La leyenda del Cid: 28
III
[editar]V
[editar]Y mientras el Rey tenía
sus Cortes en el salón,
plaza, patio y galería,
Burgos atestado había
con toda su población ;
y aunque como gente buena
serenamente aguardaba,
la multitud más serena
es como la mar, que suena
siempre, ya mansa, ya brava.
El movimiento y rumor
de aquel oleaje humano,
fué atrayendo al corredor
a todo ser morador
del alcázar castellano.
Y uno tras otro saliendo
fueron a la galería
los infantes, ver queriendo
quién y por qué tal estruendo
en el alcázar movía.
Don Sancho, allí al encontrar
moros atados y esquivos,
la causa se hizo explicar
de aquel flujo popular
y ser tantos los cautivos.
No bien llegó a comprender
ser presa del de Vivar,
sin poderse contener
dejó a la cara el placer
del corazón rebosar;
y a las infantas llevando
y a sus hermanos con él,
pasó, la presa admirando,
por entre el vencido bando
de los hijos de Ismael.
Y al moro que superior
juzgó entre el bando enemigo
preguntó; «¿Quién tu señor?»
y sin miedo y sin rencor
dijo aquel: «Sidi Rodrigo.»
En esto a la galería
saliendo el Rey don Fernando,
su buen pueblo de alegría
levantó tal gritería,
que hizo comba el aire blando.
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Entre el buen viejo don Diego
y su hijo el ilustre mozo,
muestra el rey muy gran sosiego:
mas puede ver el más ciego
cuán lleno está de alborozo.
Tras de la abierta mampara
sacaron al corredor
los diputados la cara;
cuidando que no mostrara
la ira o la envidia interior.
La mano al padre a besar
fueron las infantas niñas
la muchedumbre al cruzar,
recogiéndose al andar
las haldas de las basquiñas:
y al Rey, imagen de Dios,
fueron a hacer pleitesía
de sus hermanas en pos,
Sancho y Alfonso, a García
conduciendo entre los dos.
Mientras los más principales
lo mismo hacían después
de los príncipes reales,
atento a homenajes tales
calló el pueblo burgalés.
Cumplido el ceremonial
y cuando en torno reinó
un silencio general,
a Rodrigo en guisa tal
el Rey don Fernando habló:
«De esos moros disponed;
presa de vuestro valor,
yo os hago de ellos merced;
y pues sois capaz, traed
lo mismo al Emperador.»
Ruy Díaz, bajo la fe
de la real palabra, fué
donde los moros están
con resignado ademán
su suerte esperando en pie,
y díjoles: «Dar jurad
parias a mi Rey, y os doy
mañana la libertad:
mi madre en Vivar por hoy
os dará hospitalidad.»
El rey, o xeke, o walí
a quien Ruy se dirigió,
así lo dicho por Ruy
en árabe marroquí
a los suyos explicó:
«Libres nos deja tornar
si a su Rey como señor
tributo juramos dar:
a quien nos puede matar
rendir parias es mejor.»
Apenas esto escucharon
los moros de su adalid,
de bruces se prosternaron
ante Rodrigo, y gritaron
muchas veces: ¡ia, sid!
El Rey, que no la entendía,
preguntaba en rededor
qué era aquella algarabía;
y el buen Ruy le respondía:
«Señor, me llaman señor.»
Tomó el Rey entrambas manos
a Ruy; y mirándole fijo,
con modales soberanos
ante pueblo y cortesanos
de esta manera le dijo:
«Que hubiese fuera mancilla
dos señores de Castilla:
pero sin par tú en la lid,
nadie tendrá a maravilla
que tenga un señor y un Cid.
»Cid desde hoy te han de llamar;
y pues tiene ese valor,
señoría te han de dar
los de Cristo y los de Agar
aun ante el rey tu señor.»
Los moros que esto entendieron
a sus ¡ia, sid! volvieron:
«¡Salve al Cid!» dijo Fernando:
y «¡salve al Cid!» repitieron
todos, al Cid saludando.
Y el pueblo, que comprendió
lo que en la alta galería
pasando estaba, rompió
en inmensa gritería
y frenético aplaudió.
Y no desbordó torrente,
ni catarata o volcán
reventaron de repente
con ruido tan estridente
en mitad de un huracán:
ni rugió mar en tormenta,
cuando del fondo en que asienta
levanta con iras locas
montes de agua, que en las rocas
estrepitoso revienta;
como estalló el grande estruendo
del aplauso popular,
el palacio estremeciendo,
su noble apodo poniendo
a Ruy Díaz de Vivar.