La corona de fuego: 34
Capítulo III - En el cual empieza ya a rasgarse un pliegue del velo
[editar]- Ved que asoma un destello
- De ese arcano que la mente aterra,
- De ese caos que encierra,
- Trasparentando aquello
- Que hay más abominable aquí en la tierra.
Ambos personajes, por un movimiento espontáneo, marcaron una profunda reverencia ante aquella tosca efigie del Crucificado, y sentáronse sin ceremonia en la doble grada, especie de tarima rústica, labrada en la peña, que formaba la base mutilada del ara.
Nerón quedó de centinela a la parte exterior, y a prevención colocáronse previamente a la entrada del buque varias ramas de ciprés, con el fin de ocultar la presencia de los nocturnos huéspedes a cualquier imprudente.
-Henos ya aquí a cubierto de todo compromiso, exclamó el rey, rompiendo el silencio en voz baja y recatada; os he pedido una cita, yo, vuestro rey, a vos, guerrero afortunado y digno de otra categoría; no perdamos tiempo, mis soldados precipitan su marcha en estos momentos sobre la alquería, y es bien posible que cometan una imprudencia, porque solo mi voz puede contener su intrépida bravura y esa entusiasta inspiración que les inflama. Pues bien, nuestra alianza se ha hecho de todo punto necesaria; una serie de complicados accidentes se ha agolpado sobre el suceso que insulta hoy mi prestigio y ha hecho surgir del caos un fantasma casual disfrazado con los velos del portento.
-No puedo menos, señor, repuso el joven, de protestar a V. A. la confusión que me causan vuestras bondades llevadas hasta una prodigalidad que me envanece; ni alcanzo tampoco a reputar mis pobres méritos militares dignos de aspirar a esa alta honra por parte de un príncipe como vos, tan poderoso y magnánimo, respecto a un triste soldado sin nombre, aventurero y sin otro lustre que su espada, puesta siempre a su servicio. ¿En qué fundáis, señor, tanto favor? ¿podré saberlo?
-Todo lo sé, exclamó el rey con profética solemnidad, todo me lo ha revelado la Providencia y esa maldita bruja a quien Dios confunda: el castillo de Altamira alberga horrendos crímenes, y es el asilo tenebroso de la iniquidad...
-¿Qué decís, señor? ¿será cierto? exclamó Lucifer, interrumpiendo al monarca, como si obedeciese a una mágica evocación que acabaran de hacer brotar en su mente las últimas palabras del príncipe.
-No lo dudéis, amigo mío, aunque todavía carezco de pormenores, aunque solo he sorprendido alguna que otra indicación, que en boca de esa mujer encierra siempre un interés trascendental y sombrío, he podido, sin embargo, deducir una consecuencia lógica: Altamira encierra monstruosos crímenes, y en sus horrendas prisiones existe acaso más de una inocente víctima. Fijo en esta convicción, yo, que cuento con antecedentes en que fundar la más vehemente sospecha, yo, que poseo la cuerda de esos mismos antecedentes, que por ahora debo reservarme, me concreto a daros la voz de «¡alerta!» esta voz de alarma, cuyo eco se reproducirá algún día en vuestros oídos como el clarín del día supremo. ¡Ay de vos entonces, si rechazáis las proposiciones que hoy os hago en nombre de todo lo que hay de más santo en la sociedad y en la tierra! Dios ha colocado en mi diestra la espada de la justicia; invocadla vos, puesto que un deber imperioso os lo dicta, invocadla, y caerá certera para extirpar el crimen donde quiera que se encuentre.
-Esos crímenes de que habláis... ¿tienen acaso alguna relación conmigo, señor?
-Acaso mucho más de lo que podáis calcular, y yo, en nombre de Dios, os amonesto y conjuro a que os prestéis a mis insinuaciones y cooperéis conmigo de acuerdo con ellas.
-Pero ¿no merezco saber los pormenores? ¿me dejaréis obrar como un instrumento ciego de vuestra voluntad, que por mi parte acataré siempre, pero que me creía en el derecho de poder interpretar, en vista de una confidencia vuestra?
-Ya os he dicho que por más que posea ciertos datos sustanciales, carezco de esos pormenores fijos, sobre los cuales, sin embargo, he fundado mi convicción, basada en otro género de antecedentes de suma importancia; pero dueño como soy de estos, yo, en cuyo plan no entra rasgar por ahora, si es posible, el misterioso velo que os oculta acaso una realidad terrible, me adelanto a deciros: ahí tenéis la espada de mi justicia, la sociedad, la sangre tal vez que anima vuestras venas, os reclaman un sacrificio plausible y meritorio, un generoso servicio en su desagravio; partid, pues, armado de valor y de fe, y herid en el corazón al tirano. ¿Qué puede deteneros? ¿Mi conciencia, mi autoridad suprema, no os garantizan el éxito? Bien es cierto que no poseéis ese mismo secreto de conciencia, que es al propio tiempo de lesa-sociedad, y que si obraseis, es porque yo os empujo, a pesar vuestro acaso, y os digo, puesta la mano sobre el corazón que late bajo de la púrpura: «¡herid!», herid, pues, esa cabeza maldecida, agobiada bajo el anatema del cielo en su alta justicia: ¿qué importa, pues, el velo de ese enigma, esa sombra que presta mayor importancia y solemnidad al suceso? ¿no quedo yo aquí para responder con mi conciencia de la responsabilidad en que pudiera incurrir el instrumento de mis decretos?
-Dispensad, señor, mi repugnancia, contestó Lucifer con cierta dignidad respetuosa, mi obediencia hacia vos es la más profunda y cual cumple a un buen súbdito con relación a un soberano como vos, bien quisto de su pueblo. Prueba de ello es la puntualidad con que me veis acudir a vuestro llamamiento y ponerme a vuestras órdenes, dónde y cómo habéis dispuesto, ved que a la más mínima insinuación de mi rey, admito de nuevo esos tránsfugas que me abandonaron por seguirle, y que al paso que han dado una prueba de acatamiento a esa autoridad suprema, que está sobre todas las consideraciones jerárquicas, faltaron también con su conducta y modo de proceder a la disciplina, y lo que es más, al honor jurado. Y sin embargo, vuestra palabra desarma mi justo encono, dejándome rodear otra vez de esos hombres peligrosos, les entrego mi sosiego, mi tranquilidad, mi mismo sueño, esa dulce tregua de la vida, a ellos, eternos fantasmas de mi pesadilla, y en cuyas manos me parece ver siempre alzado sobre mi corazón el puñal de la alevosía, tinto en sangre... y entonces, aterrado por un sobresalto horrendo, cierro mis párpados, me encomiendo a Dios, tutelar de mi destino, y oigo únicamente la voz protectora de mi rey, que con acento profético y paternal, exclama y dice: «¡Duerme!»
E inspirado por el eco de esa misma voz sublime y elocuente hasta el infinito, duermo al punto, entregándome otra vez a esa turba de quimeras, que, sin embargo, no ceden un ápice en sus amenazadores conatos.
Pero cuando se trata de asesinar a un hombre, señor, continuó el cuadrillero con una variación extraña de lenguaje, es bien diferente para mí, que experimento un instinto de repulsión sensible, al cual no me es posible sustraerme (y dispensadme la franqueza que con ello me permito) puesto que en la esfera de mis teorías la voz de la autoridad, ni aun la regia prerrogativa alcanzan, racionalmente hablando, a ello, sino al ejecutor civil, erigido en instrumento maquinal de la acción vengadora de la ley, erigida en árbitro supremo de las sociedades regidas por un orden de sistemas diverso. Una vez tan solo estuve a punto de perpetrar un crimen de ese género, que afortunadamente para mi conciencia no llegó a consumarse, y luego, pasado el vértigo que pudo inducirme a ello, creí enloquecer de remordimiento y pesar. ¿Veis? me estremezco solo al recordarlo, porque habiendo reflexionado luego a sangre fría y bajo un prisma estrictamente filosófico, profeso tiempo ha la máxima de que las facultades humanas únicamente deben girar dentro del círculo de su misma potencia creadora; que el hombre solo puede destruir lo que es capaz de crear por sí mismo, sin otro auxilio sobrenatural, porque, ¿puede acaso crear otro ser que le iguale?
-No, eso es imposible, dijo el rey con aplomo.
-Pues bien, prosiguió el argumentador, alentado por la con descendencia de aquél, en ese caso, en ese sistema relativo, en ese orden lógico de que viene a desprenderse el hecho concreto de un racionalismo filosófico-moral, la muerte del hombre, ese aniquilamiento físico a manos de otro de sus iguales, por más que quiera cohonestarse con un pretexto cualquiera, le juzgo como un asesinato jurídico cuando más, abuso que la jurisprudencia criminal trata de santificar con el capcioso epíteto de ley, y que en realidad no es otra cosa que una utopia hipócrita, una herejía social.
-Y si yo os dijese: hay una razón de alta política que aconseja adoptar ese triste recurso, como medida saludable de reparación...
-Perdonad, señor, para mí el asesinato destruye y no repara; he aquí el vicio capital de que adolece esa pena estéril que imprime a las sociedades una marca abominable, que vive en la atmósfera artificial de los sistemas, lejos del corazón que la repele, cuando no es presa de las pasiones y del egoísmo, esa corrosiva gangrena del alma. Esto podrá ser una opinión mía, pero no aislada: la muerte del hombre a manos del hombre es una aberración moral, un vértigo de la criatura puesta en contradicción con sus principios constitutivos, y por cuya abolición claman las exigencias humanitarias de los pueblos civilizados en todos los tiempos.
-Basta de disertaciones, respetemos lo existente y abandonemos a los legisladores el cuidado de esa controversia. Decía, concretándome a nuestro caso, que existe una razón de alta política que aconseja recurrir a ciertos medios en circunstancias dadas como la presente; y en efecto, si dando yo expansión al sentimiento, si evocando la voz de la sangre, pulsara una de esas delicadas fibras del alma, si soltara la presión moral de las potencias de vuestro espíritu y anegándoos en una mar de puro entusiasmo... ¡Oh! entonces os cegaría la cólera, se os cerrarían las puertas del discernimiento y os precipitaríais desenfrenado en la carrera de esa violencia misma que calificáis con justicia de crimen. Por eso llamo hoy a las puertas de vuestro corazón, pobre expósito de la caridad pública, os reconvengo en el seno de la amistad, invocando deberes sagrados, y desde la altura del solio os conjuro por la memoria santa de vuestro padre que clama: « ¡Venganza!»
-¿Qué decís, señor?
-Venganza, sí, venganza pronta e inexorable.
-¿Contra quién?
-Contra su asesino.
-Pero... decidme... ¿quién es el asesino de mi padre?
-Qué... ¿no lo habéis adivinado acaso? ¿no habéis sobreentendido el nombre del conde de Altamira en las palabras del rey, cuando os ha dicho: « Ahí, en Altamira le tenéis, matadle?»
Un turbión de sangre pasó ante la vista del joven, y le cegó: en su hermosa fisonomía se operó un completo trastorno, y exclamó todo conturbado y trémulo:
-¿Mi padre, habéis dicho, señor? ¡Oh! repetidme ese nombre sagrado, que por primera vez suena en mis oídos con su verdadero timbre; decidme quién es, quién soy yo mismo, puesto que lo ignoro y no puedo levantar la frente del polvo de la negación y de la oscuridad que la mancha: reveladme mi estirpe humilde o elevada, según sea, y dadme, en fin, señor, esos datos indispensables, por los cuales suspira el alma, perdida en el limbo de una duda perdurable, dolorida y acerba.
Alfonso pareció conmoverse, y en su rostro juvenil se reflejó una plenitud visiblemente entusiasta.
Tendió la mano al joven, y éste la besó con cierto respeto, parecido a la veneración.
-Teníais razón, prosiguió, exaltadas a la vez sus facciones por una excitación vehemente, siento ya germinar dentro de mi ánimo un esfuerzo inexplicable, que concentra todo mi ser y le enaltece; brota en mi alma una llama abrasadora, que inflama mi sangre y hará estallar el corazón, si no concluís de rasgar ese tremendo arcano, que empieza a despertar en mí un torbellino de ideas sangrientas y desconocidas.
-¿Qué más queréis saber ahora, triste huérfano desheredado? ¿no os he revelado ya lo suficiente para que os decidáis a tomar pronta reparación del agravio de que sois víctima? Qué... ¿aun no os basta esto?
-Pero mi padre, señor, ante todo... un hijo tiene derecho a pedir noticias de su origen, de su familia, y sobre todo de sus padres; y yo, como ya he dicho, desconozco mi estirpe y mi propio origen: estoy solo, abandonado como un pobre paria en el mundo; mi espada se afana inútilmente por conquistar un nombre, aunque fuera a costa de mi sangre; pero ensordecen los hombres, enmudece todo como el desierto, y mientras tanto mi alma se funde en el crisol de la vergüenza y del oprobio. Dadme, pues, las noticias que os pido, en nombre de todo cuanto más estiméis sobre la tierra; libradme del tormento de la incertidumbre que vos mismo provocasteis, y salvad con ello a este miembro proscrito de la sociedad: dadme noticias, señor, y en cambio de tantas bondades, reclamad de mí el mayor servicio que puede exigirse a un hombre de sana intención, templado para los peligros y sufrimientos.
-Basta lo dicho para indicaros que el asesino, el verdugo de vuestro padre, es el titulado conde de Altamira: esto es todo. Únicamente debo añadiros, que toda vez que ha incurrido en el delito de rebelión contra su señor natural y rey, el acta de confiscación de todos sus estados se halla ya rubricada y sellada: ahora solo falta una persona resuelta que investida de la autoridad competente, se atreva a notificarle ese rayo que fulmina contra él la majestad insultada, de acuerdo con las leyes de estos reinos. Ahora bien, puesto que rehusáis el papel de vengador por ahora, ¿queréis encargado de dicha embajada?
-A todo me tenéis dispuesto, y solo espero vuestras órdenes. En cuanto a mi venganza particular, podéis estar seguro de que la tomaré, y de tal manera acaso, que su memoria pasará a las generaciones como un acto ejemplar de criminalidad.
-Sea, pues, repuso sonriendo el rey, con cierta expresión de triunfante orgullo; ya voy viendo que empiezan a realizarse mis presagios, y que vuestros bríos van recobrando todo su nervio. Ni podía por menos de suceder así, y empiezo a ir creyendo que sellaréis con una hazaña digna del nombre que lleváis una empresa en que tan interesado se halla vuestro decoro. Partid, pues, cuando gustéis a Altamira, y respecto al conde, de él a vos, obrad como os plazca, puesto que os declino mi jurisdicción en cualquier terreno que plantéis el asunto.
Ante todo, prosiguió, entregando un pergamino al joven, he aquí el salvo-conducto que debe garantizar vuestra seguridad, y que os acredita mi plenipotenciario en este caso; tomadle y haced de él el uso conveniente. Enterad de mis intenciones al pretendido conde en la forma que voy a indicaros: hacedle ver esa funesta obcecación en que se halla, ese error tan craso a que le arrastra su desmesurada soberbia, y... en fin, prevenidle que abra a mis tercios las puertas de la fortaleza simplemente, a discreción sin condición alguna, o que de lo contrario sabré arrasarla hasta sus fundamentos.
Y si obcecado en su equivocado sistema de una resistencia ridícula, desoyera esa proposición amistosa, entonces leedle este otro despacho, que encierra el acta de confiscación de todos sus dominios, derechos y rentas en beneficio del fisco o de la persona que yo tenga a bien designar a este efecto; intimadle en mi nombre el castigo en que pudiera hacerle incurrir su negativa, y retiraos luego.
Alfonso, que había entregado otro pergamino a su colocutor, parecía observar con una sutileza verdaderamente diplomática el efecto que produjeran en el mismo sus órdenes, y pudo deducir la consecuencia de esa sinceridad franca y destituida de doblez que caracterizara al aventurero.
-Despachad, pues, continuó, sin mezclar mi cansa con la muestra, que debéis tratar separadamente a su debido tiempo; sed prudente, moderad vuestros arranques, y tened bien presente que en esta ocasión sois el plenipotenciario regio, desnudo de pasiones e instrumento fiel de la paz de mis súbditos. Tenéis razón, quizás convenga aplazar por de pronto vuestra venganza; tiempo y ocasiones se ofrecerán luego para esa venganza misma, que es también la mía propia; y entonces, cuando ese edificio de la iniquidad y de la perfidia haya caído por cualquier medio en poder de la corona; cuando ese tenebroso artificio desaparezca, para dar lugar a la dilucidación del misterio, haciendo brillar el astro radiante de la reparación y de la justicia; entonces, el monarca, justiciero ante todo, abrirá un proceso verbal contra el tirano, y le entregará, si necesario fuere, y según los méritos que resulten, al brazo secular, al hacha de mis sayones. Después, y de ahora para luego, tarde o temprano, cuando esto suceda, el rey os felicita, os premia y dice: « ¡salud, conde de Altamira!»
-Mi gratitud, señor, exclamó Lucifer todo confuso, no acierta a comprender tantas bondades hacia mí, que tan distante estoy de merecerlas. ¿Qué méritos puedo yo alegar, qué títulos proporcionados a una recompensa como ésa?
Prosternóse de hinojos ante el monarca, cuyos pies besó con una especie de respeto que rayara casi en adoración.
-Permitidme, continuó, besar vuestras plantas reales, rindiéndoos un sincero homenaje de acatamiento y de...
-Alzad, le interrumpió Alfonso, rechazándole con visible enojo, ya os dije en otra ocasión que no es así en esa actitud servil como quiero yo ver a mis súbditos, cualquiera que sea la categoría que ocupen en la escala social: respetad al rey en su encumbrada esfera, pero reservad el culto para Dios, a quien únicamente corresponde; el hombre envanecido que admite ciega e ignorante idolatría de sus semejantes, cuando se arrastran como inmundos reptiles, comete una profanación o una herejía culpable.
Alzad, conde, prosiguió con una indefinible expresión de intimidad, besad la mano de vuestro rey, y, creedme, no volváis a cometer esa flaqueza, porque pudierais incurrir en mi desagrado.
Lucifer, confundido cada vez más por tanta bondad de parte de aquel generoso príncipe, tan pródigo y benigno, besó su mano.
Oyóse una nota lejana de clarín.
-Son mis monteros, exclamó el rey, y quiera Dios llegue yo a tiempo de poder evitar una colisión, que siempre podría comprometer mis designios.
Un momento después el cuadrillero, se separaba de su soberano, y salía hacia el campo, precediéndole.
Alfonso, precedido también de su bravo Nerón, pareció tomar la dirección opuesta por un sendero escusado, en cuya primera encrucijada le esperaba un grupo de soldados para darle escolta.
Al tiempo de salir de la capilla, un anciano religioso, alto y corpulento, se improvisó sin saber cómo, y cambió con el rey unas palabras secretas, volviendo a desaparecer al punto.
Era el misterioso monje de Sahagún, el mensajero nocturno de Santo Domingo de Silos, según se anunciara al rey y dejamos consignado ya en otro lugar de esta obra.