La leyenda del Cid: 59
VI
[editar]VIII
[editar]Percibió el Cid, acercándose
por la inmediata crujía,
pasos de alguien que por ella
desatentado camina.
Según la desigualdad
con que avanza y con que pisa,
o viene a oscuras y a tientas,
o ebrio o enfermo vacila.
Chocóle oír tales pasos;
mas absorto en sus desdichas
esperó, de él sin curarse,
que pasara el que venía.
Mas éste, en vez de pasar,
llegó, y a su puerta misma
dio tal empellón que abriéndola
por poco no la desquicia.
Sin miedo, mas con asombro
alzóse el Cid en su silla,
y al volverse vio a don Sancho
con la faz descolorida,
trémulo el cuerpo de cólera,
los ojos echando chispas,
y estrujando un pergamino
que había casi hecho trizas.
Aguardaba el Cid que el Rey
hablara, mas no podía;
y el pergamino alargándole,
díjole tan sólo: «Mira.»
Costó al Cid harto trabajo
volver el alma y la vista
a los negocios del mundo
desde el mundo de sus cuitas;
mas con el ánimo de hombre
que sus pasiones domina,
comenzó a leer de lo escrito
las tan maltratadas cifras.
La letra era contrahecha,
mas clara, redonda y limpia,
y sus frases sin retóricas
de modo tal concebidas:
«Alfonso ha huido a Toledo,
y van en su compañía
Per Anzules y otros nobles
de León y de Castilla.
Doña Urraca es quien dineros
y escolta le facilita,
quien le preparó la fuga
y le asegura la vía.
Los frailes os darán tarde
disculpas con tal noticia:
mas sus disculpas son tramas
y sus protestas perfidias.
Los frailes en su clausura
y en Roma contra vos fían;
y esperando más de Alfonso,
los frailes son alfonsistas.
Andad pues cauto, don Sancho,
porque la tierra vos minan:
León a Alfonso recuerda,
Zamora por él conspira,
hojas, pueblos y veletas
con cualquier ráfaga giran;
y si habéis de crecer solo,
cortaos púas y espinas.
Humillad humos y torres;
porque mujeres y villas,
quien las guarnece las tiene:
no os fiéis en pleitesías.
Quien bien os sirve os lo advierte,
quien bien os quiere os lo avisa:
obrad como más os cuadre,
y a Dios que os guarde la vida.»
Leyó esto el Cid impasible,
y mientras el Cid leía,
tenía en su austero rostro
el Rey su mirada fija.
¡Oh vil suspicacia regia!
¡Oh ambición vil y egoísta!
El Rey la fe, los servicios
y el duelo del Cid olvida,
y… ¡que Dios se lo perdone!
mientras lee tal vez espía
si por traidor le delata
la exterioridad más mínima:
y ante la tranquilidad
leal del Cid, daba grima
la expresión del Rey ceñuda,
desconfiada y ambigua.
Devolvió el Cid el escrito
al Rey; y éste, a quien animan
la ira y la suspicacia,
trabó diálogo en tal guisa.
EL REY. Ya ves el fruto que han dado
tus consejos e hidalguía.
EL CID. Yo aconsejé lo mejor;
palabra empeñada, obliga.
EL REY. Pues me diste un mal consejo,
prueba que fué sin malicia.
Mientras yo voy a Sahagún
a reducir a cenizas,
ve tú a cazarme la urraca
que allá en Zamora se anida.
EL CID. Ambas cosas son más fáciles
que para hechas, para dichas.
EL REY. ¿Defenderás a los frailes
también?
EL CID. No a fe: aborrecidas
fueron siempre por los frailes
la nobleza y la milicia:
mas entre el mundo y sus claustros
han puesto cruces benditas,
y hay que pasar para entrarles
de las cruces por encima.
Fuerza y poder para tanto
no tiene un Rey todavía:
dejad a los frailes quietos
y haced que tragáis la píldora,
EL REY. ¡Y Zamora!
El CID. Está Zamora
bien murada y bien provista
circundada por el Duero
y por peñas defendida.
Si la pedís, de seguro
que os la niegan.
EL REY. Ve a pedirla:
Si te la dan, asegúrala;
y si no te la dan, sítiala.
EL CID. Iré a enterrar en Cárdena
a mis padres, y en seguida
El REY. Para el buen vasallo es antes
la patria que la familia.
Yo haré a tus padres en Burgos
hacer exequias magníficas;
yo cuidaré de tu casa,
de Jimena y de tu hija;
pero si tú no me traes
a Zamora en garantía
de tu lealtad, creeré…
EL CID. ¿Qué?
EL REY. Que con ellos conspiras.
Frunció el Cid el entrecejo;
clavó su mirada límpida
y serena de don Sancho
en las llameantes pupilas,
y sintió el Rey que la faz
se le tornaba amarilla
al frío de la vergüenza
por sus palabras mezquinas.
Calló el Cid y calló el Rey:
mas adquiriendo ambos íntima
convicción de que el Cid era
fiel, y el Rey se arrepentía,
anudó el diálogo el Cid
con estas frases de él dignas,
con voz sosegada y suave,
y faz ni humilde ni altiva:
EL CID. Si a mí el pesar me cegara,
señor, como a vos la ira,
de vuestras tierras desde hoy
y de vos me extrañaría.
Jamás creyó vuestro padre
traición en mí ni mancilla,
desde que maté a mi suegro
hasta que me armó en Coimbra.
Júrele serviros siempre,
y de su fin desde el día
he ido yo hora por hora
ensanchándoos a Castilla.
Nada hay que por vuestros medros
se me haga a mí cuesta arriba:
desde niños mantuvimos
nuestras dos almas unidas,
y deben de andar ligadas
mientras los cuerpos existan.
Por mí, pues, no han de romperse
fe y amistad tan antiguas;
no haré de vuestras palabras
caso, ni de mi familia,
e iré por vos a Zamora
a armar con mujeres lidia.
Yo iré a Zamora, don Sancho,
mas enviad vuestras milicias
tras mí, porque habrá que entrarla
o por brechas o por minas.
EL REY. Ofrece a mi hermana en cambio
la villa o ciudad que elija,
de Castilla o de León,
de Asturias o de Galicia:
Osma, Tiedra, Villalpando,
Valladolid o Medina;
yo necesito a Zamora
por cesión o por conquista.
EL CID. Y yo os la daré, o daremos
los míos y yo las vidas
a Dios ante sus murallas.
EL REY. Las huestes tendré yo listas:
vé: Zamora para mí
no es más que un nido de víboras.
EL CID: Yo iré a ahogarlas; mas será
milagro si no nos pican.
Iré a Zamora: y ahora
dejadme llorar mis cuitas,
y orar a Dios por mis padres
hasta que despunte el día.
Dijo el buen Cid: y el Rey, visto
que ante un Cristo se arrodilla,
echóse atrás ante Cristo
ante quien todo se humilla.