La leyenda del Cid: 66
VII
[editar]VII
[editar]Eran costumbres del tiempo:
los ejércitos entonces
tomaban gentes de todas
especies y condiciones:
nobles, hidalgos, plebeyos,
artesanos, labradores
y hasta clérigos y obispos;
y, unos ricos y otros pobres,
todos iban a la guerra
porque del Rey los pendones
daban sombra a las rapiñas,
que eran sus logros mejores.
Las presas de los saqueos,
los rescates, que conforme
a su condición pagaban
los jefes y los señores;
la venta de los cautivos
o los derechos del goce
del fruto de su trabajo
a no tener compradores,
eran gajes de la guerra,
cebos a las ambiciones,
gérmenes de empresas altas
de hazañas engendradores.
Así que nunca faltaban
soldados a los barones
belicosos de aquella era
de guerra a su primer toque.
Mas cuando se prolongaba
una campaña, o mal corte
la daban las circunstancias,
la suerte o las estaciones,
disolviéndose iba el núcleo
de las milicias mejores,
cual la nieve en las montañas
al empezar los calores.
Sólo al cebo de un asalto
fácil, o el valor enorme
de una presa, mantenían
la disciplina y el orden.
El Cid que del Rey don Sancho
el campamento recorre
vigilante, y por doquiera
lo ve todo y todo lo oye,
todos los murmullos siente,
todas las quejas recoge,
todos los secretos sabe,
todos los riesgos conoce,
y conoce la inconstancia
de la suerte y de los hombres,
dijo al Rey que era preciso
tentar el último golpe.
Las nubes comienzan gruesas
a aglomerarse en los montes
y el campo va a ser un lago
si la nublazón se rompe.
Los soldados se fatigan,
se aburre la gente noble,
Zamora fía en las lluvias
ya más que en muros y torres;
y divididos y flacos
y pocos sus defensores,
y los del Rey hastiados
y propensos ya el desorden,
el medio de dar fin de unos
y de que los otros cobren
aliento con la esperanza,
es hacer que estos se arrojen
a un postrer asalto enérgico;
la ciudad, si vencedores
entran, dándoles a saco,
con que al alcázar no toquen.
Aceptó el Rey su propuesta;
y el Cid yéndose a dar órdenes
para el asalto, en su tienda
el Rey a solas quedóse.
Era la hora de nona,
hora a que don Sancho come,
y el asalto había de darse
a altas horas de la noche.
Comió el Rey solo; y atento
a buscarse ayudadores
dentro, porque de Zamora
mejor la toma se logre,
picó en el cebo, y a D'Olfos
mandó llamar a los postres.
Don Sancho o por su mal sino,
o por ver las opiniones
de sus nobles contra D'Olfos,
o por ser lo que él propone
una traición, o tan sólo
porque a Reyes y a señores
gusta obrar por sí, a los suyos
sus tratos con él callóles.
Cuando alzaron los manteles,
despidió a sus servidores;
y con el tránsfuga a solas,
dijo: «Tus proposiciones
acepto: ¿a Zamora puedes
darme? — Os mostraré por dónde
podáisla entrar» — dijo D'Olfos.
El Rey fué a sacar de un cofre
dos anguarinas muy anchas
con mangas y capuchones;
y dándole a D'Olfos una,
le dijo: — «Ese saco ponte;
yo me pondré estotro, y vamos»;
y así diciendo endosósele.
Vistióse D'Olfos el suyo;
el Rey se ciñó un estoque,
tomó en la diestra un venablo
y a D'Olfos brindó un mandoble.
D'Olfos dijo: — «Señor, yo ando
sin armas siempre»; y mostróle
su cuerpo inerme apartando
sus ropas de él. Encogióse
de hombros el Rey, cual si fuese
cosa de que no le importe;
y la capucha calándose
con D'Olfos emparejóse.
Salieron encapuzados
al real: dos caballos jóvenes
largos de carona, enjutos,
ágiles y corredores,
con sillas a la jineta,
libres de caparazones,
de mallas y lambrequines
que la marcha les estorben,
les presentó un picador.
Montáronles: encargóse
el Rey de dar a las guardias
la contraseña; y, al trote
saliendo de las barreras,
el Rey preguntó: «¿Por dónde?»
y D'Olfos respondió a punto:
«Por la loma: hacia aquel roble.»
Estaba éste en un cerrillo
que se alzaba en el desmonte
del trecho que separaba
del foso a los sitiadores.
Por aquel lado la peña
tajada a una altura enorme,
era inaccesible; el foso
lleno de fango se opone
a que ninguno a la fuga
ni a la escalada se arroje
por allí. Plantas parásitas,
líquenes, zarzos y bojes
salvajes y seculares,
de crecidísimos brotes
y gigantescas raíces,
cuyas marañas informes
crecen en las quebraduras
de las peñas, interponen
una barrera a la vista
de los que arriba se asomen;
sobre la cóncava peña
tendiendo sus pabellones
selváticos, que hace el viento
que en lo alto zumben y floten.
De ellos a sombra, y saliente
del foso sobre los bordes,
el roble del cerro inclina
su viejo tronco deforme.
Era un sitio solitario
y encubierto, que en mejores
tiempos sirvió a amantes citas
y a festivas reuniones.
Llegado allí — « Aquí es»,
dijo D'Olfos, y apeóse,
yendo a tener el caballo
de don Sancho, que imitóle.
— «Conque Vuestra Alteza trepe,
dijo D'Olfos, a ese roble
media vara, y la cabeza
al foso incline y se asome,
puede ver entre los brezos
de una poterna el emboque.
Da a un aljibe de Zamora,
que está seco: tengo un hombre
puesto en atalaya; si entro
por él al caer la noche,
Zamora es vuestra: míradlo,
y obrad como os acomode.»
Don Sancho, mientras hablaba
D'Olfos, del árbol asióse
y empezó a trepar, dejando
su venablo al pie del roble
para que no le embarace
las manos con que a él se coge.
D'Olfos, sin soltar la brida
de su bestia, recogióle;
y haciéndose atrás dos pasos
para dar vuelo a su golpe,
mientras don Sancho trepaba
por las espaldas lanzósele.
Pasóle de parte a parte:
el Rey del tronco soltóse,
y cayó inerte, la sangre
arrojando a borbotones.
Como un relámpago D'Olfos
montó a caballo: metióle
los acicates, y a escape
hacia Zamora lanzóse.
Los del Rey desde su campo
le ven, mas le desconocen
bajo el capuz; pero el Cid,
que lo que es sospecha, echóse
sobre el caballo que halló
más a mano y persiguióle.
Mas iba el Cid sin espuelas,
y aunque su caballo corre
bien, del campo es el de D'Olfos
uno de los más veloces;
y sólo vió que el postigo
viejo le abrían sus cómplices.
— «¡Maldito sea, dijo el Cid,
el que sin espuelas monte!,»
Y empezó a los zamoranos
a volver sus maldiciones;
pero mientras él les daba
de alevosos y traidores,
del Rey, vuelto en sí, se oyeron
las desesperadas voces.