La leyenda del Cid: 64
VII
[editar]V
[editar]En la mañana sombría
del primer martes de octubre,
en una mañana de esas
en que de los ríos surgen
esas nieblas ondulantes,
que en sus orillas se tupen
frías, espesas y pardas,
y el día en tinieblas sumen;
a favor de su calígine
sin que le vean ni turben,
registra el Rey los estragos
que muros y torres sufren.
La densidad de la niebla,
por entre la cual no luce
el sol, que por ella ahogado
parece y de arder concluye:
el son del Duero que cerca
grueso e invisible ruge,
y el del robledal que a intervalos
ráfagas sueltas sacuden,
si no pavor en el ánimo
del hombre de guerra infunden,
su imaginación asaltan
con presentimientos lúgubres.
Las sombras que las creencias
en nuestro espíritu nutren,
en la niebla y las tinieblas
en nuestro espíritu influyen.
Creyente o supersticioso
nadie su influencia elude,
si una incrédula osadía
de su ánimo no la excluye.
El Rey, a quien no hay agüeros
ni pronósticos que asusten,
ni presentimientos que hagan
que a sus proyectos renuncie,
va entre la niebla girando:
con la sola pesadumbre
de que un día para dar
un asalto no le dure.
Sus catapultas estudia
do le conviene que apunte,
y do aplique sus arietes
por que brecha le procuren;
mas va viendo que los muros
por ninguna parte se hunden,
aunque ya han hecho sus tiros
que mal sus piedras ajusten.
Marcha en silencio y a pie,
habiendo hecho que se oculten
los pajes con los caballos
del cerro a pié por do sube.
Subió hasta el postigo viejo;
y con gran gozo descubre
un lienzo que, si se bate,
es fácil que se derrumbe.
El Cid, Ordoñez, Velasco,
Alvar fáñez, Pero Núñez,
y otros veinte caballeros
que su escolta constituyen
y su consejo, examinan
el lugar; y que consulten
les deja el Rey, de sus cálculos
para apreciar el resumen.
En esto, mientras que todos
en móviles actitudes,
gesto expresivo y voz baja
sus pareceres aducen,
dentro y detrás del postigo
perciben que se difunde
confuso rumor que crece
cual de disputa que surge,
y va en motín convirtiéndose;
lo que a esperar les induce
que por rendirse allá dentro
el pueblo se atumultúe.
La curiosidad y el riesgo
hacen que a un lado se agrupen,
mientras que los gritos crecen;
y según lo que deducen,
por las voces de ¡abre! ¡cierra!
¡paso haced!, ¡que no se fugue!
parece que es el postigo
por abrir por lo que pugnen.
No hay con el Rey un cobarde
que en caso de lid repugne
meterse en ella, ni en dar
por él su existencia dude;
pero de cuál sea el riesgo
próximo en la incertidumbre,
firmes, callados e inmóviles
esperan lo que resulte.
De repente las cadenas
rechinan, el puente cruje,
y se oyen por él los pasos
de los que parece que huyen.
Corriendo bajan la cuesta;
y como es fuerza que crucen
por entre el Rey y los suyos
que el paso les interrumpen,
por el sendero que ocupan
dióse en la niebla de bruces,
el que huía con el Rey,
que aguantó apenas su empuje.
El fugitivo que, asiéndose
del Rey que lo asió, sostúvose,
apenas a su equilibrio
natural se restituye
dijo — «¡el Rey..!» — reconociéndole,
y amparado tras él púsose.
Sin tiempo de que demande
qué es el Rey ni él continúe,
los que le siguen metiéronse
entre los del Rey, que acuden
a rodearles de espadas,
sin que ellos de ellas se asusten.
Arias Gonzalo y sus hijos
son: y aunque ya se presumen
presos por el Rey, impávidos
esperan que él se lo anuncie.
El que huye de ellos es Dolfos,
que procura que le escude
el Rey; sin que ose ninguno
hablar sin que el Rey pregunte.
El Rey entabló al fin diálogo,
pues la autoridad asume
entre amigos y enemigos,
y el caso es bien que él apure.
EL REY. ¡Tres contra uno entre hidalgos!
¡qué es esto!
DOLFOS. Que yo propuse
salir a tratar con vos
y a los Arias no les cumple.
G. ARIAS. Don Sancho, no hemos dejado
salir a ese hombre a que os busque,
porque es maestro en traiciones
y una tememos que os urde.
DOLFOS. Don Sancho, tengo un partido
que quiere que capitule
la ciudad, y de la Infanta
el juicio más no se ofusque.
Los Arias, señor, os odian:
ella deja que la usurpen
el poder, y bajo él quieren
que Zamora se sepulte.
G. ARIAS. Don Sancho, ved que os lo aviso:
si dejáis que os embaúque
ése, que es gran forjador
de traiciones y de embustes,
no respondo de que en una
no os haga dar, y no abuse
de vuestro amparo; porque esa
es en su raza costumbre.
DOLFOS. Don Sancho, veis que razones
no os pueden dar, y recurren
a las calumnias. Yo tengo
parte por do os asegure
la entrada en Zamora, y dentro
partido que me secunde.
Ellos lo saben, señor,
por más que lo disimulen.
Cogedlos y yo os entrego
la ciudad, que en servidumbre
tienen y miedo, en el punto
en que su prisión anuncie.
Yo os hago pleito homenaje:
tomadme, aunque me calumnien,
a vuestro servicio y de ellos
con vos dejadme que triunfe.
G. ARIAS. Rey don Sancho, dadle amparo;
mas del daño que os redunde
que nadie ante Dios ni el mundo
a nosotros nos acuse;
y del modo con que a vos
nos atrajo, se me ocurre
si entrasteis para cogernos
aquí con él en ajuste.
EL REY. Don Arias, yo ni rechazo
a quien a mi amparo acude,
ni armo a un enemigo trampas
que mi honra de Rey deslustren.
Dolfos se vendrá a mi campo:
libre id vos; mas si sucumbe
la ciudad, os descabezo
el día en que yo la ocupe.
Tornó la espalda don Sancho;
y antes de que se procuren
los zamoranos auxilio,
envuelto en la doble nube
de niebla y del polvo que alzan
sus caballos andaluces,
entró en su campo con Dolfos,
su escolta y su servidumbre.