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La leyenda del Cid: 27

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La leyenda del Cid

III

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IV

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El Rey Fernando en su trono,
los próceres en su asiento,
al diestro bando Laínez
y Ruy Díaz al siniestro,
dijo a éste el Rey, en dos frases
la situación exponiendo:

EL REY. El emperador y el papa
nos piden parias: ¿qué hacemos?

RODRIGO. Negarlas, dijo Ruy Díaz:
ganaron nuestros abuelos
nuestra tierra con sus lanzas
y a nadie parias debemos.

EL REY. El papa, dicen los teólogos,
que es señor del Universo.

RODRIGO. De las almas que le pueblan;
pero no de los terrenos.

EL REY. Alega el Emperador
que las cobró en otro tiempo.

RODRIGO. Los que en aquél las pagaron
con aquel tiempo se fueron.
El Emperador y el Papa
son en Castilla extranjeros,
y sólo el rey de Castilla
cobra en Castilla derechos.
Así es como desde niño
lo oí decir a los viejos;
y así el pueblo lo comprende,
y así es como yo lo entiendo.

Dijo el mozo: y no hecho aún
tanto a hablar de un solo aliento,
ni a hablar en foros, ni estrados,
ni a dar su voto en congresos,
sintió que el rostro de pálido
se le tornaba bermejo,
y ante los ojos de tantos
bajó los suyos modesto.
Sonrió el rey, y notándolo
los nobles y caballeros,
dieron muestra de adhesión
a la opinión del mancebo.
Mas los doctos, los legistas,
los letrados y los clérigos,
a las palabras del mozo
de sus casillas salieron.
Tomaron aquel rubor
propio de su edad por miedo,
y creyeron que era caso
de apretar los argumentos:
pensaron que las protestas
y la autoridad del clero,
la voz de los ergotistas
y la fuerza de los ergos,
el alma intimidarían
de Ruy Díaz, bajo el peso
de la cólera de Roma,
su excomunión prediciendo.
Creyeron fácil, en fin,
ahogar aquel rapazuelo,
que osaba abogar en contra
del papado y del imperio.
Y como entonces y ahora
y siempre el saber y el fuero
de plumas, borlas y togas
contra las espadas fueron;
porque la cuestión del mundo
es ser en él los primeros,
quedar encima, mandar,
y estar en el mejor puesto,
toda la gente de pluma,
borla, toga y solideo,
se fué encima de Ruy Díaz
por mozo, soldado y lego.
Pero el unánime instinto
que impulsó contra él a éstos,
les desordenó el ataque
falto de plan y de acuerdo.
Lo primero, lo preciso,
lo perentorio para ellos,
era atajar su influencia,
protestar de sus asertos;
impedir que la nobleza,
la gente de armas, consenso
dando a su opinión, hicieran
a la suya contrapeso;
y en repentino desorden,
diez, veinte, cincuenta, ciento
reclamaron, protestaron
e interpelaron frenéticos;
no dudando al ser traidores
a su patria ¡crimen negro!
de él en poner… ¡mal pecado!
por encubridor al cielo.
El Rey, a quien importaba
no poner a nadie freno,
para ver con quién podía
contar en un caso extremo,
calló y dejó que el desorden
fuera tomando incremento,
hasta que el hilo saltara
y asiera él los cabos sueltos.
La discusión fué a contienda
rápidamente subiendo,
y de contienda a tumulto:
mas Ruy Díaz, tampoco hecho
a aguantar tales desmanes
ni a escuchar tales denuestos,
comenzó a entoldar los ojos
debajo del entrecejo;
y mientras él comprendía
que era un desacato aquello
contra el Rey, contra la patria
y contra Dios, acreciendo
se iba el tumulto, y llovían
epítetos y dicterios,
provocaciones, injurias
y votos y juramentos.
Cobardes llaman a unos,
a otros herejes; a estos
llaman malos castellanos,
malos cristianos a aquellos:
y perdido al fin el tino,
perdido al Rey el respeto,
cruzaron el aire guantes,
birretes y solideos.

Y estaba ya el Rey cansado,
con el capirote puesto,
a cortar aquellas Cortes
de tan mal corte resuelto,
cuando dominó el tumulto
estallando como un trueno
un "¡Silencio!» de Ruy Díaz
que del salón saltó al medio.
Al trueno de aquella voz,
al contacto de los hierros
de que estaba armado, solo
le dejaron en el centro.
Estaba el mozo anheloso,
por la vista echando fuego,
y temblándole de cólera
la barba bajo del yelmo:
y avergonzados y absortos
contemplábanle de lejos
todos, cuando el Rey le dijo
mirándole satisfecho:

«Hablad, Ruy Díaz, hablad;
porque ¡vive Dios!, que creo
que en esta junta de locos
sois vos el único cuerdo.»

Ruy Diaz con voz sobrada
para oírse en campo abierto,
dijo entre airado y confuso
su situación comprendiendo:

«Perdonadme, rey Fernando,
si os he faltado al respeto:
mas al ver tamaña mengua
de mí mismo no fuí dueño.

»¡Tantas barbas ya sin jugo,
tantas testas ya sin pelo,
contra un mozo a quien apenas
las barbas están saliendo!
¿Y por qué? porque su patria
dar no quiere a yugo ajeno,
ni que se humille o se venda
por superstición o miedo.
Hombre de guerra, del arte
de hilvanar frases no entiendo;
mas sin miedo a nadie, digo
la verdad como la siento.

»Rey, si ha de ser tributario
reinando vos, este reino,
grande infamia vais a echar
sobre vuestro honor por ello.

»Tomarnos han las naciones
por una raza de siervos,
y pondrán a nuestros hijos
los collares de sus perros.
Rey, no ven por vuestra honra
ni el pro ven de vuestros pueblos,
los que por miedo o por oro
os aconsejan hacerlo;
y por mí, si a Rey ni a Papa
os bajáis a pagar pechos,
me extraño de vuestras tierras
y mi vasallaje os niego.
Cristiano soy: ¡sí, por Cristo!
de lidiar por Cristo vengo;
pero no son mis señores
San Enrique ni San Pedro;
y antes de que mi cabeza
doble yo a un yugo extranjero,
yo mismo, si no hay quien lo haga,
me la cortaré del cuello.
Seamos buenos cristianos,
pero no nos deshonremos:
y estése San Pedro en Roma,
dejando a Santiago quieto.
Enviad al Papa doctores
que le apeen de su yerro,
y al Emperador conmigo
enviad diez mil caballeros;
y si al Papa no convencen
y al Emperador no venzo,
yo prefiero, a ser esclavo
de uno ni de otro, ser muerto.
Los que digan que Castilla
debe a nadie pagar pechos,
son villanos y traidores,
y a lid sin merced les reto.
Señor Rey: mi fe, mi espada
y mi corazón son vuestros:
yo os sostendré por Castilla
contra todo el universo.»

Dijo Ruy Díaz: pasmados
los próceres un momento,
quedaron entre el temor
y el entusiasmo suspensos.
Al fin al viejo Laínez
las lágrimas le rompieron,
y el rey de Rodrigo Díaz
echó los brazos al cuello.
Lloró el buen rey de alegría
a Ruy abrazado teniendo,
y no quedó un diputado
que no aplaudiera frenético.

Un valiente a veces hace
leones de los corderos,
y una gran fe caminar
delante de ella los muertos.
Infundió a todos la suya
Ruy Díaz, o con el riesgo
de aparecer por traidores
apechugar no quisieron:
quedó, pues, por voto unánime
no pagar parias resuelto,
y enviar un mensaje al Papa
y al Emperador un reto.
Con lo cual el Rey Fernando
dió por cerrado el congreso
y tornó a la galería
con Ruy Díaz y don Diego.



Introducción: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII; Capítulo I: I - II - III - IV - V - VI; Capítulo II: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX; Capítulo III: I - II - III - IV - V - VI - VII VIII; Capítulo IV: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII; Capítulo V: I - II - III - IV - V - VI - VII; Capítulo VI: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII; Capítulo VII: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII; Capítulo VIII: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX; Capítulo IX: I - II - III - IV - V; Capítulo X: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII; Capítulo XI: I - II - III - IV - V - VI - VII; Capítulo XII: I - II - III - IV - V - VI - VII; Capítulo XIII: I - II - III - IV; Capítulo XIV: I - II - III - IV; Capítulo XV: I - II - III - IV;