La leyenda del Cid: 79
IX
[editar]III
[editar]Es la noche de aquel día:
dos horas ha que Jimena
con sus hijos va camino
de San Pedro de Cárdena.
Lo más rico de su haber
lleva cargado en acémilas,
y trescientos caballeros
para su custodia lleva:
y mientras del claustro a sombra
va a ampararse de Dios ella,
el Cid esta noche en Burgos
a darse al diablo se queda.
Solo está el Cid ya en su casa,
un solo criado vela
de ella en un postigo falso
esperando a alguien de fuera;
y el Cid, que en su cuarto tiene
aderezada una mesa
con tres cubiertos, a solas
esperando se impacienta.
Al romper el toque de ánimas
de Burgos en las iglesias,
como ecos de las campanas,
sonaron en la escalera
los pasos acompasados
de los que a su cita llegan.
exactos como las horas,
que jamás faltan ni yerran.
Eran dos viejos, que echando
con tiento a un lado la puerta,
se presentaron envueltos
en dos hopalandas negras.
Dos viejos de aspecto humilde,
de faz grave y barba luenga,
que ante el Cid algo encogidos
o recelosos se muestran.
El Cid, no muy a sus anchas
tampoco ante ellos, la mesa
les señaló a ella invitándoles,
e hizo al criado una seña.
A luz de dos candilones
colgados en dos cadenas,
sentáronse, y el criado
dejó servida la cena.
No era un festín; un solomo
de venado con lentejas,
un hojaldre con pichones,
pan fresco y vino de Rueda
sirvió el Cid a sus dos huéspedes,
sin tener su edad en cuenta,
con profusión, y empezó
a comer él con presteza
militar: pero los viejos,
que por lo visto no esperan
tanto saciar su apetito
como abrir plática seria,
no hicieron honra a los platos;
porque con sobria abstinencia,
con tres bocados mostrando
dejar su hambre satisfecha
y con un sorbo su sed,
mostraron tener abiertas
más que con la hambre las bocas
con la atención las orejas.
Y fuera porque empachados
se hallaran en la presencia
del Cid, o porque supiesen
que era un pretexto la cena
para otro asunto que el Cid
tratar con ellos quisiera,
a que él trabara la plática
aguardaban con paciencia.
El Cid, que allá en sus adentros
a la cuestión daba vueltas,
cuando juzgó del convite
salvadas las apariencias,
apartó el plato, al criado
echó, aseguró la puerta,
y el diálogo con sus huéspedes
entabló de esta manera:
«Sabéis, y si lo ignoráis
yo os lo digo, que el Rey me echa
de sus reinos y que yo
me voy mañana a otras tierras.
Como soy buen campeador,
mi porvenir y mi hacienda
están en el campo, y voy
a haceros una propuesta.
Necesito de dineros
para partirme a la guerra;
y como en esa partida
llevo por mí las noventa,
prestadme diez mil florines,
y yo os entregaré en prenda
dos arcas de metal bueno
y de pedrería llenas.
Si al fin de un año y un día
no os he pagado, vendedlas.
Mas hay una condición;
pertenecen a una iglesia
y al haber de mi mujer;
y como seria mengua
para mí y para mi esposa
que ojos y manos hebreas
sobre prendas tan sagradas
por mi culpa se pusieran,
habéis sólo de fiaros
en mi palabra y nobleza
sin abrir esas dos cajas
y sin mirar lo que encierran.»
Y así diciendo, el buen Cid
les mostró dos arcas viejas
en un rincón a lo oscuro
de aquel aposento puestas.
Los dos judíos al Cid
oyeron con calma atenta
y de consultarse a solas
le pidieron luego venia.
Otorgóla el Cid: hablaron
ellos un minuto apenas
por lo bajo, y el más viejo
le dió al Cid esta respuesta:
«Sabemos, señor, quién sois;
vivimos en vuestra tierra
y a vuestra merced estamos;
enviadnos las cajas vuestras,
el dinero os enviaremos
con el que mandéis con ellas
y… el Dios de Abrahán de todos
tome las obras en cuenta.»
Mostróse el Cid satisfecho:
los judíos con serena
resignación, o fiando
en su palabra de veras,
con humildad saludándole
partieron: en la escalera
encontraron al criado,
que a la luz de una linterna
les condujo hasta el postigo;
y el Cid, al sentirles fuera,
como un hombre a quien le quitan
de los lomos una peña,
respiró a plenos pulmones
diciendo allá en su conciencia:
«¡Que me la perdone Dios
y me la depare buena!»