La leyenda del Cid: 70
VIII
[editar]III
[editar]Alboreó: salió el Sol
e iluminó el firmamento
alumbrando los desastres
del temporal en el suelo.
El campo real de Castilla
era un barrizal extenso
do yacían de sus tiendas
y sus barracas los restos.
Si ha de continuarse el sitio
habrá que hacerlas de nuevo,
pues quedan pocas capaces
de dar abrigo a sus dueños.
Arneses, armas y ropas
chorrean a cielo abierto,
y los caballos de guerra
en estacas y maderos
atados, en vano esperan
el enlodazado pienso,
enfangados hasta el vientre,
trasijados y sedientos.
Por limpiar y pulir sudan
las gualdrapas y los frenos
los jinetes; pero el día
va a ser corto para hacerlo.
Sólo en las tiendas del Rey,
del Cid y otros opulentos
barones, queda algo limpio,
útil, servible o ileso.
El Cid y los adalides
castellanos, asumiendo
la autoridad y en la tienda
del Rey habido consejo,
hablan determinado
mandar a Burgos el cuerpo,
y tenían ya el cadáver
encajonado y cubierto.
Ya estaba en un carro fúnebre
colocado, y pronto el séquito
que había de darle en el viaje
guardia y acompañamiento,
cuando llegó a la real tienda
un grupo de caballeros,
jefes leoneses, cántabros,
asturianos y gallegos.
Los de Castilla, aunque graves,
corteses les recibieron,
del muerto Rey que venían
por homenaje creyendo:
mas con sorpresa, en tal caso
por lo inoportuna, oyeron
la razón que dió por todos
de su venida uno de ellos;
diciéndoles en resumen:
«que desbaratado habiendo
su campamento el turbión;
sin caudales para sueldo
de sus gentes; y esta guerra
no en pro general del reino
sino personal del Rey
por el sostenida siendo
contra su opinión, creían
que pues leales le fueron
mientras vivió, habían cumplido;
y libres de todo empeño
juzgándose, desistían
y se apartaban del cerco
de Zamora, de la infanta
legítimo heredamiento.»
Los de Castilla esperaban
de ellos tal; mas no tan presto,
ni bajo tan mala forma
dicho, ni tan a mal tiempo;
y aunque muchos lo escucharon
arrugando el entrecejo,
todos a la situación
mirando, se contuvieron.
El Cid, que tácitamente
después del Rey por supremo
adalid está aceptado
en Castilla por lo menos,
se encargó de contestar
y contestó en estos términos:
«Vuestra partida no extraño,
yo la esperaba, y comprendo
que nadie debe ir en contra
de su conciencia: mas tengo
para mí que es para iros
coger pronto un mal pretexto.»
—Aún no hay Rey. — Lo es don Alfonso,
dijo un cántabro. — En efecto,
lo es, dijo el Cid: mas del moro
es huésped o prisionero.
«Volverá,» — replicó el cántabro;
y dijo el Cid: Debe hacerlo:
mas mientras vuelve, en Castilla
sin Rey nos gobernaremos;
y como somos leales
y justos, en el derecho
de partir o de quedaros
que os halláis reconocemos.
Obrad, pues, como os pluguiere:
nosotros hemos resuelto
vengar al Rey, y Dios juzgue
a cada cual por sus hechos.
Los disidentes, que horros
salir a tan poco precio
no esperaban, se alejaron
sin más hablar satisfechos.
El Cid les dejó partirse,
y cuando ya les vió lejos,
dijo con tono solemne
a sus castellanos vuelto:
« Caballeros de Castilla,
fijos-dalgos y homes buenos
de Burgos, tomad en cuenta
lo que os propongo: nombremos
un campeón que a Zamora
vaya hoy mismo en nombre nuestro
al traidor Bellido D'Olfos
a demandar vivo o muerto.
Si se le dan muerto o vivo
con sus cómplices, a haberlos;
si doña Urraca y los Arias
por sí y por todo su pueblo
juran que parte en la muerte
del Rey don Sancho no hubieron,
justicia hecha en los traidores,
de Zamora el sitio alcemos.
Mas si no le entregan, queden
por traidores todos ellos:
que nuestro campeón por tales
les acuse desde luego,
y rete desde los Arias
hasta el último pechero,
a batalla, a todos juntos:
y a cinco por uno a duelo.
Si aceptan haremos campo;
si rehusan, ¡por San Pedro
de Cárdena! hasta acabar
con todos, aquí quedémonos.»
Todos lo que el Cid propone
aceptaron y dijeron:
«Mejor que vos nadie puede
ser campeón de Burgos: sédlo.»
El Cid replicó con noble
resolución: «Yo no puedo:
al viejo Rey don Fernando
hice en vida juramento
de no hacer contra sus hijos
armas nunca y protegerlos.»
— «Cogisteis a don García,»
dijo una voz; y sereno
repuso el Cid: — « Le cogí
a brazo, y sólo blandiendo
mi espada contra los que iban
cuando le aterré a cogerlo. »
«Mas hoy sois contra la Infanta»,
a replicarle volvieron:
mas el volvió a replicar:
«No soy fuerte en argumentos;
mas si se alzara don Sancho
responder pudiera al vuestro
cuánto abogué por su hermana
antes del sitio: y por eso
a ser campeón de Castilla
contra la infanta me niego.
Yo obro según mi conciencia:
respetad mi error, si yerro,
y elegid otro campeón.
Pero juez me considero
en nombre del Rey su padre
de los infantes, e intento
pedirles cuenta de Sancho:
y a servirles me rebelo
mientras no prueben o juren
que nada en su muerte hicieron.»
Dijo el Cid, y conmovido
quedó por unos momentos
durante los cuales todos
guardaron ante él silencio.
Rompióle, por fin, un mozo
de tan noble nacimiento,
que de los antiguos condes
desciende por abolengo.
Don Diego Ordóñez de Lara
se llama; y aunque mancebo
de años veintiséis, ya hombrea
entre hombres de grande esfuerzo.
Este dijo: «Pues que el Cid
juró lo que fuera bueno
que no jurara, de Burgos
yo por campeón me ofrezco.
Yo iré a Zamora por D'Olfos,
y si sin D'Olfos me vuelvo,
retaré a los zamoranos
uno a uno o ciento a ciento,
como quiera que se atengan
a la batalla o al duelo:
a duelo en campo estacado,
a batalla en campo abierto.
Yo lidiaré en la batalla
como es ley con cinco de ellos;
y si os dejo mal, será
dejando en la lid los huesos.»
A estas palabras del mozo
el Cid y los jefes viejos
por campeón aceptáronle
y su bendición le dieron.
Tras esto empezó su marcha
a emprender a paso lento
la comitiva mortuoria
con aparato funéreo:
y según iba cruzando
el Real a campo travieso,
soldados y capitanes
ibanse en pos reuniendo.
Al trasponer las barreras
tras sus atrincheramientos
se hincaron todos, enviando
al Rey su adiós postrimero.
Aún se apercibía el carro
negrear por el sendero
del monte, cuando empezaban
a partir del campamento
las huestes desordenadas
de asturianos y gallegos,
cántabros y leoneses;
y al llegar el sol al centro
del cielo, los castellanos
se preparaban el cerco
a mantener por sí solos
tan leales como tercos.