La leyenda del Cid: 104
XII
[editar]IV
[editar]Ya en Valencia está Jimena,
y dama de altas virtudes,
como quien es de su estado
los altos deberes cumple.
No es menester que a ello nadie
la impela ni la estimule;
la basta de sus deberes
el sentimiento que nutre.
Valencia es ciudad muy rica
y de muy antiguo surten
de Asia y África su mercado
los bajeles que a él acuden.
Sus moros son laboriosos,
cultivan, labran, construyen;
y es Valencia un paraíso
que a poca labor produce
la más exquisita seda,
la fruta y uva más dulce,
los arroces más nevados
y las más suaves legumbres.
Su gente es bella y alegre,
su clima suave y salubre;
un mar tranquilo la baña,
la alumbra un cielo sin nubes,
un aire sano la orea,
y eterno verdor la cubre,
que mil manantiales riegan
que en sus mil pensiles surgen.
Los moros que en ella moran
han vivido en servidumbre
de usurpadores alarbes
o de piratas de Túnez:
así es que son recelosos
y taimados, por costumbre
de verse de unos o de otros,
bajo el yugo que mal sufren.
Al dar en manos del Cid
y por conquista, presumen
que van cual nunca del yugo
a sentir la pesadumbre:
y el trato, vida y comercio
con los cristianos eluden,
y en el fondo de sus casas
torvos y tristes se sumen.
En vano el Cid, para que ellos
mal porvenir no se auguren,
les prodiga, aunque vencidos,
paternas solicitudes;
los moros, escarmentados
de halagos y mansedumbres
de sus tiranos, que empiezan
en miel y en sangre concluyen,
oyen, callan y se esquivan,
sin que en nada coadyuven
a establecer en Valencia
la amistad a todos útil.
Mas he aquí que en la mañana
del primer día de octubre
a la luz de aquel sol tibio
que en su cielo limpio luce,
llega a Valencia Jimena,
y los cristianos prorrumpen
en vivas y aclamaciones
que a los moriscos aturden.
Los moros, cuyas mujeres
jamás la faz se descubren
en público, a ver a aquélla
por curiosidad se suben
a los terrados, se asoman
a las rejas, y a sus mutfis
y kadís ven que se postran
ante el carro que conduce
a Jimena y a sus hijas,
sombreado de gasa y tules
y tirado por seis mansos
alazanes andaluces.
Aquellas públicas fiestas
entre moros no comunes,
aquellas tres hermosuras
que al sol sus semblantes lucen,
hacen al fin que abandonen
sus casas, y que se agrupen
a ver aquellas tres damas;
que el efecto les producen
de tres hurís que descienden
de las bóvedas azules
del paraíso cristiano
entre oro, luz y perfumes.
Jimena al día siguiente
sin temor de que la insulten
ni se la atrevan los moros
a quienes respeto infunde,
comenzó a dar a sus pobres,
a aliviar a los que sufren,
a hablar a los que la esquivan,
y a hacer de ellos, en resumen,
mansas ovejas que siguen
al pastor que las conduce,
en vez de toros que al yugo
se resisten que les unce.
Poco a poco comenzaron
a ver sin odio las cruces,
a abrir tiendas y talleres
y mercados; y sus lúgubres
semblantes tornando alegres
comenzó la muchedumbre
a asistir a sus mezquitas
sin que sus ritos perturben
los cristianos; sin que al paso
a las mujeres injurien,
ni a nadie roben ni vejen
ni en nada del triunfo abusen.
Y los moros que a Jimena
y a sus hijas atribuyen
de sus bravos vencedores
la fraternal mansedumbre,
comenzaron a mirarlas
como a tres santos querubes
del cielo cristiano enviados
por Dios a que les escuden.
Tornó, pues, Valencia a ser
el edén que era: y discurren
ya por sus calles los moros
sin miedo ni incertidumbre,
dejando libres por ellas
vagar sus doncellas núbiles,
sus esposas, sus esclavas
y sus hijos, sin que curen
de echar la llave a sus puertas
ni de cerrar sus baúles,
dando a Aláh gracias de que hoy
tal libertad les procure.
Así en Valencia Jimena,
la dama de altas virtudes,
como quien es, de su estado
los altos deberes cumple.
Y así está el Cid en Valencia;
y de esta conquista ilustre
no fué la prez el lograrla,
sino el conservarla inmune.