre adorable, y que, sin embargo, por más que el instinto o la voz de la sangre me acercaran sus simpatías, nunca pude adivinar que perteneciese al hombre a quien debía el ser.
Alfonso dirigió al joven una de esas paternales miradas que tanta elocuencia encierran para quien sabe comprenderlas y apreciarlas.
-Dispensadme, señor, prosiguió el cuadrillero, cuyo acento vibraba a impulso de la emoción que le poseyera, y que trataba de ocultar en vano; dispensadme estos trasportes, bien naturales por cierto en la sensibilidad de un hijo, víctima de tan negra intriga... Y esa mujer maldita, de empedernido corazón, esa hechicera... ¡Oh! Esa arpía infame que ensangrienta su odio recóndito en una pobre criatura inocente, persiguiéndola incansable toda la vida por la pendiente del precipicio que ella misma le prepara... que le impone el nombre del espíritu más rebelde a Dios, acaso por un siniestro sarcasmo... ¡Ah, señor, desciendo de mi clemencia, y desde la altura legal de mi propio agravio, os pido justicia contra ese monstruo!
-La tendréis cumplida, Gonzalo, repuso el rey, en cuya hermosa frente, ligeramente fruncida, parecía reflejarse toda una tempestad de iracunda cólera: mi deseo se halla interesado en esa misma justicia, reclamada a la vez por un deber de reparadora satisfacción, y para cuyo fallo, apelando en este caso a los prudentes impulsos de vuestra alma noble, declino en vos mi autoridad para la sustanciación e inmediata aplicación del fallo que estiméis procedente: podéis, pues, a su tiempo, elevar a plenario el procedimiento, y sin traslimitar las leyes del buen sentido y de la crítica racional en tales casos, pronunciar, y aun también llevar a cumplido efecto, la sentencia que merezca. Con ello creo daros una prueba evidente de mi estimación, a la vez que del buen concepto que vuestra cordura me merece, sin que nadie pueda tampoco tacharme por ello de injusto, puesto que mi fallo se inclinaría acaso hacia la pena capital, la más terrible. Sin embargo, tal vez vuestra clemencia, al usar de la prerrogativa regia, encuentre algún lenitivo atenuante que no hallaría vuestro rey, aun recurriendo a los impulsos de su corazón generoso, puesto que sobre ellos está la vara de su justicia indeclinable y recta. ¿Quién sabe si podrá templarse algo el rigor a que esa tremenda responsabilidad ha hecho acreedora?
Pero la marcha del proceso, continuó, debe ser rápida en la sustanciación, puesto que de esta circunstancia esencial pende el éxito de la empresa: no olvidéis que vuestro infeliz padre Veremundo se está pudriendo acaso en una prisión, y que es necesario salvarle a cualquier costa, asegurando ante todo los medios que puedan ponerse en juego para obtener su libertad y la reivindicación de sus Estados de Altamira.
-¡Ah, padre mío! exclamó enternecido el joven, ¡yo juro por tu nombre, para mí tan sagrado, arrostrarlo todo y sacrificarme por tu salvación y tu dicha!
Y ante esta efusión cordial, tan tierna, tan vehemente, Gonzalo no pudo ocultar dos lágrimas que brotaron de sus ojos y rodaron por sus enrojecidas mejillas.
-Permitidme, señor, dijo doblando una rodilla, que os pida ante todo una gracia.
-¿Qué podría yo negaros en este día solemne de la reparación y de las revelaciones? Hablad, amigo mío, y contad desde luego con la palabra de vuestro rey que os ama.
-Quisiera la absolución del anciano Eleazar.
-Nada más justo, atendiendo a su carácter propio, a lo mucho que se debe a sus revelaciones, y a que la culpabilidad de su conducta resulta en cierto modo, grave: además, servicios como los que nos presta, jamás pueden pagarse; por cuya razón debéis perdonarle, como le perdona vuestro señor y rey por su parte. Además, ¿de cuánto puede aprovecharos ese hombre, dueño, al parecer, de ciertos resortes poderosos, que hallaríais cerrados de otra suerte en la marcha tenebrosa de vuestras investigaciones? Perdonadle, sí, es propio de vuestra indulgencia; perdonadle, y guardándoos a la vez de él al propio tiempo, utilizad sus servicios con prudencia.
-Veo, señor, que vuestra conciencia marcha de acuerdo con mi propósito, y que una misma inspiración nos guía, lo cual obliga hacia vos mi reconocimiento: creo que vuestra opinión se ajusta a los principios de la razón, de la equidad y de la justicia, y os prometo seguirla a todo trance. Ahora me permito preguntar a V. A. por dónde debo empezar mi obra.
-Por Hormesinda. El principal deber de un hijo en vuestro lugar es salvar a su madre.
-¿Y luego?
-Partiréis al castillo de Altamira, y con arreglo a las instrucciones que os tengo dadas, obraréis con energía, reclamando, del modo que os plazca, a vuestro padre, empleando para ello las vías de derecho y aun de hecho si fuere necesario, y haciendo valer el carácter de mi plenipotenciario, de que os acredita mi salvo-conducto, a cuyo efecto mi ejército, acampado a vista de la fortaleza, apoyará vuestras operaciones, y asaltará, caso necesario, los muros, aportillados ya, de las Torres.
Ea, prosiguió resueltamente, después de una ligera pausa: partid desde luego; vuestra tardanza puede infundir sospecha en el ánimo suspicaz de Ataulfo, quien, si llegara a apercibirse (y contad que ha empezado a entrar ya en sospecha), os cerraría las puertas de su castillo, desbaratando así el plan y dificultando la empresa. Llevaos a Eleazar, si os parece, y ante todo, notificad a ese buen anciano la absolución vos mismo, a condición siempre de su fidelidad y cooperación en la empresa; y si fuese precio la admite, exigidle de ello juramento, alentadle y amenazadle con mi justicia, cuya libre acción os podréis reservar en todo caso, si bien no perdiéndole jamás de vista y ejerciendo sobre sus acciones la más cautelosa vigilancia.
Ya amanece, continuó el rey, abriendo una claraboya, por la cual veíase un trozo de cielo estrellado y purísimo; partid a poner mano al plan, y volved luego a besar la mano a vuestro rey, que os continuará en la posesión legal de vuestros Estados, que se os restituyen, y a vuestro padre si existe.
Gonzalo besó la mano al monarca y salió de aquella pieza, donde al propio tiempo entraba un escudero que se desprendía del cuerpo de guardia colocado en la inmediata cámara, y que acudía a la voz de Alfonso.
-Que entreguen, dijo éste, al reo Eleazar al guerrero que le reclamará en mi nombre. En cuanto a la vieja...
-¿La bruja, eh?
-Sí, ponedla a buen recaudo e incomunicada con el mayor rigor. ¿Lo oís?
El escudero se inclinó y salió al punto.
El rey, desasosegado e inquieto, empezó a pasear a grandes pasos por aquella, pieza denegrida y lúgubre, y cuyas amortiguadas luces teñían de un pálido fulgor sus paredes.
Fatigado al fin por aquella prolongada lucha de sensaciones, abandonaba poco después la torre, escoltado por un grupo de su guardia de archeros.