La leyenda del Cid: 78
IX
[editar]II
[editar]Doña Urraca era hembra astuta,
y todo en pro de su hermano
para la jura de Burgos
lo ha ido a solas amasando.
Doña Urraca, que experiencia
tenía de lo pasado,
no era hembra que el porvenir
encomendara al acaso,
y en Burgos ha ido metiendo
uno a uno partidarios
que en Burgos moviendo fueran
por don Alfonso los ánimos.
Diestramente dirigido
por sus consejos su hermano,
obró antes de entrar en Burgos
tan activo como cauto;
y ya por suya teniendo
toda Castilla, y el acto
de la jura como fórmula
tomar no más afectando,
mandó aderezarse en Burgos
para habitarle el palacio,
y envió a él su servidumbre,
sus bagajes y caballos.
Como gente de su casa
fué metiendo hombres fiados,
para darle en Burgos crédito
y guardar su alcázar aptos;
y con pretexto del doble
acontecimiento fausto
de su advenimiento al trono
y el matrimonio tratado,
pues iba doña Constanza
a la frontera llegando,
desplegó en su vuelta a Burgos
tanto lujo y aparato,
que se vió bien que volvía
a tomar determinado
asiento en su trono en Burgos
como un triunfador romano.
El Cid y los burgaleses
venir así le dejaron,
sin dar muestras de extrañeza
ni menos de sobresalto.
Dejaron aposentarse
en su alcázar y en sus barrios
toda aquella extraña turba
de moros y de cristianos,
de árabes y de judíos,
de borgoñones y francos,
que componían el séquito
de su nuevo soberano.
Mas resueltos a obligarle
a llevar la jura a cabo,
o a negarle si él se niega
la obediencia de vasallos,
para que, antes que al alcázar,
tuviera que ir en llegando
a Santa Gadea, todo
los nobles lo prepararon.
Desde la puerta de entrada
de Burgos, por todo el tránsito
de las calles hasta el templo
las bocacalles barrearon;
y cubriendo las barreras
con colchas y con damascos
desde la puerta hasta el templo
le hicieron forzoso el paso.
A las diez de la mañana
de un día limpio de mayo,
llegó el nuevo Rey a Burgos
con séquito soberano
de nobles y caballeros,
de pajes y de soldados,
de mercaderes y siervos,
de acémilas y de carros;
porque el Rey Alfonso Sexto
fué el Rey más abigarrado
en su corte y en su ejército,
nutrido de todo cuanto
fuerte, audaz, aventurero,
advenedizo y bastardo
había en Europa entonces
de pueblos cultos y bárbaros,
con tal que fuese valiente,
útil, resuelto y al caso
para dar a sus empresas,
dispendios o amores pábulo.
Así que, del primer día
llegó a Burgos rodeado
de aquellos heterogéneos
elementos, que bizarros
en su esencia y en su forma,
dieron al fin, tiempo andando,
a su reinado fastuoso
un carácter tan romántico.
El Cid y los burgaleses
barones y fijosdalgos
salieron a recibirle
hasta el puente de Malatos:
y allí el honor de escoltarle
como era ley demandaron,
y entró en Burgos entre vítores,
aclamaciones y cánticos.
De los balcones echábanle
trigo, arroz, yerbas y ramos,
de los que llevaba llenos
birrete, gorguera y manto.
Todo era alborozo y vivas,
danzas, ofrendas, regalos,
y el Rey, más que satisfecho,
de ello iba maravillado;
porque hallar tan sólo un frío
acogimiento esperando,
se vía acogido en Burgos
con caluroso entusiasmo.
Mas cuando vió barreadas
las calles que a su palacio
quebraban, y que a seguir
recto a la iglesia obligábanlo,
comprendió que la nobleza
de Castilla daba al acto
de la jura más valor
de lo que había imaginado.
Comprendió que el Cid y todos
los con él coaligados,
tomando a pechos la muerte
de su antecesor don Sancho,
sospechaban de él en ella;
y o con la jura lavarlo
quieren de culpa, o quedar
horros de su desacato:
mas viendo que ya era tarde
para excusar el mal paso,
subió hasta Santa Gadea
no apercibirlo afectando.
Lleno está el templo de nobles
y próceres castellanos,
y más que lleno parece
al Rey por ellos tomado:
pues que de todas sus puertas
cogidos tienen los vanos
grupos de ellos, a propósito
al parecer agrupados.
Con don Alfonso en el templo
no cupieron y no entraron
más que el conde Peranzules
y los grandes dignatarios:
su servidumbre, su escolta
de leoneses, asturianos,
franceses y borgoñones,
quedaron fuera en el atrio.
El Cid en el presbiterio,
ante el altar colocado
tiene en un atril el libro
de los Evangelios santos;
y al pie, instrumentos de oculto
perdido significado
un gran cerrojo de hierro
y una ballesta de palo.
El Rey ante el escalón
del presbiterio llegando,
puso un pie sobre la grada
y sobre el libro la mano:
mas el Cid sin darle tiempo
para despegar sus labios,
le dijo: «Para jurar,
señor Rey, arrodillaos:»
y en cuanto ante él don Alfonso
se arrodilló mal su grado,
dijo el Cid con voz solemne
de acento sonoro y claro:
«Rey don Alfonso, a traición
murió en Zamora don Sancho;
y los burgaleses, antes
en su trono de sentaros,
por mí os piden juramento
de que en tal asesinato
no han tenido parte alguna
vuestra alma ni vuestra mano.
Jurad, pues; y tened cuenta
con que si juráis en falso,
os caerán las maldiciones
que vais a oír en jurando.»
«Sí juro, dijo en voz alta
el Rey, que el alma y las manos
tengo de su sangre limpias»
y entre él y el Cid por lo bajo,
el Cid en el presbiterio
de pie y don Alfonso hincado,
se entabló de nadie oído,
rápidamente este diálogo:
EL REY. Mucho me aprietas, Ruy Díaz.
El CID. Es que el lance es apretado.
EL REY. No aprietes tanto que el hilo
se te rompa entre las manos.
EL CID. No importa, señor, si en ellas
me quedo yo con los cabos;
así no podrán traidores
tenderos con ellos lazos.
EL REY. Aprieta, pues; pero acaba
de apretarme porque estallo.
Dijo el Rey bajo a Rodrigo,
y éste siguió diciendo alto
con voz tremenda, que puso
en él y en todos espanto:
«Rey Alfonso, si perjuras
ante este libro sagrado,
este cerrojo de hierro
y esta ballesta de palo,
permita Dios que te maten
también a traición villanos
de las Asturias de Oviedo,
no de Castilla hijosdalgos:
de cuero calcen abarcas,
no borceguíes con lazos;
capas traigan aguaderas,
no manteletas ni mantos;
con camisones de estopa,
no de holandas con recamos;
en sendas burras cabalguen,
no en generosos caballos,
embozaladas con cuerdas,
no enfrenadas con bocados;
mátente por las aradas,
no por villas ni en poblado,
con cuchillos cachicuernos,
no con hojas de Damasco.
Permita Dios, Rey Alfonso,
si ante él aquí has perjurado,
que los que a traición te maten
como traidor de fe falto
te saquen el corazón
por el siniestro costado,
y se lo echen a los lobos
y a los cuervos para pasto.»
«¡Basta! — exclamó el Rey en pie
poniéndose exasperado;
¡basta, Ruy Díaz, que es mucho
para ti y para mí tanto!
Ya juré lo que quisisteis
tú y tus nobles castellanos:
ya hice yo lo que debía,
mas tú has hecho demasiado:
y ese cerrojo de hierro
y esa ballesta de palo
como fincan en mi jura
también fincan en mi agravio.
Y pues juré, dadme libres
las puertas; hacedme paso,
u os tendré aquí por traidores
contra su Rey conjurados.»
Tal don Alfonso diciendo
y el altar abandonando,
se dirigió hacia la puerta
y gritó el Cid: «¡al Rey paso!»
Abriéronse ante él las puertas
a la voz del Cid: rodearon
a Alfonso don Peranzules
y todos los de su bando;
y el Rey, del templo a la puerta
volviéndose al Cid, que impávido
desde el altar le miraba
marcharse, le dijo airado:
«Cid, pues tantas alas tienes
que volar quieres tan alto.
ve a buscar para extenderlas
mejor viento y más espacio.
De hoy en nueve días sal
de mis tierras por un año,
y a ellas no vuelvas si a ellas
yo, tu señor, no te llamo.»
Dijo el Rey; e iba a bajar
la escalinata del atrio,
cuando el Cid le dijo a voces
y con sus voces parándolo:
«Por un año me destierras,
yo me destierro por cuatro:
mas no olvides, Rey Alfonso,
que hoy que de tus tierras salgo
juro no volver a ellas
hasta que me hayas llamado
tres veces arrepentido;
porque yo estos años cuatro
te doy para que conozcas
que soy tu mejor vasallo,
y pues las alas me sueltas,
pienso, Rey, volar tan alto,
que te has de espantar sintiendo
que en mis alas te levanto.»
Dijo el Cid; y el Rey Alfonso
o esquivo o amedrentado,
salió en silencio del templo
trémulo, ceñudo y pálido.