La leyenda del Cid: 34
IV
[editar]III
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Ella, heredera opulenta
del rico conde asturiano,
y él por su hogar castellano
y por su Rey rico en renta,
juntaron en un solar
tanta riqueza y poder,
que sólo reyes a ser
podrían a más llegar.
Mas no imagines, lector,
que en Vivar vivía el Cid
como hoy un duque en Madrid
o como en Londres un lord:
porque la oncena centuria
en la que el buen Cid vivía,
era una mezcla bravía
de lujo y bárbara incuria.
Un rico, obispo o guerrero,
de siervos o feligreses
gastaba el oro en arneses
de preste o de caballero.
Llevando de soberano
lujoso atalaje encima,
tal vez dormía en tarima
y comía con la mano.
Y gastando oro sin tasa
hasta en las casas que hacía,
apenas tener sabía
comodidad en su casa.
La de Rodrigo en Vivar
era la de un labrador,
hereditario señor
de un solariego lugar.
Su solar hereditario
formaban, según mis cuentas,
de casas más de doscientas
con plaza, iglesia y santuario.
Uno es posesión precisa
para romería anual,
que siempre ha de acabar mal,
con palos tras de la misa.
Es costumbre inmemorial
por ley en Castilla impuesta:
sin paliza no hubo fiesta
desde el tiempo de Tubal.
Y como no hay sin santuario
lugar, Vivar tiene el suyo;
en el cual, si mal no arguyo,
se apaleó su vecindario.
Frente de él en un cerrillo
se elevaba un castillejo,
fuerte aún, pero ya viejo,
con foso, puente y rastrillo;
donde en caso de algarada
salvos hembras y caballos,
iban señor y vasallos
a huir la primer entrada;
pero la espalda al volver
la rapaz morisma suelta,
les salía el Cid la vuelta
por los valles a coger.
Así entonces se vivía
y no se vivía mal;
porque siempre juego tal
que iba a espadas se sabía.
De peor modo hoy se campa:
nuestra sociedad de hoy
juega a oros, y yo estoy
en que se juega con trampa.
En aquella edad de hierro
en que había que tener
algún hierro que coger
y un castillo en algún cerro,
de sus tierras cual señor
era juez territorial
y juzgaba el Cid no mal
desde el clérigo al pastor.
Como labrador tenía
la propiedad del terruño;
que no labraba su puño
más que con él defendía.
Defendido y defensor
viendo cual propio el terreno,
se hacían uno a otro bueno
el labriego y el señor;
y toda la vecindad
familia suya o su sierva,
vino, pan, frutos y yerba
le pechaba por mitad.
Y como predios tenía
más de cincuenta en la vega
que hasta Muñón y Pampliega
el Arlanza recorría;
y como todo labriego
era tenido en pericia
de labranza y de milicia
y entraba en la guerra en juego;
y como en tal tiempo y tierra
tenía todo vasallo
de la labranza el caballo
con caparazón de guerra,
resultaba que era el Cid,
y antes su padre don Diego,
un riquísimo labriego
y un poderoso adalid.
Mas no por eso en su hogar
vivía mucho mejor
el señor que el labrador
que por él iba a sembrar.
No había de ambos en casa
más que lo muy necesario
para el servicio diario,
con comodidad escasa;
pues con la existencia activa
que era preciso traer,
nadie había menester
comodidad excesiva.
Lo que más se procuraba
era tener al abrigo
mucho vino o mucho trigo
por si no se laboreaba:
lo cual suceder solía
por el repentino daño
que al mejor tiempo del año
el moro en la tierra hacía.
Noble y rico un castellano,
viviera en pueblo o castillo,
tenía un vivir sencillo
mezcla de regio y villano.
La casa partida en dos;
arriba el señor, abajo
el siervo: éste a su trabajo
y él a la buena de Dios,
vivían ambos en ella
ni divididos, ni a par:
uno y otro sin cuidar
que fuera cómoda o bella.
No era, pues, la servidumbre
rudo afán, tirano yugo
de víctima y de verdugo,
sino deber de costumbre:
creada fraternidad
entre el siervo y el señor;
basada en el mutuo amor,
no de este en la autoridad.
Los aperos del trabajo,
todo en lo que este no piensa,
cuadra, hogar, cueva, despensa,
están en el piso bajo:
do en trabajo no servil,
viven con muy poco afán
desde el paje al capellán,
desde la dueña al motril.
De noche abajo las telas
se hilan de lienzo y manteles:
se bebe en hondos picheles,
se come en anchas cazuelas:
arriba se sirve en plato
y el vino en copa se escancia:
el lujo está en la abundancia,
no en señoril aparato;
pues suelen en las veladas
bajar amos y señoras
a escuchar con sus pastoras
los cuentos de sus criadas.
Amo y siervo en su interior
no tienen más diferencia
que aquella que la decencia
exige del superior.
Arriba grandes armarios,
arcas, baúles roperos,
armaduras en percheros,
junto al lecho relicarios;
y si hay en casa quien lea,
lo que hace el señor muy mal,
algún viejo santoral
o vulgar farmacopea.
Nada de los mil primores
fútiles de que hoy usamos;
palmas al balcón o ramos,
y en los aposentos flores.
Allá en algún gabinete
de una señora feudal,
luce tapiz oriental,
trasciende árabe pebete;
viste cuero cordobés
guadamacilado el muro;
un atril de nácar puro
sostiene un libro al revés.
Cargadas de virgen cera
penden lámparas del techo;
y alfombran los pies del lecho
pieles de oso y de pantera;
mas tal vez estos primores
ante su dueño ataraza
algún gran perro de caza
o una pareja de azores.
Así en Vivar se vivía
y así en nuestra tierra toda,
y desde la época goda
quien vive así hay todavía.
Y plegue a Dios que esta sana
franqueza entre siervos y amos
jamás del todo perdamos
en la tierra castellana.
Los de Vivar a Jimena
cuya estirpe conocían,
cuya historia atroz sabían
y de quien ven la alma buena,
miraban con el respeto
con que a una imagen de altar;
siendo Jimena en Vivar
de alta reverencia objeto.
Sus colonos asturianos
la, enviaban con pocas cuentas
las muchas y pingües rentas
del solar de los Lozanos.
El pueblo a quien generosa
trató desque a él ha venido,
bendecía al buen marido
de tan noble y buena esposa.
Con las rentas de los dos
casa y hueste mantenían,
como sacar no podían
algunos reyes en pos:
y así viviendo en Vivar
el Cid Rodrigo y Jimena
vieron límpida y serena
la luna de miel pasar.
Amándose con pasión,
y olvidadas las injurias,
en Castilla y en Asturias
adorados ambos son:
Con que los nuevos esposos,
idolatrados señores,
en sus logrados amores
eran en Vivar dichosos.
Pero dicha sin disgusto
jamás hay sobre la tierra,
y siempre al amor la guerra
tuvo en incesante susto.
El Rey salir a Rodrigo
mandó a campear por España,
y el Cid no puede a campaña
sacar su mujer consigo.
Los que habían jurado a Dios
dos vidas en una unir,
tenían que dividir
otra vez su vida en dos.
Deber y amor exigían
a la mujer y al marido
del voto tan mal cumplido
la unión que romper debían:
Y entre el amor y el deber
y la mujer y el honor,
ni vaciló el Campeador
ni discutió la mujer.
Triste sí, pero serena,
le ayudó ella misma a armar;
partió él al campo, y Jimena
se quedó sola en Vivar.