La leyenda del Cid: 76
VIII
[editar]IX
[editar]A este lance inesperado
que da al desafío un éxito
contradictorio, imprevisto
en los códigos del duelo:
pues le da fin, por vencido
dando al vencedor don Diego
y por vencedor al Arias
por él en la liza muerto,
se armó un terrible tumulto
entre soldados y pueblo
de Zamora y de Castilla
por fallar en su pro el pleito.
Mezclados en el palenque
ciudadanos y guerreros,
viejos y mozos, mujeres
y hombres, nobles y plebeyos,
gran vocerío levantan,
todos tener pretendiendo
la razón y la victoria
según su ver y comentos.
Unos dicen: "fué vencido:
salió del palenque huyendo.»
Otros gritan: «fué el caballo
el que huyó, no el caballero.»
Unos: «es juicio de Dios.»
Otros: «es juicio de necios.»
Unos: «sin acción no hay culpa,»
y otros: «no hay duda en los hechos.»
«Salió del campo.» — «Sacóle
su caballo." — « Porque el freno
le rompió Arias.» — «Por acaso.»
« Fué buen golpe. » — « No fué bueno.»
Y unos y otros en su juicio
sin ceder, a cual más tercos,
sostenían sus razones
con insultos y denuestos;
Y no entendiéndose nadie
y nadie a escuchar dispuesto,
ya en alto andaban les puños
y era la liza un infierno.
Los jueces y el Cid que aparte
sobre el caso resolvieron,
pusieron fin al tumulto
lanzas en la lid metiendo
y a unos con voces y amagos,
y a los más hoscos y aviesos
con los cuentos de las lanzas,
entrar en cuentas hicieron.
Y de ambos campos la fuerza
poniendo a la ley por medio,
velis nolis de la ley
el fallo a oír se avinieron.
Entonces, sobre el estrado
de los jueces el Cid puesto,
dijo, escuchándole todos
en absoluto silencio:
«El juicio de Dios ha estado
en esta lid manifiesto.
Los jueces fallan. ¡y nadie
reclame en tierra ni en cielo!
que Zamora queda limpia
de traición: que se alza el cerco:
que Diego Ordóñez de Lara
ha cumplido como bueno:
que él y los Arias de culpa
y tacha quedan exentos:
y la lid, por Dios cortada,
no ha lugar al cuarto duelo.»
Dijo el Cid: diéronle un vítor
los dos enemigos pueblos
reconciliados, quedando
ambos por él satisfechos.
Mas el tumulto extinguido
a estallar volvió de nuevo
de repente, y de la liza
por los dos lados opuestos.
Por el del Norte, dejando
en mitad del campo muerto
a su caballo, pasándole
la espada por los encuentros,
llegaba a pie Diego Ordóñez
desatentado y sangriento
otro caballo y otro Arias
desaforado pidiendo.
Y en vano por contenerle
sus amigos y sus deudos
hacían para impedirle
entrar en la liza esfuerzos:
él no oía ni veía
desatinado y colérico,
y ya contra él y por él
iban gentes acudiendo.
A la parte sur del campo
don Arias Gonzalo el viejo,
armado hasta las mandíbulas
desafiaba a don Diego.
En vano le sujetaban
los zamoranos, asiendo
las bridas de su caballo
que él espoleaba frenético:
en vano la misma Infanta
que atropellando, con riesgo
de su decoro, tras él
se vino hasta el campamento,
se le ponía delante
desmelenado el cabello,
con lágrimas conjurándole
a desistir de su empeño.
Los pueblos y el mar se agitan
fácilmente a cualquier viento,
y los de Zamora y Burgos
ya en remolino revuelto
de Norte a Sur comenzaban
a alzar tumbos turbulentos,
agrupándose a sus bandos
y las armas requiriendo.
El Cid y los adalides
discurrían ya algo inquietos
cómo echar agua y no sangre
sobre aquel naciente incendio.
cuando del real destacándose
en ruido y en polvo envueltos,
un buen golpe de jinetes
vieron correr hacia ellos.
Dió el grito el Cid de «¡los moros !»,
y la contienda rompiendo,
a los que del real venían
unos y otros atendieron.
Venían como una tromba:
apenas tuvo el Cid tiempo
para salir a caballo
con cien nobles a su encuentro
«¿Quién va?» gritó espada en mano.
«Paso haced», le respondieron.
—¿A quién? — Al Rey — ¿A qué rey?
— Al rey don Alfonso Sexto.
Y el infante don Alfonso
con un numeroso séquito
de cristianos y de moros
en tren y atavío espléndidos,
echó pie a tierra a la entrada
del palenque; y le echó al cuello
los brazos al apearse
la infanta reconociéndolo.
Estrechóla él en los suyos;
y con imperioso acento
dijo a ninguno y a todos
dirigiéndose: «¿Qué es ésto?»
Todos callaron: el vulgo
y los soldados por miedo
de su continente altivo;
y los jefes porque lejos
se quedaron agrupados
detrás del Cid, y en el centro
de las haces burgalesas
que se les iban uniendo.
El Infante, atravesando
la muchedumbre sereno,
se fue al Cid y a él y a los suyos
se dirigió repitiendo:
«¿Qué es esto? — ¿Burgos me esquiva
cuando a mis tierras regreso?»
El Cid respondió con firme
pero respetuoso acento:
«Burgos, señor, os demanda
con firmeza y con respeto
una gracia, por su Rey
antes de reconoceros.
— ¿Cuál? — De que estáis inocente
de una muerte el juramento.
— ¿De la muerte de mi hermano
muerto por D'Olfos? — Por eso
hubo aquí un juicio de Dios
que deja de culpa ilesos
a los de Zamora: a vos
si juráis, os juraremos.»
Enmudecieron de asombro
todos del Cid al arresto:
Y don Alfonso escuchándole
enrojeció y frunció el ceño.
«Jurad, le dijo don Per
Anzules interviniendo:
no hay ni papa excomulgado
ni Rey traidor — ¡Por supuesto:
dijo el infante, a este dicho
del privado sonriendo:
nada hay que jurar me impida.
Juro… —Señor, en el templo
de Santa Gadea es donde
se jura y coronamiento
de sus Reyes hace Burgos.»
Dijo el Cid: y el entrecejo
frunciendo Alfonso repuso
mal conteniéndose: «Acepto.
Id, pues, a esperarme en Burgos.»
«Allí a esperaros iremos»,
respondió el Cid saludándole:
y las espaldas volviendo
metióse en Zamora el príncipe
con su hermana: convencieron
y amistaron, perdonándose
ambos, a Arias y a don Diego;
y alzando los burgaleses
el campo aquel día, dieron
la vuelta a Burgos, quedando
sin Rey hasta el juramento.