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La corona de fuego: 42

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Capítulo XI - El espía

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Un venablo partió de la espesura,
Silbó en los aires, y al clavar violento
El acero mortífero, sangriento,
En aquel infeliz... la noche oscura
Pareció murmurar un triste acento
Que inspiraba pavura.


Mientras tanto, y algunas horas después de la salida del cuadrillero del asilo de Santa Susana, un escudero, al parecer, de Altamira, según se anunciara, llegaba a la alquería de Briones, e insistía en que se le abriesen las puertas del castillejo, portador que aseguraba ser de órdenes urgentes.

La guarnición, que había recibido una orden reservada del capitán, hacíala valer, resistiéndose a la petición del emisario, el cual redoblaba su empeño y clamaba en altas voces para que se accediese a su demanda.

-Os digo que es empeño inútil, contestaba desde la explanada una voz vigorosa, porque no está el jefe, y hasta tanto que regrese y revoque sus órdenes, no es posible franquearos la entrada, aunque fuerais el mismo conde.

-¡Cuidado que son órdenes singulares! replicaba el de afuera.

-¿Qué queréis? estamos en época de felonías, y no parece ir descaminado creyendo en la posibilidad de que seáis un espía disfrazado.

-Malicioso sois por vida mía.

-La experiencia es buen maestro, amigo mío.

-¡Eh! no tanto, mi amistad no transige con la astucia, cuando no se funda en precedentes, como sucede, por ejemplo, con vos.

El de adentro vertió una carcajada estúpida.

-¡Bah, bah! sois recluta a lo que veo, y sería una triste gracia que con vuestras jaculatorias me la pegarais, a mí, perro viejo en esto de ardides. De todos modos, tal vez al despuntar el día podamos entendernos en otro sentido, porque lo que es ahora, perdéis un tiempo que ignoro hasta qué punto puede ser precioso.

-Y entre tanto...

-Tenéis razón, mientras tanto, es cosa dura que tengáis que pasar la noche a la inclemencia.

-Pues... haceos cargo que no debe ser cosa apetecible, porque sopla el cierzo con una fuerza endiablada.

-Con todo, aunque con pesar mío, fuerza os será resignaros a ello, mal que os pese.

Oyóse entonces una imprecación proferida por el de afuera.

-Vive Dios, camarada, que os inquietáis por bien poca cosa, cuando debéis estar habituado a éstos y otros contratiempos de la milicia, en cuyo caso lástima es que malgastéis esas lamentaciones insustanciales, más propias de otra ocasión que de ésta. Creedme cuanto os digo, y repito que os empeñáis en un imposible.

-¿Sí, eh? pues yo estaba en otra creencia.

-La de que a la voz de cualquiera que pronunciara el nombré dél señor conde de Altamira, se abrirían sin tardanza esas puertas, que por más que otra cosa creáis, son de su propiedad, y se nos apearía de todo género de ceremonias.

-Estáis en un error crasísimo, buen hombre.

-¿Sí, eh?

-Pues... en otra época sucedía todo eso, pero ahora los tiempos han cambiado, y no es moneda corriente.

-¿Qué estáis diciendo?

-Que aquí para entre nosotros, creedme, no es un talismán tan poderoso ese nombre, que tenga el privilegio de arrastrar las voluntades de ciertos prójimos que, aun sin que blasonemos de héroes, tampoco nos envilecemos hasta cierto punto.

-¿Luego prevaricáis, eh?

-¡Pst! no creo os halléis autorizado para dirigir reproches de tal jaez a quien sabrá escupirlos al rostro del imprudente que a tal se atreva.

-Cachaza, hermano, no arrojéis humo antes de encender fuego, lo cual no impide que en vuestra evasiva se trasluzca un acto de rebelión contra nuestro señor natural, convirtiendo acaso esta fortaleza en centro armado de conspiraciones.

-Basta, basta, veo que no nos entendemos, y creo pudiera convenir a entrambos suspender una discusión peligrosa en el terreno que la vais planteando.

-Parece que eludís la cuestión, señor mío,

-No por cierto.

-Sí, y ahora voy ratificando mis sospechas, a la vez que las llevo hasta un punto que aun no se me había ocurrido.

-¿Cuál?

Dios me perdone, que se fragua una conspiración en que entran testas coronadas.

-¡Villano! el rey nunca conspira, son sus vasallos rebeldes los que cometen tal desacato... reparad bien lo que decís: andad con tiento y acortad la lengua, que es ofensiva.

-Catad que yo no he rendido pleito homenaje a quien vuestro fanatismo monárquico puede aludir acaso; por consiguiente, lo dicho está dicho. Y decidme, puesto que en algo hemos de matar el tiempo, parece que se admiten también soldados hembras en este castillejo, lo cual no da una buena idea que digamos de moralidad y de disciplina...

La atrevida frase fue interrumpida por un doloroso ¡ay! que resonó en el silencio de la noche.

Un venablo había silbado en el aire, y atravesando el espacio, fue a clavarse en el vientre del escudero, traspasándole.

-¡Traición! gritó este con acento desfallecido y lúgubre, cayendo en tierra.

Al propio tiempo un hombre, que hasta entonces acechara oculto el anterior diálogo, salió de entre los árboles, y arrojándose sobre el herido, le remató con repetidos golpes de su puñal de misericordia.

Luego dio con su cadáver en el pozo o cisterna de la alquería, próximo al foso.

Aquel hombre, es decir, el matador, era Lucifer; al menos así se afirmó luego.

El pozo fue cegado al día siguiente.

El hombre asesinado era un espía pagado por el conde de Altamira, quien habiendo entrado en sospechas respecto al cuadrillero, lo había enviado a explorar todo cuanto ocurriera en el castillejo, vigilando al propio tiempo las iras minuciosas acciones del jefe, de quien únicamente era conocido, y el cual, después de haber tomado nota exacta de ciertos pormenores, tales como la extracción de la joven del subterráneo y todo lo demás que ocurriera en aquella noche, habíase propuesto penetrar, si le era posible, en la fortaleza, donde suponía debiera hallarse aquella, y completar, antes del regreso de Lucifer, el sistema de sus investigaciones, con el fin de volver después a Altamira, para ponerlo todo en conocimiento del conde y percibir su recompensa.

Era, en fin, el palafrenero que acompañara al joven jefe cuando el rapto de Dalmira, y que ya dijimos había desaparecido después de consumado el mismo, sin que aquel se apercibiera al pronto.

Felizmente recayeron luego sospechas contra aquel hombre, y su muerte venía a establecer una tregua recíproca entre Lucifer y el conde, que empezaron a mirarse ya con recelo.

Preciso es confesar que el primero obraba con pleno discernimiento, partiendo de un principio fijo en cierto modo, mientras que el segundo solo se apoyaba en conjeturas más o menos fundadas.

Al extremo, pues, a que habían llegado los sucesos, naturalmente debía hacerse notar un enfriamiento de relaciones entre ambos, resentidos ya de antemano, como hemos dicho, por más que el accidente de que fue víctima el espía privara al magnate de unos datos fehacientes, destinados a corroborar sus sospechas.

Con todo, tratábase ya, no de establecer un franco antagonismo, una lucha leal abierta entre ambos, colocados en cierto modo frente a frente, sino de avivar el fuego latente del rencor y poner al propio tiempo en juego esos medios tenebrosos que tanto repugnan a la sana razón social, simulado, todo bajo la máscara de una familiaridad mentida.


Prólogo - Primera parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - Segunda parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII
Tercera parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV - Cuarta parte: I - II - III - IV
V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV Quinta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII
Sexta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - Conclusión